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Authors: Chufo Llorens,Chufo Lloréns

Te Daré la Tierra (31 page)

BOOK: Te Daré la Tierra
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De todas maneras, a menudo la condesa terminaba refiriéndose a la cuestión sucesoria y asediaba al clérigo demandando su opinión desde un punto de vista profano.

—Y decidme, mi buen canónigo, y ahora os hablo desde la conveniencia política de lo que mejor sea para el condado. Supongamos que ha llegado desde Roma la anulación de nuestros matrimonios anteriores y que el conde de Barcelona y yo somos marido y mujer. Es
vox populi
que Pedro Ramón, el primogénito de mi esposo, y permitidme la digresión pues ésta es mi opinión, no goza de un justo raciocinio y su carácter es inestable y dado a la molicie. ¿Creéis que porque sea el primo nato debe reinar? Si yo pudiera dar un heredero a Barcelona, ¿no pensáis que sería justo que el conde cambiara su testamento para bien del condado y beneficio de sus súbditos de manera que reinara el más apto?

—Señora, no es mi misión opinar sobre estas cosas y cuando así me habláis me colocáis ante un verdadero compromiso.

—Llobet, os interrogo como hombre versado que sois y antiguo soldado que sirvió mucho tiempo a los Berenguer. ¿Qué de malo tiene que la condesa de Barcelona se aconseje de quien considera más cercano y experimentado? Os ruego, y si es necesario os ordeno, que respondáis a mi pregunta.

El religioso dudó un instante.

—Podría salir del paso engañándoos.

—Pero no lo haréis, no va ni con vuestra religión ni con vuestro talante de hombre de bien. Contestadme.

—Pues bien, señora, si el fruto, por ahora, pecaminoso de vuestro amor gozara de las cualidades políticas y el demostrado valor de su madre, tal vez fuera conveniente.

39
Nocturnidad

Delfín temía la tenacidad de su señora en cuanto una idea se le metía entre ceja y ceja. Almodis, obsesionada sin duda por el empeño de concebir un heredero, había imaginado un plan, y cuando tal ocurría, el enano era consciente de que su dueña arrasaría con cuantos obstáculos se interpusieran en su camino hasta culminar su deseo. La cual cosa era harto comprometida para él, ya que de descubrirse el intento, las consecuencias irían indefectiblemente a recaer sobre él porque la condesa iba a estar siempre a salvo de cualquier posible castigo: en primer lugar por ser quien era y en segundo, por el amor desaforado que por ella sentía el conde, que la ponía a salvo de cualquier desfavorable coyuntura.

Delfín gozaba de dotes proféticas pero, en contra de la opinión de la condesa, era ajeno a cualquier poder, hechizo o magia que predispusiera a los astros a favor de cualquier empeño; sin embargo, siempre y en cualquier ocasión se movía cercano a gentes proclives a estos menesteres, ya fuera de buena fe o meros farsantes que se aprovechaban de los temores y ansias de las buenas gentes para esquilmar la bolsa de los incautos.

El caso fue que un malhadado día cometió la insensatez de hablarle a Almodis de una vidente ciega, amiga suya, muy visitada por mujeres infértiles y mozas a las que hubiere que reconstruir el himen para que su familia no cayera en el deshonor y que presumía de tener buena mano para estas cosas. La había conocido visitando el figón que regentaba su cuñado extramuros del Castellnou. Supo de ella al indagar sobre la cantidad de gentes disimuladas y hasta embozadas que, pasando de largo por el lugar atestado de mesas en donde los parroquianos libaban sus consumiciones, se dirigían a una disimulada puerta situada al fondo del establecimiento y que daba a la trastienda del almacén.

La respuesta de la condesa no se hizo esperar.

—Bien, amigo mío, vas a pedirle una entrevista para mí. Sus conocimientos me son necesarios y su ceguera me conviene. La semana que viene, por consejo de doña Lionor, voy a acudir al encuentro del conde, que se halla asediando Tortosa y quiero poner todos los medios a mi alcance para no perder la ocasión y salir preñada del embroque.

—Pero, señora... —se atrevió a argumentar el hombrecillo—. Florinda únicamente recibe durante las noches y vuestra escolta llamara la atención acudiendo a lugar tan singular.

—Pero ¿qué es lo que crees, insensato? ¿Que la condesa Almodis de la Marca acudirá a tan delicada cita con acompañamiento de tambores y añafiles?

—¿Pues cuál es vuestro plan, señora?

—Acudiremos tú y yo y, como procede, lo haremos de tapadillo.

—La vida me podéis quitar, mas no el espanto que siento si por cualquier causa se descubre vuestra añagaza y somos sorprendidos. Estoy cierto que la ira del conde recaerá sobre mis espaldas.

—Eso solamente es una posibilidad y lo que te anuncio es una certeza. Si no me obedeces, será mi ira la que caerá sobre tu espinazo y juro que mi rebenque te lo enderezará.

Delfín se sintió atrapado en aquel incómodo enredo y optó por la opción menos peligrosa. Despachaba Florinda sus transacciones en la trastienda del figón que se llamaba Venta del Cojo, por el defecto que caracterizaba a su patrón. Estaba emplazada entre dos casas de vecinos y apoyaba su deteriorada estructura en el estribo de la vieja muralla. Para llegar hasta ella había que recorrer un peligroso trayecto adobado por la falta de luz que reinaba en la ciudad, sobre todo en los arrabales, lugares propicios para que los asaltantes amigos de lo ajeno hicieran sus tropelías en las oscuras noches. Florinda era consciente de que gran parte de su éxito radicaba en lo que le decían sus visitantes, ya que su fina sensibilidad suplía con creces su carencia de vista, de modo que cuando Delfín acudió a ella, sin decir nada, desde luego, al respecto de quién era la persona que demandaba sus servicios, la hábil mujer acostumbrada a entresacar información de cualquier coyuntura, aprovechó el envite para conocer algo del futuro cliente.

—Y ya que no me decís quién es la persona que demanda mis oficios, informadme al menos de cuáles son sus cuitas a fin de que, si es menester, me provea de algunas cosas que me son útiles para remediar ciertos males, no vaya a ser que pierda el viaje por una imprevisión vuestra.

El enano recelaba.

—Nadie ha discutido vuestro precio, que por cierto no es escaso, pero condición inexcusable es que la mujer acudirá a vos embozada, pues le crearía singular perjuicio el ser reconocida.

Florinda coligió que era una dama y de calidad la que reclamaba sus ayudas, pues en una ciudad como Barcelona no era común que a altas horas de la madrugada y por aquellos arrabales alguien reconociera a alguien.

—¿Se trata de interrumpir una gestación? Los medios que requiero para ello no son el común de cada día.

—Precisamente lo contrario, y no me hagáis hablar más de la cuenta. En su momento se os informará de lo que sea menester.

Y así quedaron después de ajustar la noche y el momento.

A la de ya de por sí peligrosa salida de palacio se unía el asunto de ir embozados, a deshora y sin escolta alguna. Delfín había planeado la escapada cuidando hasta la exageración los detalles, y la generosa bolsa que la condesa había puesto a su disposición había contribuido a ello.

La guardia de palacio hacía una ronda periódica y el jefe de la misma recorría los puestos al frente de los hombres que debían relevar a cada uno de los centinelas. Éstos se distribuían por las cercanías de la muralla y custodiaban asimismo todas las salidas de palacio. Delfín supo, en una de las partidas de tabas que jugaba con la soldadesca apostando sus pagas, que uno de los centinelas cubriría la segunda guardia en una portezuela que daba a la parte de atrás del palacio. El hombre andaba justo de pecunio y acababa de ser padre por tercera vez. De modo que oportunamente le abordó y le propuso un trato.

—Veréis, Oleguer. —Así se llamaba el individuo—. El caso es que, de poder hacerme el favor que os voy a pedir, os quedaría eternamente agradecido.

—Si está en mi mano y no he de correr peligro alguno, podríamos hablar.

—Veréis, soy el criado de un mayordomo de llave, y hete aquí que, siendo casado, se ha encaprichado de una moza de taberna, de manera que a pesar de estar de servicio de cámara desearía salir de palacio a la hora de completas de un modo discreto y sin llamar la atención del oficial de noche y regresar posteriormente antes de que su señor solicite sus servicios.

—¿Y en qué me concierne este negocio?

—Vos entraréis de centinela a la hora de completas, os relevarán a maitines y, tras descansar en el puesto, volveréis a entrar a la hora prima; en este momento, ni antes ni después, mi amo regresará y vos le facilitaréis de nuevo la entrada.

—Pero sin duda, al volver a entrar de guardia me asignarán otra puerta.

—Mi amo y yo iremos dando la vuelta a la muralla hasta que encontremos una puerta en la que se haya colocado un pañuelo rojo, cosa que deberéis hacer vos al regresar.

—Y ¿cómo sabéis tantas cosas de mí?

—La pesquisa, querido amigo, es fundamental si queréis sobrevivir en el proceloso mundo de palacio.

—Supongamos que acepto. ¿Qué beneficio saco yo de este arriesgado negocio?

—Una bolsa de cinco dineros a la salida, otra igual al regreso y la certeza de que alguien poderoso os deberá un favor. Mi amo es consciente de que quien algo quiere, algo le cuesta.

—¡Pardiez! No dejo de admirar cuán cerriles somos los hombres. No hay brida ni bocado que sujete mejor a un varón encelado que una moza que se resiste.

—Así son las cosas y de esta manera funcionan los negocios del sexo.

De tal manera quedaron. En el tiempo acordado la condesa Almodis, vestida con los ropajes de un varón y embozada en una capa con capucha, portando además un antifaz, acompañada del enano, saldría por una excusada puertecilla de la muralla de palacio dispuesta a quemar las naves al respecto de dar al conde y al condado de Barcelona un heredero que mereciera la consideración de tal, en detrimento del inútil primogénito habido de la coyunda de su esposo con la fenecida Elisabet de Barcelona.

40
Florinda la Ciega

Dos sombras arribaron junto a la puerta que guardaba Oleguer. El centinela, lanza en ristre y adarga colgada a la espalda mediante el tiracol, paseaba nervioso arriba y abajo por el corto pasillo. La sombra menuda se le acercó en tanto la más alta quedaba a prudente distancia. El diálogo se hizo susurrante.

—Aquí estamos. Concluyamos nuestro negocio.

—¿Habéis traído lo pactado?

La diminuta sombra echó mano a la faltriquera que ocultaba bajo la capa y extrajo de ella el precio acordado.

—Aquí lo tenéis, podéis contarlo.

El centinela tomó en sus manos el saquito de piel, y tras sopesarlo, desató la tira de cuero que ceñía la embocadura y acercándose al fanal que tenía en la garita, contó los dineros.

—He hecho el negocio de Pedro con las cabras; si tuviera cabeza debería deshacer el trato.

—Entonces perderíais la cabeza que decís no tener. Si me falláis en esto juro que no cejaré hasta acabar con vos.

El otro pareció repensarlo.

—Bien está lo que está bien. Yo soy cabal y cuando doy mi palabra, acostumbro a cumplirla.

El enano parecía aliviado, ya que el compromiso en que le metía el otro, caso de fallar el invento, era de órdago.

La sombra más alta aguardaba aparte el fin de las negociaciones.

—Concretemos, Oleguer. Cuando volváis a entrar de guardia colocaréis en la puerta de la muralla que os corresponda un pañuelo rojo.

—Aquí lo tengo. —El centinela, del bolsillo interior de la casaca que cubría su loriga, sacó un trapo y se lo mostró a Delfín.

—Y vos antes de entrar me entregaréis la segunda parte del pago.

—Así lo acordamos y así será.

Tras estos prolegómenos, el centinela retiró la tranca de la reforzada puertecilla y se hizo a un lado para que la sombra más retirada saliera al callejón seguida de Delfín.

Barcelona era una ciudad paupérrimamente iluminada y las gentes de mal vivir aprovechaban el crepúsculo para sorprender a los incautos viandantes que osaban asomarse a las calles a aquellas horas para desvalijar sus bolsas y esquilmar sus caudales.

—Señora, en cuanto lleguemos a los arrabales pondremos en marcha mi idea.

La voz de Almodis sonó ronca tras el embozo.

—Haz lo que quieras, pero avía. Y no seas tan timorato, que las sombras no muerden.

—Ama, más vale prevenir que curar. Los cementerios están llenos de temerarios, que no de prudentes, y yo no tengo ningún interés en adelantar mi cita con la parca.

La condesa y su enano caminaban con paso acelerado procurando confundirse entre los salientes de la muralla y los soportes de los arcos de las plazas. Embozados como estaban, la desigual pareja era asimismo evitada, ya que nadie a aquellas horas inspiraba confianza.

Pronto abandonaron las cercanías del palacio; pasaron por delante de Sant Jaume y, bordeando el
Call,
llegaron al Castellnou. Al llegar a este punto, Delfín extrajo de su bolsa una carraca y comenzó a caminar delante de Almodis, haciéndola sonar. A partir de la hora de vísperas se autorizaba el desplazamiento por ciertos sectores de la urbe a todo aquel que padeciera una enfermedad infecciosa a condición que delante llevara a un criado, pariente o amigo, haciendo sonar una carraca de hueso o madera. En tales circunstancias se abría, ante los desgraciados enfermos un círculo de miedo y de aprensión de tal manera que podían atravesar las calles al igual que un cuchillo caliente se abre paso en la manteca y hasta el punto que, caso de encontrarse a la ronda de alguaciles, éstos se hacían a un lado prudentemente por miedo al contagio. La lepra o la peste causaban más espanto que las turbas moriscas que acechaban tras el Ebro. De esta guisa atravesaron la puerta.

La Venta del Cojo tenía un herrumbroso cartel de madera carcomida en el que se leía el nombre del establecimiento, alumbrado por la raquítica luz que emitía un tronado fanal. Las voces de los ruidosos parroquianos, unos ya beodos y otros a punto de estarlo, se oían desde el exterior. Un inusual escalofrío sacudió la espalda de Almodis, cosa que intuyó Delfín.

—Señora, si os da reparo lo dejamos.

—Si buscas una excusa para huir, no cuentes conmigo. Soy la misma que cortó el cuello a un pirata y tú el mismo que se ocultó en un barril de arenques, o sea que adelante y no andes con juegos, que cada uno sabemos quién es cada quien.

El enano supo que la suerte estaba echada y decidió mostrarse a la altura de las circunstancias. Empujando la batiente puerta dio un paso al frente y se introdujo, seguido de Almodis, en el figón. Al traspasar la puerta el alboroto se hizo insoportable. Las gentes alzaban la voz para entenderse e inclusive se lanzaban pullas y mofas de mesa a mesa. Algún parroquiano era disuadido del intento de agresión por la acción decidida del patrón, que no estaba dispuesto a que le arruinaran el establecimiento. La entrada de los dos embozados personajes ocasionó un momentáneo silencio que alertó al cojo, que se giró al instante. El hombre, al que su cuñada había anunciado la visita, reaccionó al punto, y presuroso y servil, se llegó a la desigual pareja.

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