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Authors: Chufo Llorens,Chufo Lloréns

Te Daré la Tierra (49 page)

BOOK: Te Daré la Tierra
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—Nada tenéis que agradecerme, ojalá que así sea.

Tras la larga perorata, ambos hombres hicieron un receso y en el alma de Martí se abrió la verdadera puerta que había sido el botafuego que subyacía a su visita.

—Y ahora, por favor, contadme qué sucede con Laia.

Al sacerdote le extrañó la manera con la que Martí abordaba el espinoso asunto.

—Enseguida, pero antes decidme qué es lo que os impele a aseverar que soy yo la persona y no su padrastro el que os ha de poner al corriente del asunto.

—Todo mi viaje ha estado presidido por la imagen de Laia y ya no soy un muchacho. Si quiero triunfar en esta ciudad os puedo asegurar que no es por hacerme rico. El motivo que me impele a ser ciudadano de Barcelona ya lo conocéis, de manera que lo primero que he hecho apenas puestos mis pies en la arena de la playa y después de ir a mi casa a cambiarme de ropa, ha sido dirigirme a Montcusí.

—Y ¿qué es lo que os ha dicho?

—No he podido verle. Un mayordomo ha hablado en su nombre y me ha comunicado que el consejero no estaría en la ciudad durante un tiempo indeterminado pero que había dejado recado de que si me presentaba me remitieran a vos, y aquí estoy.

El padre Llobet, a quien Bernat había puesto al tanto del asunto de la misiva, meditó sus palabras con infinito cuidado antes de exponer ante Martí la cruda realidad.

—Ciertamente —suspiró el buen anciano—, de alguna manera he sido designado para hablar con vos, Martí, pero antes debo pediros que me pongáis al corriente de la carta que se os remitió. Debo saber si la recibisteis, ya que los envíos de misivas en estos tiempos son azarosos.

Martí echó mano a su faltriquera y, extrayendo de ella la ajada misiva, la entregó al eclesiástico.

—La he recibido, como podéis ver. Leedla y luego os transmitiré mis impresiones.

El religioso leyó detenidamente el ajado pergamino y antes de emitir su opinión requirió la de Martí.

—¿Qué es lo que colegís?

Martí tenía sobradamente ensayado su discurso: lo había meditado una y otra vez a lo largo de su viaje de regreso.

—Mi cabeza le ha dado muchas vueltas... Intuyo que tras las líneas se oculta algo que no sé bien lo que es, pero sí que existe.

—Decidme qué es lo que creéis ver.

—Observad: en primer lugar la tinta que siempre había empleado Laia era de color verde y en esta ocasión es negra; en segundo lugar el papiro no está impregnado de agua de rosas como todos los demás y no se debe al tiempo transcurrido, ya que las anteriores cartas aún mantienen el perfume, de lo cual infiero que en esta ocasión o no quiso o no pudo ponerlo y finalmente observad que siendo como es firme y devota cristiana, no inicia como solía el escrito con una pequeña cruz. Creedme, Eudald, Laia ha querido decirme algo que no sé ver entre líneas.

El canónigo observó con detenimiento las indicaciones de Martí y luego habló.

—No os he de ocultar que he hablado con Montcusí. Sin embargo, mi larga experiencia de rata de biblioteca harta de manejar documentos y códices antiguos me indica algo que, cuando os relate el mensaje que me ha sido confiado, tal vez os abra los ojos a otra realidad.

—Decidme lo que veis y lo que adivináis.

—En el cambio de tinta intuyo que Laia quiere revelaros que su mensaje según como se mire tiene dos direcciones, la que os indica y otra que subyace escondida: creo que se refiere a cómo ve ella el futuro, antes verde, color de esperanza, y ahora negro. Esta última expresión va unida a la ausencia de la cruz en el encabezamiento. Quiere con ello indicar que las circunstancias la han colocado fuera de la Iglesia. —Con un gesto acalló la protesta que Martí tenía en sus labios—. Y, por último, la falta de perfume quiere apuntaros que el tiempo borra las cosas y que la olvidéis porque no puede corresponderos.

—No os entiendo —dijo Martí con un tono de ira contenida—. ¿Cómo sugerís que una criatura que es todo inocencia y bondad puede estar fuera de la madre Iglesia?

Llobet sabía que debía andar con pies de plomo al ser consciente de lo peliagudo de su misión. Durante muchos días había pensado en el problema y en la mejor manera de enfrentarse a él. En ese momento decidió no decir nada de la criatura. Tiempo habría, si finalmente el consejero decidía adoptarla.

—Va a hacer casi dos años que partisteis y en este tiempo las frutas de los campos han madurado dos veces y los pétalos de las rosas han caído y han vuelto a nacer. Vos dejasteis una niña y os encontráis con que la floración la ha hecho mujer.

—Os ruego que no andéis con subterfugios y me habléis con claridad.

—A ello voy, pero antes decidme, ¿desposaríais a Laia en cualquier situación?

—Mañana mismo si ella me acepta —replicó Martí, con las mejillas rojas de emoción.

—Entonces, atended. Ha ocurrido algo imprevisible y a la vez descorazonador que habla mal de la entraña de la naturaleza humana.

Martí, sentado en el borde del sitial, bebía las palabras del canónigo.

—Un hombre casado, y don Bernat intuye que importante, tal vez el hijo de un noble, desfloró a vuestra Laia. Su padrastro me dice que la muchacha se niega a dar su nombre. En su carta os dice, u os quiere decir, que todavía os ama, ya que es consciente de que erró al dar pie a que esto ocurriera, y que no es digna de vuestro amor, de ahí el cambio de color; y os ruega que os apartéis de ella pues se considera indigna de vos y una vil pecadora: de ahí que no haya iniciado el escrito con el signo de la cruz. Don Bernat os ofrece la mano de su hija, cree que sois un joven de porvenir. Ni le pasa por las mientes buscar un pretendiente entre la nobleza: las explicaciones sobre la perdida virginidad de su hijastra serían prolijas y complicadas.

Martí estaba demudado. Un sudor helado descendía por su espalda y un nudo en la garganta le impedía pronunciar palabra alguna. Luego, con una voz ronca que le salía del fondo de las entrañas, lentamente dictó su veredicto.

—Amo a Laia. Es el ser más dulce y limpio que he conocido. El amor se debe medir en la turbación y en la desgracia. Si ella me quiere, y aunque haya errado, desde luego que la desposaré.

Eudald Llobet añadió:

—No esperaba menos del hijo de vuestro padre. Vuestra decisión os honra. No os lo he dicho antes por no ofenderos al pensar que quería compraros: Montcusí tiene la intención de interceder ante los condes para que os declaren ciudadano de Barcelona.

—En estos instantes, lo que menos me importa es el título que quieran otorgarme los hombres. Si no aquí, a lo ancho y largo del mundo, encontraré un hogar para Laia y para mí. Decid al consejero que acepto su trato.

65
Sallent

Laia era una sombra. Pasaba los días ensimismada sin llegar a comprender el rigor de la desgracia que había caído sobre ella. Su cabeza iba y venía cual péndulo. Era consciente de que su mente se encerraba en un cascarón y se ausentaba al punto que en ocasiones ni respondía a quien le hablaba. A pesar de su juventud, aún no había cumplido los diecisiete, su memoria sufría lagunas insondables. En el recinto corría el rumor de que la había asaltado el mismo mal que había llevado a la tumba a su madre.

Había llegado a Sallent desde Barcelona, en la carreta de viaje de Montcusí, escoltada por una pequeña guardia, un físico, una partera y la dueña. Edelmunda le comunicó que había recibido órdenes de que permaneciera encerrada en tanto su vientre estuviera ocupado, pues nadie debía enterarse de su preñez. Le prepararon en unas dependencias con salida a un patio de altos muros, rodeado en su interior por jardineras con plantas, flores y arbustos a fin de que entretuviera sus ocios. Allí, sin poder ver a nadie que no fuera el físico, consumía sus horas creyendo volverse loca, hasta que le llegó el momento de romper aguas y parir. El trance duró casi dos días y en la nebulosa del momento, entre intensos dolores y la semiinconsciencia a la que la sumieron, le pareció ver, a los pies de su lecho, al consejero, hablando con el físico y señalando al bulto que yacía en el moisés. Luego recordaba haber oído un portazo y el silencio más absoluto. Mas cuando despertó del todo, el hombre ya no estaba allí. Inmediatamente, el físico le suministró un brebaje hecho de plantas coladas en un tamiz que impidió que le subiera la leche, y a los tres días la partera la fajó con fuerza a fin de que recobrara su figura anterior en el menor tiempo posible. Dos mujeres del pueblo recién paridas se turnaban para amamantar a la criatura. Al principio ni quiso verla ni le interesó saber cuál era su sexo. Bien es verdad que a su alrededor se levantó un muro de silencio y nadie le hablaba del neonato. Finalmente, la curiosidad la venció y cuando se dirigió al cuarto donde su retoño dormía en su moisés, presa de un tropel de sentimientos encontrados, vio con horror que el niño, pues era un varón, carecía de brazos, y de alguna manera se sintió culpable: concluyó que era el castigo que merecía por haber nacido fruto de su horrible pecado y que lo iba a tener ante sus ojos toda la vida. Aquel trozo de carne había salido de sus entrañas y ninguna culpa tenía de su origen para haber nacido deformado. Sin embargo, su mera presencia le recordaba sufrimientos terribles y situaciones repugnantes. Entonces un odio al rojo vivo le roía las entrañas y venían a su cabeza pensamientos fúnebres al respecto de la criatura, que no hizo falta que cristalizaran, pues al cabo de dos semanas el niño dejó de respirar. Nada sintió en su interior, ni pena ni quebranto, pero en su deteriorada mente se rompió otra cuerda y un pensamiento comenzó a atormentarla: estaba convencida de que nunca volvería a engendrar un hijo.

Su mente iba y venía, y en los momentos de lucidez sentía como si le hubieran clavado la hoja de una daga en las entrañas. Durante las noches se levantaba y recorría el patio vistiendo una camisa de dormir blanca y con la cabellera suelta al viento, con la consiguiente alarma de los centinelas bregados en mil batallas a los que, sin embargo, aterraba aquella sombra fantasmagórica. Lo que no había conseguido el moro en la frontera, lo lograba la superstición, y las leyendas de aquel espectro que durante las noches deambulaba por la masía hasta la madrugada crecían sin medida entre los componentes de los guardianes.

Cuando la dejaron salir de las dependencias, Laia aprovechaba el crepúsculo para zafarse de Edelmunda, su carcelera, ya que durante el día ésta no la dejaba ni a sol ni a sombra. Acostumbraba a instalarse entre dos merlones del muro que miraban a poniente y desde allí su imaginación se desbocaba. Pensaba en su bien amado y se laceraba sabiendo que la habían obligado a renunciar a su amor y que tal vez jamás volviera a verle.

Su relación con Edelmunda había cambiado. Comenzaba a sospechar que Aixa había muerto y por tanto nada podría empeorar las cosas. Y, como su destino la traía sin cuidado, trataba a la arpía con un supino desprecio.

—Señora, haced la merced de prepararos. Vuestro padre ha enviado un mensajero anunciando que llegará esta tarde.

Laia palideció. Desde la noche del parto no había vuelto a ver a Bernat.

—No voy a engalanarme ni por tu amo ni por nadie. Y ahora déjame en paz.

La dueña se retiró mascullando por lo bajo y murmurando palabras que tenían que ver con su locura.

Laia se quedó pensativa. ¿Qué querría aquel miserable? ¿Qué otras argucias emplearía su calenturienta mente para someterla ahora? Aún no había cumplido la cuarentena, aquel pequeño monstruo al que ni quiso ni repudió había muerto y sería horrible que su padrastro la requiriera de nuevo. En sus momentos de lucidez pensaba que ni el amor por su esclava, por el que tan caro precio había pagado, le impediría acabar con su vida. No creía poder aguantar por más tiempo aquella situación infamante.

Ya por la tarde se anunció la llegada del señor de la casa. Al cabo de un buen rato Laia fue reclamada. La muchacha, sin el menor asomo de afeites ni de componendas, con los revueltos cabellos en un supino y enmarañado desorden, vistiendo una bata ceñida a la cintura y calzando sus pies con unas babuchas árabes, acudió a la presencia de Bernat Montcusí. Éste parecía serio y cariacontecido; el aspecto de su pupila contribuyó a reafirmar su decisión. La avaricia y su codicia desmedida se habían impuesto a la lujuria que otrora despertara en él aquella desgreñada criatura. Sin embargo, el ramalazo de locura que reflejaban los ojos grises de la mujer le atemorizaba.

Laia avanzó a través de la veteada tablazón del suelo con la mirada retadora clavada en su padrastro y se quedó en pie sin sentir en su interior aquel temor reverencial que antes le inspirara la presencia de aquel desalmado.

—Siéntate. Soy portador de nuevas que te atañen.

La muchacha se instaló frente al hombre sin decir palabra.

—Veamos, me han dicho que no has dado ninguna muestra de dolor por la muerte de nuestro hijo.

La muchacha meditó la respuesta un instante.

—Querréis decir vuestro hijo. Yo únicamente lo parí.

—Toda mujer que pare se convierte en madre, si no estoy equivocado, y lo procedente es que una mujer que esté en sus cabales sienta la muerte de su primer vástago. Hasta las hembras de los animales gimen y pasean alrededor de sus cachorros muertos. —Una sorna contenida subrayaba las palabras del consejero.

—Un hijo ha de nacer del amor de dos personas, no del asco infinito que os profeso. Ya veis cuáles han sido las consecuencias.

En aquel instante creyó Laia que se había equivocado al provocar la ira de su padrastro; sin embargo, nada le importó: en su interior no había espacio para el miedo, ya nada peor podía hacerle. Su sorpresa fue cuando el tono del hombre ni tan siquiera varió un ápice.

—Achácalas a tu actitud. Yo puse de mi parte cuanto corresponde a un hombre, tú no cumpliste jamás como mujer, pero vamos a olvidar agravios y rencores pasados en aras a intereses comunes. Creo que lo que ha ocurrido ha sido mejor para todos. La Divina Providencia en ocasiones allana los caminos. Aunque no lo creas, quiero tu bien y estoy dispuesto a ser generoso si te muestras dócil y obedeces mis órdenes.

Laia aguardó.

—Quiero darte una buena nueva: tu enamorado ha regresado y está en Barcelona.

Un vahído asaltó a la muchacha y sólo la fuerza interior, nacida de tantos sufrimientos, impidió su desmayo.

Con la boca seca como la estopa, indagó:

—¿Y en qué me incumbe esa noticia?

—Verás, las cosas son cambiantes según las circunstancias, y lo que ayer era negro hoy puede ser blanco. A mi política le conviene más ganar un aliado que un enemigo.

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