Authors: Chufo Llorens,Chufo Lloréns
El judío observó al joven con ojos escrutadores, luego las miríadas de finas arrugas de sus astutos ojos se distendieron y su boca ensayó una sonrisa.
—Me gusta la gente de vuestro talante: no sé si lo conseguiréis, pero lo que sí os auguro es que en el empeño seréis feliz.
—Jamás me han asustado los retos. Bien al contrario, me estimulan. Llevo trabajando toda la vida y no sé hacer otra cosa. La honradez, dadla por supuesta, y el tomar matrimonio es algo que tarde o temprano deberé considerar.
—El tiempo será el mejor valedor de vuestras palabras.
—Pasemos pues si os place a trazar el camino comenzando por el principio —dijo Martí en tono firme.
—Bien, vamos allá: en primer lugar debéis estableceros cuidando de aparentar la honorabilidad que requiere la consideración de vuestros vecinos, ello os ayudará a encontrar esposa. ¿Lo comprendéis?
Martí asintió con un leve movimiento de cabeza.
—Entonces hoy mismo, si os parece, os acompañaré al mercado de esclavos que se instala en el llano de la Boquería, extramuros, y escogeremos lo que más convenga para el servicio de vuestra casa, y de momento los dejaremos allí en custodia en tanto nos preocupamos de vuestro alojamiento.
—¿Esclavos decís? —Martí hizo un gesto de desagrado.
—Dará mucho más lustre a vuestro apellido tener esclavos además de siervos. Vuestros vecinos no entenderían que un hombre de rango careciera de esclavos. Además, tened por seguro que no os engañarán: uno de los principales mercaderes es pariente mío y os aconsejará un buen género. A la hora de comprar es importante tener en cuenta, amén de su utilidad, su salud y carácter y diferenciar claramente el trabajo al que deberán ser destinados.
—Bien —accedió Martí, algo a su pesar—, seguiré vuestra recomendación. En cuanto a la vivienda, ¿qué es lo que me aconsejáis?
—Hasta que encontremos lo que os conviene viviréis alquilando una mansión que cuadre a vuestras necesidades, en cuestión tan importante no conviene precipitarse. Pero no pongamos el carro delante de los bueyes y empecemos por el principio.
El judío se levantó de su asiento e indicó a Martí que lo siguiera. Martí inspeccionó el santuario de sus caudales y quedó satisfecho.
—Os doy las gracias y espero poder devolveros tanto favor algún día.
—Pues yo espero que ese día no llegue nunca.
—¿Por qué decís tal cosa? —replicó Martí, algo ofendido.
—Mala cosa es para los de mi raza tener que pedir favores a los cristianos de estos pagos.
Tolosa, diciembre de 1051
La mente de Ramón evocaría una y otra vez todo lo sucedido aquella noche como algo irreal y difícilmente repetible. Recordaba que al cabo de un tiempo unos discretos golpes en la puertecilla que daba al pasadizo de la capilla avisaron a los amantes que el tiempo se había agotado. La condesa saltó del lecho, y tomando al desgaire un ligero sobretodo se lo echó sobre los hombros para cubrir sus voluptuosas curvas. Los hechos se agolpaban en su memoria y perdía el hilo del orden cronológico de los sucesos; recordaba vagamente el bisbiseo de Almodis, y por la posición encogida de su figura supuso que hablaba con el enano. A una indicación de la condesa, él se vistió de nuevo, y, tras un prolongado beso, se arrancaron uno del otro como la piel se separa de la carne. Sus últimas palabras resonaban como un eco en su cabeza: «Mañana al mediodía Delfín os conducirá hasta mi jardín privado. Debemos aclarar muchas cosas».
El enano recorrió con seguridad el camino de vuelta, y cuando llegaron a sus habitaciones le precisó la cita del día siguiente; recordaba haberle preguntado por su señor, el conde de Tolosa. «No os preocupéis, a esa hora está tomando el baño de aguas sulfurosas que le alivia de su mal. Hasta pasadas las dos, no regresará al castillo», le respondió el hombrecillo. Luego, ya acostado en el gran lecho y en el más absoluto de los insomnios, comenzó a pergeñar un plan que de cualquier manera dependía de lo que Almodis le dijera al día siguiente, un plan que no por arriesgado resultaba menos realizable. Por lo pronto, cuando él partiera hacia Gerona para entrevistarse con su abuela, un gentilhombre de su confianza, Gilbert d'Estruc, se dirigiría a galope tendido directamente hacia Barcelona con órdenes concretas.
El amanecer le sorprendió asomado a la ventana de su cámara, plenamente convencido de que un hermoso e irrepetible sueño había iluminado su noche. Este sentimiento le persiguió hasta que, llegado el momento, Delfín vino a recogerle para conducirlo al jardín privado de la condesa. Era éste un recoleto rincón situado entre el ábside de la capilla y su salón particular, al que se accedía bien desde la misma o bien desde una pequeña y balaustrada escalera que descendía desde el primer piso. Un banco de piedra, que se alzaba entre unos arriates y bajo un frondoso magnolio, constituía, según le dijo el enano, el confesionario de su ama. El sonido de un cantarín regate de agua era el telón de fondo del confortable rincón. Discreto como una sombra desapareció Delfín, y Ramón Berenguer, conde de Barcelona, permaneció a solas, nervioso y aturdido cual soldado ante su primer combate. Cuando la condesa Almodis apareció en lo alto de la escalera sintió que los pulsos se le detenían ante la confirmación de que su sueño no era tal. Un brial violeta con las mangas abullonadas en los hombros y ceñidas a sus brazos, amarradas a su dedo corazón mediante sendas cintas y rematadas con pasamanería dorada, realzaba su egregia figura. La espléndida cabellera roja, recogida en una gruesa trenza, caía desmayada sobre su hombro derecho. Ramón creyó que una visión de otro mundo se le aparecía. Almodis llegó a su lado sonriente y segura y alargó su mano para que se la besara; luego, sin soltarse y casi sin darse cuenta, se halló a su lado sentado en el banco de piedra.
—Señora, ¿es éste un lugar seguro?
—El más seguro de palacio. Es aquí donde acostumbro a confesarme. Únicamente el abad Sant Genís acude aquí a requerimiento mío.
Almodis de la Marca era hermosa, le apasionaba la política y tenía una sola ambición: controlar su futuro destino para no incidir en situaciones que la decisión de otros le habían hecho padecer. Ella, tras un instante que a Ramón le pareció una eternidad, tomó la palabra.
—Sé que sabéis tan bien como yo por qué estamos aquí.
—Señora...
—No habléis todavía, conde, dejad que lo haga yo.
Ramón, tembloroso, tomó ambas manos de Almodis y aguardó.
—Lo que ayer nos sucedió es cosa de textos antiguos y hasta hoy, creí siempre que historias de trovadores y cantares de poetas. Estoy cierta de que vos sentís lo mismo; no me preguntéis cómo lo sé, pero desde el momento en que atravesasteis la puerta del salón del trono ayer por la mañana supe que contra esto no se puede luchar. Si es un corazón el que aloja este sentimiento todavía cabe el resistirse, pero si ambos coinciden, entonces el destino es el que dicta la última palabra. Nunca conocí la felicidad, pero no es ésta la causa de mi desasosiego: soy una mujer adulta y hasta ayer no había invadido mi corazón sentimiento semejante. Fui casada una vez y mi matrimonio fue anulado, otra fui repudiada y nada causó en mi alma angustia semejante a la que he sentido esta noche. Mi vida, conde, carece de sentido si no albergo la esperanza de veros de vez en cuando.
Ramón Berenguer creía que de un momento a otro se despertaría de aquel hermoso sueño y la realidad sería muy otra; ni a respirar se atrevía por miedo a romper aquel sortilegio. Al ver que ella había interrumpido su discurso se atrevió a hablar.
—Creedme si os digo que mi espíritu no flaqueó ni cuando, aún muy joven, entré en liza contra el moro. Tampoco yo he conocido el amor hasta ayer y, como a vos, también a mí me han casado dos veces. Era apenas púber cuando, al quedar huérfano y por conveniencias de Estado, mi abuela y regente del condado, Ermesenda de Carcasona, me buscó esposa entre las mujeres nobles de Barcelona. No conocí el amor y en mi inocencia creí que aquel sentimiento, mezcla de gratitud y de afecto, lo era. Elisabet me dio hijos y hace dos años me dejó. Todos insistieron en la conveniencia de casar de nuevo y otra vez fue mi abuela la que arregló el matrimonio: la elegida fue esta vez Blanca de Ampurias, y hasta el día de hoy me era indiferente seguir viudo o tomar esposa. Como podéis ver, al igual que vos, hasta ahora no he podido escoger a voluntad a la persona con quien deseo compartir mi vida.
—El sentimiento que ha nacido súbitamente entre nosotros es algo tan avasallador e imprevisible que a partir de este momento mi vida, si no es con vos, carecerá de sentido y será un tormento insufrible.
—Pienso igual que vos, conde, y estaría dispuesta a todo con tal de amanecer cada día a vuestro lado. Pero pensad en lo que está en juego, no me perdonaría que por mi culpa perdierais vuestro condado y tal vez la vida. Nos separa un juramento sagrado, el enfrentamiento de dos naciones y el ejemplo que daremos a nuestros súbditos.
—Os lo repito, señora, mi vida carece de valor si no es para vivirla junto a vos.
Un breve silencio se estableció entre ambos. Luego, de nuevo, habló Almodis.
—Me conformaría con saber de vos de vez en cuando y asimismo, de tiempo en tiempo, compartir unas jornadas a vuestro lado en cualquier refugio de algún vasallo que nos brindara la hospitalidad de su castillo, con la excusa de una cacería o de un torneo.
Ramón Berenguer se engalló.
—Tal vez vos os conformarais, yo no. Soy el conde de Barcelona. ¡Voto al diablo que nunca más nadie tomará decisiones por mí! Venceré, si el premio sois vos, cualquier obstáculo que se interponga en mi felicidad. Os he conocido, Dios os ha puesto en mi camino, y no he de renunciar a vos de ninguna manera.
—Me duele, señor, haber hablado. Es todo tan tremendamente difícil que no se me alcanza la manera de salvar tanto escollo. Estoy casada, he tenido hijos, la Iglesia de Roma no anulará mi matrimonio, Tolosa se opondrá y nuestras vidas serán un infierno.
—Señora, si vos me dais ánimo, sabré vencer todas las dificultades que surjan. Partiré, pero pronto tendréis noticias mías; repudiaré a mi esposa, prepararé vuestro rapto y os llevaré conmigo a Barcelona, pese a quien pese, y cuando os tenga allí nada ni nadie se atreverá a intentar ni tan siquiera rozar la orla de vuestra saya.
En contra de su voluntad, y a pesar de que su deseo era continuar, Ramón Berenguer se detuvo en Perpiñán por indicación de su senescal, Gualbert Amat, ya que la tropa, tras la dura jornada, estaba extenuada e inquieta. El conde de la zona, Bertrand de Saint-Rémy, era deudo de la casa de Barcelona y, aunque partidario de la condesa Ermesenda, cuya amistad le convenía en grado sumo dada la vecindad de ambos territorios, su jurisdicción había caído en manos del conde de Barcelona en el reparto que éste hizo con su abuela de los territorios.
El grupo fue atendido como era de ley por los moradores del castillo de Perpiñán. Después de las consabidas muestras de respeto y tras atender las necesidades de la embajada, el conde de Barcelona se retiró a sus habitaciones sin entretenerse en cortesías, ya que su espíritu le exigía soledad para poder poner en orden sus pensamientos.
El tiempo transcurría lento y espeso como aceite de candil, y por la noche el conde se dedicó a observar la blanca luna, testigo de los enamorados, tras los merlones de la amurallada fortaleza y a imaginar que, a la vez y desde la lejana Tolosa, Almodis compartía con él la misma visión. Cuando ya de madrugada se retiró a su alojamiento, combatió su insomnio pensando en las vicisitudes de su existencia e hizo planes para el futuro, decidido a que, a partir de aquel instante, ni su abuela Ermesenda ni ninguna otra persona interfiriesen en su vida.
Su mente iba anotando recuerdos y repasando los hechos.
El año anterior había firmado dos paces de gran calado para el futuro del condado y de gran trascendencia para su futuro personal. Los interminables enfrentamientos con su vecino del Penedès, el conde Mir Geribert, habían dado paso a un punto de entendimiento en el que ambos habían cedido en sus pretensiones y que por el momento garantizaban una tregua que le permitiría dedicar sus afanes a empresas de más alta consideración para el condado, así como afianzar en grado sumo la seguridad de la ciudad, ya que en un tiempo, el presuntuoso conde, que se había apropiado de la herencia de su hermano Sanç, había llegado a dominar dos de las torres de la muralla. Las causas de sus conflictos venían de muy lejos; muchos de ellos habían sido heredados de anteriores pleitos con su padre Berenguer Ramón el Jorobado, al que no había conocido, y que a la muerte de éste se habían mantenido con su abuela Ermesenda, enfrentada al joven conde del Penedès. Los motivos de sus diferencias eran variados: unos de gran calado político, ya que su vecino había tenido la osadía de proclamarse príncipe de Olèrdola en detrimento de la autoridad condal, y otros fomentados por la tozudez de su abuela, que se negaba a abdicar de la
potestas
[10]
que le era debida por defunción de su esposo, Ramón Borrell. Aunque no cabía duda de que lo había hecho por defender los derechos de Ramón y de sus hermanos, éste entendía que estas cuestiones eran de otros tiempos y que en el siglo XI este asunto, más bien de amor propio que de otra cosa, podía resolverse con un tratado de
convenientia
mucho más grato a los ojos de la levantisca nobleza feudal.
Las vicisitudes por las que había transcurrido su existencia habían sido muchas, y ello hacía que en ocasiones se sintiera mucho más viejo de lo que correspondía a su edad. Aún púber, su abuela Ermesenda de Carcasona lo había casado con Elisabet de Barcelona, que con el tiempo le había dado tres hijos de los que a su muerte le sobrevivió uno, Pedro Ramón. La primera sólo le había dado satisfacciones; no así el segundo, cuyo carácter áspero y violento le había creado ya de niño un sinfín de contrariedades. Al enviudar, lamentó la muerte de su esposa. Aunque no la había amado, ella fue una buena y leal compañera que le secundó sin desfallecer en cualquier empresa y que pasó a su lado, sin amedrentarse, incontables angustias y peripecias en las que no dudó en arriesgar su vida. Por ejemplo, en la noche en que el palacio condal fue apedreado por la sedición del vizconde Eudald II y el obispo Gilabert, parientes del señor del Penedès, una sedición promovida por éste y que fue abortada gracias a la intervención de los ciudadanos, que apoyaron a su conde y restablecieron su autoridad. Para asegurar la paz de Barcelona hubo que pagar una gabela importante, aunque no le importó en demasía. A la muerte de Elisabet, hacía ya dos años, su abuela quiso poner a su lado, era de suponer que con el fin de controlarlo, a una mujer de su confianza, Blanca de Ampurias, algún año mayor que él. Recordaba la fecha perfectamente: el 16 de marzo de 1051. El enlace se llevó a cabo en el monasterio de Sant Cugat, uno de los lugares predilectos de Ermesenda; pero eso fue antes de que la Providencia pusiera en su camino a aquel ángel al que no estaba dispuesto a renunciar.