Te Daré la Tierra (53 page)

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Authors: Chufo Llorens,Chufo Lloréns

BOOK: Te Daré la Tierra
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El físico negó con la cabeza, indicando que no había nada que hacer, excepto rezar por ella.

La voz de Bernat sonó destemplada.

—¿Para qué estáis aquí? ¡Haced algo, por Dios!

—Sólo soy un humilde físico judío —replicó Halevi.

Montcusí iba a decir algo cuando la voz y el tono de Llobet le contuvieron. El arcediano clavó sus ojos en el rostro del intendente.

—No oséis hablar de Dios. A veces nos llama de repente y entonces empieza un tiempo que dura eternamente. Las llamas del infierno no distinguen al rico del pobre. Recordad que cuando acaba la partida, el peón y el rey van a parar a la misma caja.

El consejero aguantó un instante la ígnea mirada del sacerdote y luego giró la cabeza.

Durante este tiempo Martí había permanecido junto a Laia, ajeno a todo lo que no fuera su agotado rostro que parecía haber recuperado la paz. Súbitamente, los ojos de la joven volvieron a abrirse y su boca musitó:

—No quiero partir sin pediros perdón... por el inmenso daño que os he causado... A vos... A Aixa... Si me habéis perdonado, besadme... sólo quiero llevar, para el camino, este equipaje.

Entonces Martí, con los ojos arrasados en lágrimas, se inclino y posó los labios sobre los de la muchacha. Una sonrisa plácida apareció en su rostro y su vida se apagó como la llama de una vela.

CUARTA PARTE
Luces y sombras
70
Malos augurios

Barcelona, principios de 1057

Delfín jamás imaginó que la vida en palacio fuera tan difícil. Las facciones estaban definidas. De parte de la condesa Almodis se hallaban Lionor y Delfín, que la habían acompañado desde Tolosa; doña Brígida, doña Bárbara y el aya Hilda, que le habían sido asignadas desde el primer momento por su esposo; el grupo de fieles caballeros que la habían sacado del castillo de Tolosa; su confesor Eudald Llobet; y los cortesanos ocasionales que, dispuestos a recabar favores, se arriman invariablemente a aquellos que ostentan el poder por adquirir ventajas y medrar a costa de vender su fidelidad al mejor postor. De la otra: las casas de Barcelona afectas a la difunta condesa Elisabet, los allegados a la repudiada Blanca de Ampurias; aquellos que habían apostado, a beneficio lejano, halagando al futuro heredero, el primogénito del conde, Pedro Ramón, individuo de carácter errático y levantisco que no se preocupaba de ocultar su antipatía a la que era consorte de su padre. Los incidentes eran continuos y los motivos nimios, ya fuera la posesión de un caballo, el motivo de un regalo a un noble allegado, el orden de protocolo en un mero pergamino..., lo que obligaba al conde a mediar entre la exigencia de su hijo y la pretensión de la condesa, viendo menoscabada su autoridad en un difícil y funambulesco equilibrio.

Dichas circunstancias habían hecho que el enano hubiera adquirido la cualidad de hacerse transparente y, de no estar a solas con su ama, procuraba pasar inadvertido. Por ello al intuir, más que oír los pasos del conde en el pasillo, se excusó al punto.

—Ama, si no me necesitáis, voy a dar de comer a las palomas.

—¿Qué mosca te ha picado, Delfín? Te conozco bien y mal puedes engañarme. ¿Por qué no me lees el final de la historia que comenzaste ayer?

—Señora, el conde está a punto de llegar.

Aunque Almodis estaba habituada a las habilidades de su bufón no por ello dejaba de admirarse cada vez que éste presentía algo.

—No entiendo cómo lo consigues, yo no he oído nada.

—Será que sus orejas están más cerca del suelo, señora.

El jocoso comentario fue de Lionor, que en una pequeña rueca y junto a Bárbara, estaba devanando un ovillo de lana sin cardar.

En aquel instante ya las voces se dejaban oír en el pasillo.

Sin anuncio previo alguno, la puerta se abrió y la imponente presencia de Ramón Berenguer I apareció en las habitaciones privadas de la condesa. Ésta, apartando el cañamazo en el que estaba trabajando, ordenó a sus íntimos:

—Dejadnos solos.

Lionor, Bárbara y Delfín se pusieron en pie, recogieron sus cosas y sin decir nada salieron de la estancia.

Ramón continuaba loco por su mujer. A pesar del tiempo transcurrido su pasión permanecía incólume como el primer día. En esos cinco años de unión le había dado dos hijos gemelos y dos niñas, a las que bautizaron con los nombres de Inés y Sancha, y le habían enseñado la perfección del amor.

El conde, tras besarla en la frente, se instaló en el escabel al lado del sitial de su mujer.

—Almodis, he de hablaros.

—Yo también quería hacerlo, y en privado. Pensaba hacerlo esta noche, pero os habéis adelantado y deseo aprovechar la circunstancia.

—Entonces decid, os escucho.

—No, no, hacedlo vos en primer lugar. Vuestro asunto será sin duda más importante.

—Necesito que estéis tranquila —dijo Ramón—. Si algo os incomoda no me siento a gusto. Comenzad.

Almodis ahogó un suspiro e inició su relato.

—Veréis, Ramón. No quisiera enojaros y sabéis que procuro siempre soslayar las circunstancias que os perturban: cargáis sobre vuestros hombros todos los problemas del condado, que no son pocos, más las complicaciones que crea, siempre que puede, vuestra señora abuela Ermesenda. Estáis casi siempre fuera de Barcelona, si no es en campaña es arreglando algún asunto ligado a las fronteras, buscando alianzas o poniendo paz entre deudos que siempre pretenden prosperar a costa de vuestra hidalguía. Cuando regresáis, nada me complace más que constituirme en vuestro reposo evitando todo aquello que está en mi mano obviaros. Pero hay cosas que no puedo permitir, ya que de hacerlo serían en desdoro de la esposa del conde de Barcelona y, por ende, del conde.

—Almodis, os conozco bien. Dejaos de circunloquios y decidme lo que os turba.

—Sabe Dios que no es por mí. Ya me he acostumbrado a sus impertinencias y debo deciros que no me afectan; más os diré, cuando las insolencias son en privado, estoy tan hecha a ellas que ni las oigo, pero cuando está presente algún noble y ante él se me falta al respeto que se debe a la condesa de Barcelona, entonces me hierve la sangre y temo que un día ocurra algo irremediable.

—¿Qué ha hecho en esta ocasión Pedro Ramón? Porque de él se trata si no me equivoco —dijo Ramón, con semblante hosco.

—Ciertamente, y en esta ocasión estaba delante don Eudald Llobet, que es hombre, como sabéis, incapaz de mentir. Se me faltó al respeto ante una comisión de ciudadanos de Barcelona que presidía en vuestro nombre.

—¿Queréis hacerme la merced de hablar claro?

—Veréis, conde. El sábado pasado, tras la misa en mi capilla, abrí sesión del consejo, como tantas otras veces, presidiendo en vuestro nombre el tribunal. Cuando de pleitos civiles se trata, la audiencia es pública; de esta manera los ciudadanos se enteran del modo de impartir justicia de su condesa siempre asesorada por expertos en los
Usatges
y por el atinado consejo del notario mayor Guillem de Valderribes y, en esta ocasión, como se trataba de una disputa por unos lindes de tierras entre un párroco y un ciudadano, también asistía el obispo Odó de Montcada. Como sabéis muy bien la tarima en la que se sitúa el tribunal está al fondo del salón y el público se coloca en dos largas hileras a lo largo del mismo.

—¿Y bien?

—Iba para mediado el juicio cuando el párroco hizo una acusación indigna que nada tenía que ver con lo que allí se estaba litigando y que atañía al honor de la persona y no al asunto que nos ocupaba, que se decantaba a favor del ciudadano. El público se hallaba expectante y vuestro obispo, como es natural, intentaba defender la parcela de la Iglesia adoptando una postura tendenciosa y parcial. Entonces, ante una actitud tan peregrina no pude por menos que argumentar que todo aquello me parecía una farsa y literalmente dije que: «Pondría la mano en el fuego por aquel hombre».

—No debíais haberos decantado, Almodis, vos únicamente presidís el consejo.

—Lo hice para contrarrestar la argumentación del obispo, que se inclinaba claramente por el clérigo.

—Bien, concedamos a vuestra actitud el beneficio de la duda. Sin embargo no veo ofensa —dijo Ramón en tono conciliador.

—Dejadme terminar. Cuando dije lo de «la mano en el fuego», se hizo el silencio y entonces una voz entre los presentes sonó alta y clara: «Que alguien traiga ungüento amarillo», dijo, aludiendo a que me iba a quemar y que mentía para favorecer a aquel hombre. Las risas contenidas fueron el colofón de la mañana. Como comprenderéis, si para atacar a mi persona debo consentir que se haga mofa de las instituciones más respetables sólo porque el que comete estos desafueros es el hijo mayor de mi marido, intuyo que el prestigio del condado se arrastrará por el fango. No he de aclararos que la voz era la de Pedro Ramón, ¿quién otro hubiera osado?

Un tenso silencio se hizo entre los esposos.

—Hablaré con él.

—Estáis hablando con él desde que llegué, y como únicamente habláis, sus ofensas son cada día más osadas y más frecuentes —arguyo Almodis, impaciente.

—¿Qué es lo que queréis? ¿Que lo envíe a prisión? —preguntó Ramón, levantando la voz.

—En absoluto, pero que no solamente sean palabras. Imagino que el conde de Barcelona tendrá otros medios para contener la insubordinación dentro de palacio.

El conde suspiró.

—Tened paciencia, son cosas de su carácter. De niño ya era rebelde.

—Vos se lo permitisteis, y no olvidéis que lo que en un niño es rebeldía al crecer es subversión. Pedro Ramón es ya un joven, y si no lo atajáis, día vendrá en el que os disputará el trono de Barcelona.

—Lo tendré en cuenta, Almodis. Volveré a reconvenirle, dadme un plazo.

—Que así sea, pero sabed que es la última vez que entro en pleitos con vuestro primogénito defendiendo vuestro nombre; si estáis dispuesto a que os denigre, adelante, pero que se cuide muy mucho de ofenderme a mí: ni es mi hijo, ni estoy dispuesta a tolerarlo... —La condesa adoptó un tono de leve amenaza—. Y no quisiera que llegara el día en que os vierais obligado a escoger entre él y yo.

—Lo tendré en cuenta y creedme si os digo que tomaré las medidas pertinentes.

—Espero que así sea —cedió Almodis, no demasiado convencida.

Los esposos hicieron una pausa. El conde adoraba a su mujer: a su lado se había realizado como hombre, y su empuje y sus recomendaciones habían sido importantísimos para Barcelona. En cuanto a Almodis, tras sus fracasados matrimonios, era ésta la primera vez que ocupaba el lugar preeminente con el que siempre había soñado.

—Decidme pues, Ramón, lo que os ha traído en esta ocasión a mi lado.

—Necesito vuestro consejo y colaboración.

—Siempre lo habéis tenido y siempre lo tendréis.

—Atended. Ya sabéis que el condado, a través de sus mercaderes, tiene ojos y oídos en todos los reinos de Hispania. Nuestros comerciantes son respetados aun en guerra, pues comprar y vender son las venas por donde circula la sangre del comercio y si se detuviera, el cuerpo social fallecería de inanición.

—No os comprendo.

—Es muy fácil. Podemos estar luchando en las fronteras con el moro y sin embargo el flujo de mercancías continúa.

—¿Y bien?

—Me han llegado nuevas desde Sevilla, nuevas que demandan mi ayuda para una empresa del rey al-Mutamid.

—¿Qué ayuda es ésa, contra quién y con quién?

—Aún no os puedo adelantar nada, pues lo desconozco. Sólo quiero deciros que dentro de poco más de un mes, habréis de recibir en palacio a su embajador Abu Bakr ibn Animar, que los castellanos llaman Abenamar. Quiero que, pese a venir de la corte, más fastuosa, de Sevilla, se admire del esplendor de la casa condal de Barcelona y de la riqueza de la ciudad, de manera que entienda que viene a tratar con un igual.

—Dejadlo a mi cuidado, Ramón. De siempre las casas de allende los Pirineos hemos aventajado de largo en cuanto a festejos, trovadores y justas se refiere a los condados catalanes. Vuestro refinado embajador regresará a Sevilla y relatará a su rey cómo ha sido homenajeado en Barcelona. Ni en el mayor esplendor de la corte de Carlomagno se habrá conocido festejo semejante. Luego, cuando lo tengáis entregado, exigidle por vuestra amistad y vuestra alianza lo que queráis: os lo va a dar con seguridad.

71
Verdades y mentiras

Desde la muerte de Laia, acontecida un año antes, el ánimo de Eudald Llobet andaba alterado. Daba largos paseos por el claustro de la Pia Almoina sin encontrar solución a las numerosas preguntas que lo acometían. La resignación cristiana y la humildad que predicaban sus creencias le aconsejaban ser prudente, pero las dudas que asaltaron a su conciencia aquella trágica noche se habían ido transformando durante ese tiempo en terribles sospechas, que no podía compartir con nadie. Los ojos de Montcusí, las palabras entrecortadas de Laia, la historia del supuesto noble que había desflorado a la muchacha... Los interrogantes eran muchos y el canónigo ansiaba saber la verdad.

Buen conocedor de la mente humana, Eudald aprovechó que en esas fechas se cumplía un año de la muerte de la joven para afrontar el problema y dirigirse a la suntuosa residencia de Montcusí. Estaba seguro de que ese aniversario también se habría cobrado su precio en el ánimo del consejero y se dijo que tal vez lo hallaría dispuesto a confesar la verdad.

El buen sacerdote gozaba de libertad en cuanto a las salidas de su alojamiento, pues era público y notorio que sus obligaciones respecto a la condesa ocupaban buena parte de su tiempo. Decidió ir caminando para tener ocasión de poner orden en sus pensamientos. La dificultad consistía en que, al ser una figura harto conocida en la ciudad, era común que las mujeres se precipitaran a su paso a besar su mano.

Pasó por delante del hospital de En Guitart y rápidamente llegó al Castellvell. A su llegada a la mansión de Montcusí tuvo que ceder el paso a un carruaje que, tirado por cuatro acémilas, con las cortinillas bajadas y custodiado por seis hombres, salía en aquel mismo instante y, por cierto a toda prisa, del patio de armas de la residencia de Montcusí. Hasta tal punto que, pese a los gritos del auriga y el fuerte tirón de riendas, el buje de su rueda derecha golpeó con fuerza el poyo que sostenía el arco de la entrada. Pasado el carruaje, Eudald se introdujo en el recinto.

Sin dar tiempo al centinela a que diera el aviso, el portero le salió a su encuentro. La figura del eclesiástico era harto conocida en aquella casa.

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