Te Daré la Tierra (46 page)

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Authors: Chufo Llorens,Chufo Lloréns

BOOK: Te Daré la Tierra
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—Dime, buena mujer, ¿conoces la casa de Rashid al-Malik?

—¡Ese viejo loco! Vive solo y únicamente viene a la aldea para proveerse en la abacería de lo que necesita para subsistir y que no saca de la tierra o de sus animales.

—¿Me podrás indicar el lugar?

—No tiene pérdida. Está a una jornada de camino a caballo: lo encontraréis junto al lago en Bahr al-Milh. No intentéis llegar cuando el sol se haya puesto, pues os recibirá soltando los mastines. Ya os lo he dicho: es un loco.

Dando las gracias, Martí se retiró a descansar en una humilde buhardilla que, atravesada por el tubo de ladrillo cocido que servía para que el humo de la chimenea saliera al exterior, conservaba el calor de la pieza de abajo. Antes de hacerlo ofreció a Marwan la opción de compartirlo con él, pero el camellero prefirió acomodarse en la cuadra de los animales según era su costumbre, y descansar arropado por el calor natural que emanaba de sus caballos y de los corderos de la buena mujer.

Antes de caer rendido por el cansancio de las duras jornadas, Martí tuvo el convencimiento de que su periplo estaba a punto de finalizar. Su mente viajó a Barcelona e hizo planes. Jofre podría ya partir hacia los puertos visitados y cargar y repartir las mercancías que él había adquirido durante aquel proceloso año y medio transcurrido desde su partida. Su barco estaría ya preparado y era su intención hacerse con otro navío en cuanto pudiera, y luego otro y después otro... Recordaba las palabras de Baruj Benvenist: «El negocio está en el mar», había dicho. Su pensamiento volaba de un sitio a otro. Debería buscar más capitanes para sus naves. Su otro compañero de fatigas infantiles, Felet, también se había dedicado al mar. Daría con él. Luego, si pudiera convencer a Manipoulos, el griego, su flota comenzaría a ser importante. Pensaba demostrar a Bernat Montcusí que era digno de la mano de Laia... En estas ensoñaciones andaba su cabeza cuando le venció el agotamiento y se durmió.

Parecía que había descansado poco tiempo cuando sintió que la mano de su camellero le despertaba.

—Amo, es media tarde. Debemos partir si queréis llegar a Bahr al-Milh antes de que anochezca.

Apenas abrió los ojos sintió el ajetreo de la mujer que ya andaba trajinando con los cacharros. El cacareo de los gallos seguido por el relinchar de los caballos y el balido de los corderos ayudaron a despejar su mente. Se puso en pie en un santiamén y después de darse unas abluciones en el agua de la jofaina que Marwan le había subido, se vistió rápidamente. Mientras tanto, su criado iba recogiendo sus pertenencias y las iba colocando en una bolsa que después cargaría en una de las alforjas de su caballería. Tras una copiosa colación y liquidar generosamente la cuenta que adeudaba a la mujer, se puso en marcha. Aprovechó el camino para cerrar un acuerdo con Marwan. Durante la larga travesía del desierto había tenido tiempo de observar sus cualidades. Era de fiar, esforzado, muy trabajador y hablaba varios dialectos.

—¿Qué vas a hacer cuando yo regrese a Barcelona?

—Amo, lo único que sé hacer: ofrecerme a otra caravana que atraviese el desierto y buscarme otro amo que no será como vos pero cuyo servicio me servirá para ir guardando dinero. Cuando sea más viejo, me gustaría establecerme en Sidón y abrir un comercio de camellos. Mi padre decía que, aunque los tiempos cambien, mientras el desierto esté donde está, la arena sea arena y el clima y los vientos sean los mismos, el camello siempre será necesario.

—Y si yo te ofreciera la posibilidad de trabajar conmigo en la distancia pagándote mucho más cada año de lo que cobrarías atravesando el desierto tres veces, ¿qué me dirías?

—¿Y qué puedo hacer yo para serviros que os pueda interesar?

—Ser aquí mis ojos y mis oídos, y mandar las caravanas que irán partiendo desde aquí hacia las escalas de Levante con el cargamento que yo te diga.

—¿Podré ir una vez al año a Sidón?

—Cuando tu trabajo te lo permita y tú lo desees.

—Es que hay una mujer, amo... —admitió el camellero con una franca sonrisa.

—No hace falta que me cuentes, sé lo que es eso.

Y de esta simple manera, Martí halló al hombre que iba a ser su álter ego en aquellas lejanas tierras, pues pese a su juventud había llegado a la conclusión de que las mayores fidelidades se anudaban más por el trato y el afecto que por los dineros.

Al atardecer llegaron a Bahr al-Milh. Un peculiar olor, que aumentaba al llegar al lago y que lo invadía todo, asaltó su olfato. Marwan preguntó por Rashid al-Malik en un dialecto que sonaba a farsi a un pastor que cuidaba de unas cabras que intentaban mordisquear unos míseros jaramagos que nacían entre las piedras. El hombre, señalando con su cayado en una dirección, cruzó unas palabras con el camellero.

—Amo, estamos al llegar. Tras aquel montículo se halla la granja de vuestro hombre. Queda media legua de camino.

Partieron de nuevo. El ansia de llegar hizo que Martí espoleara a su cabalgadura, obligando a Marwan a hacer lo mismo. Cuando coronaron la altura se abrió a sus pies la visión de un lago casi negro, y a su orilla, una construcción principal rodeada de otras menores y circunvalada por un muro de piedra. Los perros saludaron su llegada con un concierto de ladridos que hizo que un hombre barbudo de mediana edad, cubierto con un gorro de astracán, vestido con una saya parda, un chaquetón de piel de cordero y gruesas botas, saliera de uno de los cobertizos por ver quiénes eran los insólitos visitantes que se llegaban a sus tierras, y se plantara en medio del espacio con una inmensa hacha entre las manos.

Martí descabalgó y preguntó si se hallaba en la presencia de Rashid al-Malik. Ante el afirmativo movimiento de cabeza del individuo, sin añadir palabra, le entregó la misiva que traía en la faltriquera; éste, desconfiado, apoyó el mango de la herramienta en la rueda de un carro y rasgó el sello. Tras desplegar el pergamino y ver la extraña contraseña de su margen alzó por unos instantes la mirada y examinó despacio el rostro de Martí. Luego se dedicó a leer lentamente el escrito. Martí observó que al hombre le faltaba una oreja. Al finalizar y sin mediar palabra alguna se adelantó hasta Martí y le estampó los tres protocolarios ósculos, al igual que hiciera su hermano.

Al punto, en un latín chapurreado y usando vocablos de un dialecto que Marwan iba traduciendo, se fueron entendiendo. Luego de explicar una y otra vez, ya instalados en el interior de la vivienda y ante una mesa frugalmente provista, las peripecias habidas en el puerto de Famagusta, Martí comenzó a explicar el motivo de su viaje.

La visita se prolongó varios días. El hombre atendía a sus cosas durante la jornada y al anochecer iban hablando de aquel tema que tanto interesaba a Martí. Una noche en que Marwan se había ido ya a las cuadras a descansar, Rashid al-Malik relató una extrañísima historia.

—Pues os repito que tal como os he dicho, al norte del lago, apenas se profundiza una vara bajo tierra, mana un barro negro cuya única virtud es que prende, empapado en una mecha. Lo malo es que si se emplea en el interior de la vivienda, su olor es fuerte y desagradable.

—Es mi intención emplearlo en el exterior, de modo que no habrá inconveniente. El único problema será el transporte a lejanas tierras, que habrá de realizarse por mar.

—A mí lo que me interesa es comprar ganado y dedicarme a lo que sé hacer: el negro y denso líquido me es indiferente.

—Si me proporcionáis lo que mana en vuestras tierras, os haré rico en pocos años.

—Eso suena bien, pero hay algo que quisiera comunicaros y que para mí es mucho más importante que el dinero. En estos días os he conocido bien. Pienso que sois un hombre justo. Sois joven y lo que hicisteis por mi hermano avala vuestros nobles sentimientos, no quisiera que el secreto que ha guardado mi familia durante generaciones desapareciera conmigo, ya que no me he de casar y por tanto no voy a perpetuar mi clan.

A Martí le despertó la curiosidad.

—¿Por qué decís que no habéis de tomar esposa? Aún sois un hombre en la plenitud.

—Es una larga historia. Ya os la contaré otro día. Pero vayamos a lo que me concierne, aprovechando que vuestro criado nos ha dejado solos.

—No alcanzo a intuir qué cosa es tan misteriosa.

—El secreto que guardo lo quisieran para sí todos los poderosos del mundo, pero siguiendo la tradición de los hombres de mi familia, que lo han ido transmitiendo de padres a hijos, solamente lo revelaremos si se rompe la cadena sucesoria. Dado que no tendré descendencia, estoy autorizado a comunicarlo a una persona que, bajo juramento, se comprometa a utilizarlo en causa justa y siempre para el bien.

—Me tenéis sobre ascuas.

—¿Conocéis lo que es el fuego griego?

—En verdad lo ignoro.

—Os lo voy a decir. Es algo tan importante que casi todos los soberanos de este mundo matarían por conseguirlo.

Martí bebía las palabras del hombre.

—Veréis: hace muchos años, allá por el 683, un sirio llamado Calínico heredó de los químicos de Alejandría una fórmula que bien empleada podría beneficiar a la humanidad, pero si cayera en manos de algún malvado podría avasallar a todos los pueblos de la tierra. La fórmula se perdió en la noche de los tiempos, pero llegó hasta mí a través de los varones de mi familia, pues un antepasado mío fue su ayudante y le proporcionaba el negro material que yace bajo el suelo de mis tierras que entonces eran suyas.

Los ojos de Martí brillaban en la oscuridad.

—¿Qué me estáis diciendo?

—Atended. Calínico inventó una mezcla viscosa, compuesta de muchas sustancias, que en contacto con el agua seguía ardiendo. Se componía de este negro aceite que venís a buscar y que hacía que el compuesto flotara en el agua; azufre, que desprendía vapores venenosos; cal viva, que en contacto con el agua desprendía tal calor que incendiaba la masa; resina, para activar la combustión, y salitre, que arde bajo el agua pues no necesita oxígeno. Con todo ello se puede preparar una mezcla que lanzada sobre un barco lo incendia sin remedio, ya que las flechas de los arqueros, envuelta su punta con una tela empapada en este producto, harán que arda sin cesar pues es casi imposible apagar el fuego, aun en el supuesto de que sobre el incendio arrojen agua de mar. ¿Os dais cuenta del poder que acumula quien obtenga la fórmula?

La mente de Martí trabajaba cual fuelle de herrero.

—Muchas preguntas se agolpan en mi cabeza. En primer lugar, ¿por qué a mí me queréis entregar tal portento?

—Ya desde pequeño, mi hermano Hasan fue mi guía. Si él habla de vos en el tono encomiástico que lo hace su carta, no es en vano; evidentemente sois una buena persona. Nadie se acerca por estos pagos, y tal vez muera sin poder explicar el secreto que me fue confiado.

—¿Y por qué no a Hasan?

—No es la persona indicada. Tampoco tomará esposa, no lo hará por diferente motivo que el mío.

—Ante la inmensa responsabilidad que pretendéis que asuma, necesito saber cuáles son ambos motivos.

—¿Entiendo que si os convenzo podré depositar mi secreto en vos?

—Os lo aseguro.

Rashid hizo una pausa, tomó asiento y prosiguió su relato.

—Mi historia es muy triste, y sin embargo vulgar. Hace ya bastantes años, yendo con mi padre a una feria en Kerbala, conocí a una muchacha armenia que fue la luz de mis ojos nada más verla. Me atreví a enviarle un billete en el que escribí un hermoso poema; ella, al día siguiente, me obsequió con otro redactado por un escriba. Así continuamos en días sucesivos hasta que finalmente concertamos una cita. Sin que aún haya comprendido el porqué, ella se fijó en mí. Quise pedir su mano pero nuestras familias se opusieron. Además de la distancia, nos separaba la religión: yo era cristiano de la fe de Nestorio y ella islamita. El último día de la feria nos juramos amor eterno y nos separamos. Al cabo de unos meses, un circasiano que iba de paso a Babilonia me dio un mensaje de ella; me decía que se iba a escapar y que la esperara para huir juntos. Jamás llegó. Intenté obtener noticias suyas, pero fue en vano. Nadie supo darme respuesta, fue como si la tierra se la hubiera tragado. —El hombre hizo una pausa y Martí vio asomar una lágrima que, rebasando sus ojos, se deslizaba por los surcos de la tostada piel de sus curtidas mejillas. La enjugó con la manga de su antebrazo y prosiguió—: Pero algo me dice que está viva y que un día u otro regresará. ¿Comprendéis ahora por qué no quiero irme de esta tierra? Si lo hiciera cegaría la única posibilidad de reencontrarla.

—Os comprendo, sé lo que es eso. El amor es como una obsesión, nada existe fuera del ser amado... Y ahora decidme qué fue lo que apartó a vuestro hermano.

—Aunque os parezca imposible también fue el amor. Un amor incomprendido que casi le cuesta la vida. Mi hermano Hasan tuvo que huir precipitadamente.

—¿La familia de ella tal vez?

—No, la familia de él. Quisieron lapidarlo. Mi hermano Hasan es sodomita y su amor fue un mancebo que conoció en Kirkuk. Como comprenderéis, no podrá regresar jamás, los clanes y por ende, las tribus, en esta parte del mundo no perdonan las ofensas de honor. Por eso me falta una oreja y me llama a su lado, y es asimismo el motivo de que no pueda traspasarle el secreto del fuego griego. Él jamás tendrá descendencia, vivirá libre como un pájaro, ya que desde entonces huye de la gente y jamás podrá regresar: morirá solo y en tierra extraña.

Martí adquirió el compromiso de guardar el secreto y partió a la semana, con la fórmula y las cantidades exactas que se necesitaban para fabricar el peligrosísimo producto, dejando a Marwan en Mesopotamia encargado de todas las gestiones. Su fiel camellero se encargaría de buscar un alfarero que le hiciera unas vasijas romanas acabadas en punta para que pudieran clavarse en el lecho de arena con el que se cubriría el sollado de los barcos. A partir del primer cargamento, buscaría los medios para que los envíos se sucedieran en continuidad. Pagó por adelantado la primera carga y un año de trabajo a Marwan.

61
Males mayores

Verano de 1055

Ermesenda de Carcasona, recostada en el almohadillado fondo de su carruaje en una agitada duermevela, rumiaba su decisión acompañada por el rítmico traquetear de los cascos de sus caballos, el gemir de los bujes de las ruedas y los agudos silbos de su cochero. Las dudas la acosaban, y aunque en lo más íntimo de su corazón entendía que para el buen gobierno del condado de Barcelona era conveniente que el Santo Padre levantara la excomunión que pesaba sobre la pareja condal, un odio visceral hacia la barragana usurpadora de sus atribuciones le nublaba el criterio y le impedía quizá tomar la decisión acertada. En aquellas circunstancias había decidido acudir a Sant Miquel de Cuixà para despachar con su fiel amigo, el obispo Guillem de Balsareny, en cuyo recto juicio y leal proceder tantas y tantas veces había confiado.

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