Authors: Chufo Llorens,Chufo Lloréns
Bernat, como de costumbre, consiguió desviar parte de aquel improvisado donativo hacia su propia bolsa.
Los fastos tenían dos vertientes muy diferenciadas, la primera iba dirigida a la plebe y la segunda a la nobleza fiel a los Berenguer.
En calles y plazas se agolpaban los espectáculos callejeros. Mimos, saltimbanquis, barberos, sacamuelas, forzudos y comediantes llenaban sus bolsas, pero lo que más fascinaba al pueblo llano eran las justas y torneos que se celebraban cada día en una explanada de la Vilanova, al otro lado de las murallas. Los premios en dinero contante eran cuantiosos, y caballeros renombrados de toda la Septimania acudían a medir sus fuerzas y habilidades atraídos por las cuantiosas recompensas y por la honra de lucir en el antebrazo el pañuelo de su dama. Ramón Berenguer y Almodis de la Marca, presidían el festejo. El palco principal, con su toldo de estrechas franjas rojas y amarillas, estaba situado en el centro exacto de la carrera que debían recorrer los campeones. Dos magníficos tronos presidían el palco; más abajo y a sus costados, en un plano inferior, las casas nobles lucían sus blasones. Enfrente y a la misma altura, al lado contrario, estaba instalada la tribuna de jueces que velaban por el respeto de las normas del torneo y cuidaban de que ningún caballero luchara con ventaja. A cada extremo del dividido palenque se hallaban dispuestas las tiendas de los diferentes campeones que iban a reñir aquella mañana, con los colores respectivos de cada uno ondeando en el gallardete que cubría el redondo techo de las mismas, y finalmente, sudorosos y atareados, iban y venían los escuderos, puliendo las brillantes armaduras de relucientes yelmos empenachados; las lanzas que se iban a romper en el envite descansaban en perfecto orden sobre caballetes de madera.
Laia, que desde el instante que sus ojos se posaron en el mensaje que le había entregado la mora, andaba en deseos de conocer a su enamorado, urdió con Aixa un plan, aprovechando la coyuntura de que su padrastro estaba sumamente atareado intentando aunar sus intereses con los del conde, y andaba de aquí para allá, controlando puestos de venta y licencias para organizar juegos y espectáculos en las calles. El intendente mayor se desplazaba incesantemente, acompañado de sus alguaciles, desde la iglesia de Sant Jaume hasta el Castellnou y desde allí hasta la puerta del Bisbe y el Castellvell, para dirigirse por los Aladins a la puerta de Regomir. Nada escapaba a su control, y su bolsa se llenaba poco a poco de toda clase de monedas circulantes. Cuando algún feriante discutía sus órdenes, era inmediatamente detenido y conducido a los calabozos del veguer, y si comerciaba en la calle, su tenderete era derribado sin contemplaciones. Todo esto lo sabía Laia al dedillo, y sin perder tiempo decidió aprovechar la ocasión que el destino le deparaba. Aixa la había puesto al corriente de los pasos que daba cotidianamente Martí en la ciudad, y entre las dos coligieron que lo más seguro sería ir al encuentro de Omar, el intendente de Martí, cuyo cometido se desarrollaba todos los días entre la factoría comercial intramuros y las viñas de Magòria, y entregarle una carta para que éste a su vez la llevara a su amo. Laia redactó el escrito y Aixa sin dilación partió para la plaza con la misiva oculta entre sus amplias ropas. Caso que se tropezara con alguien de la casa, a nadie extrañaría que una criada fuera a cumplir un encargo de su señora.
Cuando Aixa llegó al mercado, no vio a Omar, pues aquella mañana éste había tenido que ir a uno de los molinos cuyo encargado había optado por celebrar los festejos en honor a la condesa en vez de acudir a su trabajo.
Al cabo de un rato lo vio llegar con su inconfundible paso cansino y su ademán pausado. El moro, al divisar a la muchacha, aceleró su caminar.
—Ya desesperaba, Omar; pensaba que tu jornada comenzaba más temprano.
—Y así es, amiga mía, pero mis cometidos, que ya son muchos, se multiplican en días como éste.
—¿Cómo están Naima, Mohamed y la pequeña Amina?
—Todos muy bien. Jamás le agradeceré bastante a Alá, que siempre sea alabado, el amo que nos ha concedido. Reconoce que es pura fortuna, pues aquel bendito día dependimos del capricho o de la bolsa de los otros licitadores...
—Yo también bendigo ese día. Sólo junto a él he conocido la paz.
—Y ahora, ¿eres feliz? —preguntó Omar.
—Como jamás lo fui anteriormente. Más que ama tengo una amiga, y lo que es mejor, puedo devolver a nuestro amo algo de lo que ha hecho por mí.
—Bien, Aixa, ¿cuál es el motivo de este encuentro?
La mujer rebuscó entre sus refajos y extrajo de entre ellos el mensaje de Laia.
—Toma, nuestro amo la aguarda con impaciencia. Supongo que sabes de quién procede...
—Dile a tu señora que esta misma tarde estará en poder del amo —respondió Omar con una sonrisa.
Partió Aixa tras desear buena suerte a su compañero.
Omar, que conocía las entrañas del asunto, en cuanto tuvo en su poder el pergamino, partió para la playa de las atarazanas, donde sabía estaba su señor. Cuando llegó, Martí estaba inspeccionando con Jofre los progresos de la embarcación, y apenas llegado a su altura le hizo una imperceptible señal, aprovechando que el marino estaba de espaldas, indicándole que traía una comanda urgente y en extremo privada.
—Dispénsame un momento, amigo mío, tengo que ocuparme de mis otros negocios. Me parece que mi secretario me trae nuevas, y como estos días con los festejos anda todo revuelto, resulta que casi todo es urgente.
—Ve tranquilo, Martí —dijo Jofre—. En cuanto a lo que me dices, puedo dar fe. Nuestro
mestre d'aixa
se las ha visto y deseado para que los calafateadores, carpinteros y torcedores de cabos vinieran a trabajar, y ni que decir tengo que hoy se han doblado los sueldos. Ya lo notarás en mis órdenes de pago: de no ser así habríamos perdido una semana más, y el tiempo en el Mediterráneo no espera.
—En un momento estoy contigo.
Omar aguardaba a prudente distancia. Martí llegó hasta él.
—¿Qué recado urgente te ha hecho dejar tu puesto en el mercado y buscarme en la playa en día tan especial? —preguntó Martí, contradiciendo el tono imperativo con una franca sonrisa.
El moro sonrió a su vez.
—Señor, si creéis que el motivo no es suficiente me resignaré a ser azotado. Tomad.
Buscó Omar en su bolsa la carta y se la entregó a su amo.
Martí no identificó por el momento la caligrafía de su nombre pero al ver la traviesa sonrisa de su criado comprendió.
Sin poder contenerse, se hizo a un lado, rasgó el sello, desenrolló el papiro y leyó:
Barcelona, 20 de junio de 1053
A don Martí Barbany:
Dilecto amigo, mi agradecimiento por vuestro regalo es infinito. Jamás alguien me hizo beneficio más inmenso. Aixa es, por encima de una excelsa cantante, una amiga que vuestra generosidad me ha otorgado. Las palabras acerca de vuestros sentimientos me han conmovido. Pensar que he inspirado impresión tan noble en alguien que no me conoce me hace estremecer, y temo el momento de conoceros por no ser merecedora de vuestro juicio y que éste varíe al verme. Soy sólo una mujer de casi catorce años que ansia febrilmente tener un amigo en quien poder confiar. Si os parece, podría veros el miércoles, que es el día del torneo principal, al que asistirá todo el servicio de mi casa. Me será más fácil, pues, evadirme del control a que mi padrastro me tiene sometida. Nos veremos, si os place, a la hora nona en la casa de Adelaida, mi ama de cría, a la que visito de vez en cuando. Está detrás de la iglesia de Sant Miquel, enfrente de la puerta de la sacristía.
Vuestra amiga,
Laia
Martí guardó la misiva en el bolsillo interior de su chaleco y sin poderse contener saltó sobre Omar y abrazándolo le dijo:
—En justicia, si tengo que pagarte el precio del mensaje en proporción a la alegría que me has proporcionado ya puedo vender la parte del navío que me corresponde.
A las dos en punto de la tarde un Martí acicalado para la ocasión y casi flotando en el aire dirigía sus pasos hacia la iglesia de Sant Miquel, por debajo del antiguo
Cardus
romano.
Omar, que siguiendo la rutina de todos los días le había ayudado a ataviarse, le había dicho:
—Señor, os habéis cambiado de túnica tres veces, si eso hacéis hoy, qué no haréis el día de vuestros esponsales.
—Déjame, Omar —le había respondido—. Ignoro si ese día llegará alguna vez. Permíteme gozar el presente; el mañana es dudoso, sólo Dios lo conoce y está cargado de arcanos.
Antes de partir se enfrentó al metálico espejo de su dormitorio y éste le devolvió la imagen de un joven curtido, de mirada noble y ademán aplomado, que vestía una túnica verde, adornada de pasamanería portuguesa negra, medias granates, escarpines de fino cuero cordobés y cubría sus cabellos, cortados al modo carolingio, con una airosa gorrilla florentina. Llegó a su cita con antelación y, tras identificar la vivienda, se puso a pasear calle arriba y abajo, aguardando a que las campanas de Sant Miquel dieran la hora para subir las escaleras hasta el único piso y allí encontrar a la dueña de sus sueños. La casa era una humilde vivienda con una única salida a la calle cubierta con un tejadillo y a cuyo costado se veía un muro con entradas de aire triangulares para airear un local que bien podría servir para almacenar cereales que requirieran de ventilación. Martí se introdujo en la agradable penumbra del portal y el fresco ambiente remansó su ánimo. Sentía los alocados latidos de su corazón batiéndole en la boca, a la que por cierto le faltaba saliva, hasta el punto de que percibía su lengua cual si fuera de esparto. Subió la escalera saltando los gastados escalones de dos en dos y llegó al descansillo del único piso. Martí, tras una profunda inspiración, golpeó la puerta. Unos pasos acelerados acudieron a su llamada y tras una brevísima demora, en la que se sintió brevemente observado, la puerta se abrió. Una mujer sonriente, de mediana edad, rostro agradable y cabello cano, apareció en el quicio de la puerta y más que preguntar afirmó:
—Martí Barbany, sin duda.
El joven, descubriéndose, respondió:
—El mismo.
—Os aguardan dentro, pasad.
Martí obedeció, y después de cerrar la puerta, la mujer añadió:
—Tened la bondad de seguirme.
Caminaron por un estrecho pasillo hasta llegar a una puertecilla de pequeños cuarterones de madera. La mujer golpeó la puerta con los nudillos y en el interior respondió una voz que a Martí le pareció la de Aixa.
—Señora, el visitante ha llegado.
La pequeña puerta se abrió una cuarta y apareció en el entreabierto resquicio el rostro sonriente y luminoso de su antigua esclava.
La mujer mayor se excusó.
—Yo me avío, tengo muchas cosas que hacer.
Aixa añadió:
—En unos instantes estaré con vos. —Luego, abriendo la puerta de par en par, se dirigió a Martí—: Señor, podéis pasar, os aguardan.
Martí entró en la estancia que estaba en penumbra y sus ojos no pudieron ver otra cosa que el perfil de la muchacha que se encontraba de pie, a contraluz, junto a la ventana cuyos postigones estaban ajustados.
La voz de Aixa resonó a su espalda.
—Mi señor, ésta es Laia. Si para algo os he servido, mi alma salta de contento. Laia, éste es, ha sido y será el mejor amo que me ha sido dado a conocer a lo largo de mis días.
Luego, la criada salió discretamente cerrando la puerta.
Los jóvenes se hallaron frente a frente. Los ojos de Martí se habían acostumbrado a la penumbra y la muchacha le pareció como una aparición de otro mundo. Vestía una saya de color azul marino, con el escote cuadrado muy alto, ceñido bajo sus jóvenes senos; las mangas le arrancaban desde los hombros y se ajustaban a sus muñecas. Una amplia pañoleta le cubría la espalda y en la cabeza la cabellera recogida en dos moños laterales y una crencha recta repartía el tirante cabello en dos partes iguales; sobre él y cual si de una corona se tratara, una gruesa cuerda forrada de damasco azul claro con hilos de plata entretejidos en ella. Ambos, como si se hubieran puesto de acuerdo, se acercaron al banco que se hallaba en el centro de la estancia y, sin dejar de mirarse a los ojos, se sentaron.
—Señora —empezó Martí, con el rostro lleno de emoción—, desde el día que mis ojos divisaron el óvalo de vuestro rostro apenas intuido, en el mercado de esclavos, vuestra imagen ha perseguido mis sueños alterándome los pulsos. Si me dais esperanzas, trabajaré sin descanso hasta merecer vuestra mano; si no es así, desapareceré de vuestra vida y no regresaré nunca más.
La muchacha, cabizbaja, atendía arrebolada a las palabras de Martí. Luego, muy despacio, alzó la vista hasta él.
—He adquirido una deuda con vos que, aunque viviera mil años, jamás podría pagar. En primer lugar, me habéis proporcionado el consuelo más grande de mi vida. Sabed que desde que murió mi madre, a nadie había confiado mis cuitas hasta que me enviasteis a Aixa. En segundo lugar, me habéis honrado escribiéndome una misiva que no creo merecer, ya que no sabéis cómo soy ni me conocéis. Sin embargo, debo deciros que es la primera vez que alguien se ha dirigido a mí en estos términos y me he sentido por ello inmerecida e inmensamente halagada.
—Laia, los sentimientos son incontrolables: he podido conocer a diversas gentes mucho tiempo y jamás nadie había despertado en mi corazón tales gozos. Me acuesto y lo último que imagina mi mente es el brillo de vuestros grises ojos; si me despertara mi criado y estuviera soñando con vos, lo haría apalear. Al despertar lo primero que me viene a la mente es vuestro recuerdo. Vivir de esta manera es un sin vivir, solamente quiero saber si puedo esperar algo.
—Tengo casi catorce años y no quisiera hacer daño a quien tanto me ha favorecido.
—¿Me queréis decir que no abrigáis hacia mí sentimiento alguno?
La muchacha saltó vivamente.
—¡No, Martí! Quiero deciros que mi padrastro no permitirá jamás que os acerquéis a mí.
Martí tomó entre las suyas las manos de la muchacha.
—¿Significa eso que puedo albergar alguna esperanza?
—Martí, es muy fácil admiraros, y es por ahí donde empieza el amor. Aixa me ha hablado de vuestras virtudes y os he empezado a amar, pero es inútil. Mi padrastro antes de entregarme a alguien que no sea ciudadano de Barcelona, me recluirá en un convento.