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Authors: Chufo Llorens,Chufo Lloréns

Te Daré la Tierra (14 page)

BOOK: Te Daré la Tierra
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De hecho, el plan acordado ya estaba en marcha. Gilbert d'Estruc, siguiendo sus órdenes, habría comenzado a actuar, y él, ajustando fechas y contando con que a su regreso debía detenerse en Gerona con el fin de entrevistarse con su abuela para componer las disensiones que le separaban de la vieja y puntillosa condesa, iniciaría sus maniobras tan pronto como llegara a Barcelona.

14
El mercado de esclavos

Barcelona, mayo de 1052

Después de cumplir con todos los requisitos exigidos a fin de guardar su recién adquirida fortuna, Martí se dirigió al mercado de esclavos decidido a aprovechar el trayecto en compañía de su amigo judío para ir adquiriendo conocimientos sobre cómo y cuándo invertir sus dineros.

Salieron de la ciudad abandonando el
Call
por el portal de Castellnou, y después de dejar atrás la muralla dirigieron sus pasos al llano de la Boquería, atravesando un puente de madera tendido sobre la ancha riera que se anegaba cuando el agua bajaba de las montañas hasta embalsarse en el Cagalell, cuyos olores en la canícula eran insoportables. Allí era donde se desarrollaba la compra y venta de esclavos, traídos tanto desde las fronteras de la Marca cerca del gran río Ebro como de los aledaños de la playa en la falda de Montjuïc, donde, desde tiempo inmemorial, las naves que poblaban el Mare Nostrum descargaban sus mercaderías, que en muchas ocasiones se componían de carne humana recogida en todos los puertos del Mediterráneo, desde Constantinopla hasta las Columnas de Hércules.

La curiosidad de Martí era inagotable, y el judío, satisfecho del interés del joven, daba cabal respuesta a cuanto le cuestionaba.

—Veréis, no hay buenos ni malos negocios, son las personas que los regentan las que los hacen buenos o malos. Si tenéis paciencia y los ojos bien abiertos, os daréis cuenta de que existen dos maneras de mercadear: aquellas que requieren la presencia continua del amo y aquellas otras coyunturas que se presentan esporádicamente y que vuestra visión u osadía os llevarán a aprovechar.

—Decidme, Baruj, ¿por qué no hacéis los judíos los negocios que con tanto tino aconsejáis a los demás?

—La respuesta es muy fácil: porque no nos lo permite la ley. Los de mi raza únicamente pueden llevar a cabo aquellas transacciones y oficios que están estipulados. Si ya de esta manera la envidia, que es hija de la ineptitud y de la malquerencia de los mediocres, hace que cada tanto las aguas se desborden y tengamos que recluirnos en nuestros
calls,
imaginaos qué sucedería si entráramos en competencia con los cristianos. No, querido amigo, la vida es un bien demasiado hermoso para evaluarla en más o menos riquezas. Los de mi raza nos limitamos a los negocios que nos están autorizados, y esa venia nos cuesta buenos dineros.

En estos trajines andaban cuando a lo lejos apareció el arco que limitaba la puerta del mercado de esclavos. A medida que se acercaban, el asombro afloraba a los ojos del recién llegado. Jamás, ni en la más importante de las ferias de Gerona a las que había concurrido Martí, llevando la cosecha de sus tierras, había podido ver la cantidad de carros, carretas y caballerías que pululaban por los alrededores de aquel inmenso mercado. Los gritos de los carreteros abriéndose paso, las imprecaciones de los guardias, algún denuesto de los postillones o el restallar del látigo de los cómitres que iban al cargo de los carros galera, llenaban el aire. Martí se fijó en estos últimos particularmente. Tirados por troncos de cuatro acémilas avanzaban lentamente, mecidos por los desgarrados lamentos de los desdichados esclavos, que estaban sobre las inmensas plataformas, con grandes jaulas de madera de gruesos barrotes donde se hacinaban. En cada una de ellas lucían pintados los colores distintivos de los propietarios que regentaban aquellos negocios y que se correspondían con los que también ornaban los ergástulos del fondo, donde se descargaba ordenadamente la atormentada mercadería.

Más o menos en el centro del espacio se alzaba, a modo de patíbulo, una gran tarima elevada sobre unos caballetes de roble, con un faldón de verde y ajado terciopelo que circundaba su estructura y cubría sus patas. En el centro de la misma se veía un poste de hierro del que pendían multitud de argollas, y, arrancando de la parte posterior del tablazón, un pasadizo enjaretado cubierto, también de barrotes, que unía el tablado con las mazmorras. Al ver la mirada inquisidora que Martí dirigía al mástil, Baruj aclaró:

—Es para sujetar a los esclavos con cadenas. Los hay muy levantiscos. Pensad que en su tierra eran hombres libres y hasta que aceptan su nueva condición acostumbran a provocar conflictos.

Alrededor de la tarima y tras unas livianas vallas de madera se iban concentrando los postores de la subasta; en el perímetro exterior del espacio se veía alguna que otra carreta de macizas ruedas y cerrada estructura tirada por caballerías de más empaque, con las cortinillas de cuero o gruesa tela echadas porque su propietario prefería no someterse a la mirada del populacho, y alguna que otra silla de manos. Una en particular llamó la atención de Martí: era de un lujo extremado, los porteadores eran negros de grácil musculatura y grandes proporciones, y su dorada cabina tachonada de florones verdinegros tenía echadas las cortinillas.

—¿A quién pertenece ese palanquín? —indagó Martí.

—Los colores son los de los Montcusí. El patriarca Bernat es uno de los hombres más influyentes de la ciudad y, ¿por qué no decirlo?, de los más malcarados. No es un noble feudal, pertenece a la clase de los ciudadanos, pero ved si es importante que, sin ser de noble cuna, es desde hace ya tiempo uno de los consejeros preferidos del conde y el encargado de las tareas menos gratas: cuando hay que decir un no a uno de los nobles es Montcusí quien se encarga de ello. ¿Recordáis que os expliqué cuán difícil era alcanzar el título de ciudadano?

Martí iba a lo suyo.

—¿Por qué lleva las cortinillas echadas?

—Sin duda la persona desea pasar inadvertida y seguramente es una dama. Cuando una señora precisa de una esclava para su servicio particular, viene a escogerla personalmente, pero puja por medio de uno de los postores. La dama en cuestión jamás se significa ni asoma la cabeza.

—¿Todos los desgraciados que acaban de llegar van a ser subastados?

—No ahora. Los lotes que van a salir han llegado hace ya días. Los esclavos deben ser preparados y acicalados, las pieles negras untadas con betún de Judea mezclado con ungüento de palma para que brillen; los que han sufrido los rigores de la travesía y han llegado macilentos y desmedrados, deben ser recuperados y engordados en lo posible. Hay que acicalar a las muchachas: ungir sus cabellos de aceites aromáticos, abrillantarles las dentaduras con polvo de azumbre y suavizar los callos de sus pies y manos con piedra pómez. A mucho comprador bisoño le dan gato por liebre, y el aspecto es primordial, sobre todo el de las mujeres. Los mercaderes son tan avispados que son capaces de colocar a cualquier viejo lujurioso una vieja cascada como si fuera una joven virgen.

Martí no salía de su asombro.

De repente sonó un cuerno y en el fondo comenzaron a moverse los cortinajes. Los cómitres estaban con los rebenques prestos a los lados del enjaretado pasadizo. Los esclavos iban apareciendo engrilletados uno a otro con cadenas, asustados e intentando cubrirse los ojos con la mano libre para acostumbrarse al súbito resplandor del día. Primero aparecieron cinco hombres cubiertos por un escueto taparrabos anudado a la cintura; uno de los sayones fue sujetando sus cadenas al poste central en cuanto ascendió al tablado, en tanto que otro, con el mango de madera de un chuzo, les obligaba a colocarse de manera que sus cuerpos quedaran expuestos a la mirada escrutadora de la gente. Un individuo gordo vestido con una túnica que le llegaba a las corvas, provisto de unos escarpines de punta caracolada y cubierta su cabeza por un turbante en cuya parte frontal lucía un topacio amarillo de grandes proporciones, subió resoplando al estrado acompañado de un negrito ágil como un mono que portaba un azafate en el que se veía un puntero rematado en su extremo con una pluma de avestruz teñida de rojo y una bocina de latón que en uno de sus remates llevaba una embocadura para que se ajustara a los labios mientras el otro se ampliaba como una trompa.

—La subasta parece importante. De no ser así no se encargaría de ella Yuçef, que es uno de los mejores subastadores del mercado —susurró Baruj al oído del joven.

El gordo personaje tomó la bocina en su diestra y el adornado puntero en su otra mano, y acercando la boquilla a sus gruesos labios, comenzó la perorata.

—¡Nobles señores, autoridades de Barcelona, componentes del clero catedralicio, damas, si las hay, y ciudadanos en general! —Aquí la muchedumbre se calló ante los siseos de los del fondo, que no podían oír lo que anunciaba el subastador—. Hoy es día de fiesta y jolgorio. Va a comenzar la feria del mercado de esclavos que se produce una vez al mes y por cierto que en esta ocasión la mercancía es excelente; en ella encontrarán sin duda vuestras mercedes lo que necesiten. Porteadores de palanquines fuertes y resistentes como robles, tanto blancos como negros originarios de las heladas regiones del norte o de las ardientes tierras de Numidia; jardineros que sabrán cuidar vuestros huertos y jardines y que, como buenos magrebíes, son maestros en el arte de aprovechar las aguas; cocineras, muchachas aptas para cualquier servicio, niños que aprenderán fácilmente el oficio de paje, cuatro bayaderas cordobesas que podrán deleitar vuestros ratos de esparcimiento y muchas otras sorpresas. ¡Aligerad vuestras bolsas, señorías, de mancusos, dineros o sueldos sobrantes, que hay género de todos los precios asequible a cualquier escarcela!

El gordo tomó resuello y se dirigió a los cinco negros que estaban a su espalda, tal que si hubiera reparado en ellos en aquel momento.

—Ved, señores, lo que tenemos aquí. Recién llegados de Tebas, fuertes como bueyes y ya amansados por el látigo, cinco hermosos ejemplares a los que se podrá exigir cualquier trabajo por duro que sea, ya que no tienen alma; aptos para aprender cualquier oficio, frugales en cuanto a la calidad de su alimentación, aunque no así en la cantidad. —El público prorrumpió en risas ante la evidente chanza del subastador—. Comen como caballos, pero su pitanza será el sobrante de vuestras mesas; podéis comprar el lote o uno a uno, dos o tres. Claro está que su dueño hará un precio especial si se adquieren todos de una vez. El precio de la unidad comienza en dos sueldos por pieza, el lote completo sale a subasta en tres mancusos. ¡Haced vuestras ofertas, señores!

La voz, aumentada por la bocina de latón, llegaba ahora a todos los rincones del zócalo nítida y potente. Las ofertas se sucedían una tras otra y el hábil subastador se las ingeniaba para incitar el amor propio de los lidiadores a fin de aumentar las cantidades que se ofrecían.

Martí observaba curioso aquel espectáculo, tan nuevo para él. Su mirada iba del entarimado a la litera que al principio había llamado su atención, y tardó poco en darse cuenta de que la persona que se ocultaba en su interior de vez en cuando asomaba un pañuelo por debajo de la cortinilla; señal que era percibida por uno de los postores y que inmediatamente encarecía la licitación en función del color del pañuelo. La subasta fue avanzando y el cambio de mancusos, sueldos, o dineros de variado valor y origen, prosiguió. En aquel instante ascendía la escalerilla una mujer joven de facciones nobles y mirada altiva.

—Ahora tenemos a una muchacha que hará las delicias de cualquier dama. Habla latín y griego, recita bellos poemas en varios idiomas y toca diversos instrumentos. De hecho puede ser una magnífica compañía.

La puja comenzó en dos sueldos, pero subió rápidamente al haber varios licitadores interesados por la muchacha que aumentaron sus ofertas.

La persona que se ocultaba en el palanquín asomó un pañuelo verde por la escotadura de la ventanilla. El gordo iba a rematar la oferta última del hombre que obedecía las señas de la litera.

Durante la subasta, Baruj había aconsejado a Martí en varias ocasiones. Por eso le extrañó que en esta oportunidad el joven actuara sin mediar su recomendación.

La voz de Martí sonó fuerte.

—Un mancuso por la mujer.

Martí sintió las miradas de los licitadores fijas en él: el precio ofrecido era evidentemente excesivo.

Cuando Baruj escuchó la voz del joven subiendo la apuesta de la última puja observó extrañado que Martí la elevaba sin mirar al tablado, sólo pendiente de la blanca mano que asomaba por la apertura del palanquín. Tras dos pañuelos más y dos nuevas pujas, la voz de Yuçef otorgó a Martí la propiedad de la muchacha. Esta vez se abrió algo más la cortinilla, y cubriéndose un poco con ella a modo de pañuelo asomó un rostro cuyos grises ojos destilaban una tristeza infinita y que desde aquel instante iba a presidir los sueños de Martí.

—¿Qué os ha hecho pujar de esta manera? —preguntó Baruj—. La mujer no vale lo que habéis ofertado.

—Si incluyo la gloria de ver los ojos que he visto, me he quedado corto.

—¿Os referís a la dama del palanquín?

—A ella me refiero.

—Si no me equivoco, es la hijastra de Montcusí. La madre de la muchacha era viuda cuando se casó con el consejero y aportó al matrimonio una hija que es sin duda la dueña de los ojos que tanto os han impresionado —explicó sonriente el viejo judío—. Muy caro habéis pagado el gusto de observarla.

—Es muy poco dinero si consideráis que voy a casarme con ella.

—Una tarea imposible. Más de uno se ha acercado al viejo Montcusí pidiendo su mano y ha salido escaldado. Es el ojito derecho de su padrastro.

—¿Acaso la conocéis?

—La conozco bien, pese a que sale en contadas ocasiones de su casa y siempre acompañada de amas y custodiada por más de un criado.

—Ello no será obstáculo; vos os las ingeniaréis para que desaparezca este inconveniente.

—Sois tan atrevido como vuestro progenitor. Lo que pretendéis es tarea imposible.

—No diría yo tanto, contando con los amigos que he encontrado, con mi tenacidad y mi suerte.

Tras este incidente, Martí observó que los porteadores del palanquín tomaban las varas del palanquín y se ponían en marcha para abandonar el mercado. La subasta prosiguió y la voz de Yuçef resonó de nuevo limpia y vibrante, aplacando los murmullos de la multitud.

—Vamos a ver qué tenemos ahora aquí.

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