Te Daré la Tierra (43 page)

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Authors: Chufo Llorens,Chufo Lloréns

BOOK: Te Daré la Tierra
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Por las noches, cuando se recogía en la estancia que la amabilidad de Hazan le había asignado, tuvo tiempo sobrado para meditar y decidió que al término de aquel viaje regresaría a casa. Antes de partir entregó dos largas misivas a Hazan para que a su vez, y en uno de los barcos de la compañía, las enviara a Barcelona: la primera para Laia y la segunda para Omar, explicándole a éste que a su regreso y desde Sidón partiría aprovechando las singladuras más favorables de los barcos que le fueran acercando a Laia, para así acortar en lo posible el tiempo de su viaje, que ya resultaba fatigoso, ya que aguardar un barco que fuera directamente a Barcelona era harto dificultoso: dado que el mar entraba en tiempo de tempestades, las naves, jabeques y galeras que se aventuraban lo hacían navegando en cabotaje. La falta de noticias de su amada era un aguijón que se clavaba en Martí todas las noches y le impedía conciliar el sueño. Se consolaba pensando que tal vez las cartas de Laia se habían extraviado, pero un extraño presentimiento lo desasosegaba.

Por fin llegó el gran día.

La heterogénea caravana, al mando de Hugues de Rogent, se puso lentamente en marcha hacia Damasco. En medio de aquella culebreante muchedumbre iba Martí, convencido de que su pálpito había de ser definitivo al respecto de conseguir ser ciudadano de Barcelona y con esta ansiada condición adquirida, poder aspirar sin desdoro a la mano de Laia.

56
La flor de Laia

Cuando Laia pudo ver a Aixa, acompañada, claro está, por su dueña y carcelera, creyó que la caridad aún existía en aquel desquiciado mundo. Aixa, curada de sus moratones y algo cicatrizadas sus heridas, parecía una persona. La dueña se hizo a un lado y se quedó en el pasillo, desatendiendo las órdenes de su amo y lanzando exabruptos al carcelero, pues su fino olfato se ofendía ante el nauseabundo olor que se respiraba en las celdas. Laia aprovechó la ocasión para hablar con su amiga.

Las dos mujeres permanecieron abrazadas un largo rato. Luego la muchacha observó detenidamente a la esclava.

—¿Cómo estás, querida mía?

Los tumefactos labios de Aixa esbozaron una débil sonrisa.

—Estoy, que ya es mucho. ¿Y qué ha sido de vos?

Laia le contó los pormenores de su tormento, achacando su desgracia a las misivas y a las entrevistas habidas con Martí y dejando de lado las lujuriosas pretensiones de su tutor para no atemorizar a su amiga, dado que su suerte dependía de la de ella. Se refirió únicamente a su pretendido ayuno y al motivo por el que lo había interrumpido.

—Ahora comprendo muchas cosas —susurró Aixa, ahogando un suspiro—. Al cabo de poco, no puedo precisar de cuánto porque el tiempo pasa aquí abajo lento y espeso cual aceite de candil, bajó un físico que puso ungüento en mis heridas y aquel mismo día empezaron a suministrarme dos comidas cada jornada.

—La otra vez creí que te habían matado a golpes —dijo Laia, con los ojos llenos de lágrimas.

—Ojalá lo hubieran hecho. Quisieron sonsacarme las circunstancias y momentos que compartisteis con Martí, pero no consiguieron que abriera los labios. Luego me desmayé y ya no sentí. Creí que mi mente desvariaba, ya que me pareció haberos visto en sueños.

Laia acarició los cabellos de la esclava.

—Me arrastró hasta aquí para vencer mi resistencia y acepté sus condiciones, porque de no ser así me consta que te hubiera matado.

—¿Qué condiciones, Laia?

La muchacha la fue poniendo al corriente de la carta que le habían obligado a escribir y de la argucia que ella había utilizado a fin de que su amado pudiera colegir que las palabras no correspondían a lo que en verdad decía su corazón.

—Qué lista sois... Mi señor sabrá leer entre líneas.

Hubo una larga pausa en la que ambas mujeres se miraron en silencio.

—Aixa, intentaré verte siempre que pueda y haré cuanto esté en mi mano por mejorar las circunstancias de tu encierro.

—No os preocupéis por mí, no temo a la muerte. La he visto de cerca varias veces en mis días. Más me aterra el tormento. Si me queréis bien, proporcionadme un bebedizo que pueda utilizar si veo que no puedo aguantar el dolor.

Laia intentó calmar los temores de su amiga.

—Eso ya ha pasado. Sabré manejar la situación y simularé ceder a los deseos del viejo. Si renuncio a contraer nupcias y le hago creer que me quedaré a su lado para cuidar su vejez, cederá en sus arrebatos de ira y se olvidará de ti. Ya me ocuparé en su momento de que recobres la libertad, aun a costa de que te vendan y te aparten de mi lado. Cualquier amo será mejor que éste.

—De todas maneras, si podéis haceros con el bebedizo que guarda en su mesa de noche y que le ayuda a conciliar el sueño, me quedaré más tranquila.

—No creo que pueda. Edelmunda me vigila y no me deja ni a sol ni a sombra. Pero no temas, no te abandonaré en este trance. Desde que murió mi madre, a nadie había querido como a ti.

—A mí me ocurre lo mismo. Desde que fui esclava jamás tuve una amiga como vos. Tened fe, Laia, todo se arreglará.

—Si no consigo que te vendan, nada cambiará jamás. Aixa, sé lo rencoroso que es mi padrastro: estamos condenadas a permanecer entre estas paredes hasta que el Señor en su misericordia, el tuyo o el mío, lo mismo da, quiera llevarnos.

La áspera voz de Edelmunda interrumpió el diálogo.

—Señora, ya es hora de que regresemos. Me he excedido en el tiempo y no estoy dispuesta a recibir una reprimenda. Además, no hay quien aguante el hedor que se respira aquí abajo.

Laia abrazó a Aixa una vez más. Finalmente, se puso en pie y respondió:

—Pues decídselo a quien os envía: que hay gente que no es que visite, sino que vive en esta inmundicia.

—No es asunto que me concierna. Vuestro padre sabe lo que hace y cada quien tiene lo que se merece. Si os place, señora, caminad delante de mí.

Llegó la noche. El silencio dominaba la oscuridad de la mansión. Unos precarios candiles colocados en los pasillos alumbraban con su pálida luz las sombras que se cernían sobre los objetos. Bernat Montcusí cerró lentamente la puerta de su gabinete. Acababa de cerrar la trampilla a través de la cual observaba el desnudo de la niña. Aquella noche había contenido sus ímpetus y conservado su semilla. De dos zancadas se llegó hasta la puerta de la cámara de su pupila. Apenas llegado y sin llamar, se introdujo en el interior. Laia acababa de acostarse.

—¿Qué hacéis en mi aposento? —preguntó Laia, cubriéndose con las sábanas.

—Que yo sepa esta casa es mía. No tengo que llamar a ninguna puerta.

—Hacedme la merced de retiraros. Tengo sueño. Si queréis hablar conmigo, que sea mañana.

Bernat Montcusí emitió un jadeo ahogado y habló con voz ronca. Sus ojos estaban fijos en el cuerpo acostado de su hijastra.

—No he venido a hablar. Vengo a reclamar lo que me pertenece. Mejor para todos si es de buen grado.

Laia cerró los ojos y apretó las sábanas contra su cuerpo.

—Ya os dije que sería más fácil que se extinguiera el sol.

Bernat dio un paso hacia la cama.

—¡Hazme sitio a tu lado y acabemos de una vez!

—Antes muerta.

—¡Cuidado con lo que dices! Me tengo por un hombre de honor, siempre cumplo lo que digo. Mi palabra es ley en la ciudad y... ¡mucho más en mi casa!

—Si no os vais inmediatamente, gritaré.

Bernat soltó una carcajada irónica.

—Y dime, ¿quién crees que acudirá en tu ayuda?

—Quedaréis en evidencia como el viejo libidinoso que sois.

—¡Vas a ver quién soy y vas a tener constancia de quién es el que manda aquí! —gritó Bernat, dominado por la cólera.

Se acercó al lecho y tomando a Laia por la muñeca la obligó a seguirle.

La joven estaba aterrorizada. La camisa se le enredaba entre las piernas y apenas podía seguir las zancadas del hombre. Así, con Laia a rastras, llegaron a la boca de la escalera del sótano. Los gemidos lastimeros de algún desgraciado encerrado en una de aquellas mazmorras resonaban lúgubres. La voz airada de Montcusí obligó al carcelero del turno de noche a ponerse en pie.

—Abre la última celda. Sujeta a la esclava de la cadena del techo. Dame el látigo y vete al piso superior hasta que te avise.

El hombre voló a cumplir la orden de su amo.

Aixa, que yacía en el camastro, se sobresaltó ante aquel alboroto inusual. La puerta de su celda se abrió como empujada por un viento furioso. El inmenso carcelero la sujetó y obligándola a alzar los brazos la encadenó a una argolla que pendía del techo.

La voz de Bernat resonó de nuevo. Aixa, girando la cabeza, le vio entrar en la celda arrastrando a Laia. Entonces entendió que estaba perdida.

—Dame el rebenque y lárgate. Responderás con tu vida si alguien, sea quien sea, aparece por aquí. ¿Está claro?

El hombre se acercó a su rincón y, tomando el látigo, lo entregó a su amo. A continuación salió de la celda.

Aixa estaba de espaldas; su delgado cuerpo temblaba como una hoja. Aterrada, oyó la voz de Montcusí y el sonido del látigo contra el suelo.

—Y bien, querida. ¿Qué decides?

Laia se había quedado muda. Súbitamente Aixa sintió que una mano aprehendía su túnica a la altura de la nuca y la rasgaba dejando su espalda al descubierto.

—Cuando estés dispuesta a cumplir tu parte del pacto, avísame y me detendré. Mientras tanto, si quieres entretenerte contando los azotes, puedes hacerlo.

La esclava sintió cómo el rebenque le rasgaba la carne. Uno... dos... tres, la cuenta seguía, los latigazos iban cayendo uno tras otro.

Laia se cubrió la cara con las manos. Cada latigazo era un costurón que se abría en su alma. Finalmente, su voz se elevó por encima del ruido del rebenque.

—Ojalá os pudráis en el infierno. Tomadme, pero parad esta locura.

La joven, con los ojos cerrados, se dejó caer sobre el camastro.

El consejero jadeaba, cansado por el esfuerzo y la tensión. Gruesos goterones de sudor perlaban su frente y descendían por su papada. Aixa, desmayada, seguía colgada de la argolla que ceñía sus muñecas.

Ante la visión de su presa entregada, Bernat reaccionó como una bestia salvaje y comenzó a bajarse los calzones con una mano mientras con la otra arremangaba las sayas de Laia. Ésta, al sentir las grasientas zarpas del viejo sobre su carne virgen, rompió a llorar.

57
Intrigas palaciegas

A principios del año 1055, tres meses después del parto, la condesa Almodis había recuperado su figura y volvía a ser la mujer espléndida que había hecho enloquecer de amor a su esposo. Había confiado el cuidado de sus hijos a la vieja aya, doña Hilda, y se había reintegrado a sus tareas en palacio y a sus visitas a conventos. Un par de situaciones enturbiaban su felicidad y ambas tenían protagonistas diferentes.

La puerta de la alcoba condal se abrió y un Ramón Berenguer acalorado por el ejercicio físico que acababa de finalizar en la sala de armas de palacio y eufórico por las circunstancias del momento, irrumpió en la estancia, todavía vistiendo la loriga de fina malla pero con la cabeza al descubierto.

Almodis, experta conocedora del carácter de su esposo al respecto de tocar según qué temas, se dispuso a aprovechar la coyuntura.

—¿Cómo os ha ido, esposo mío, en vuestra afición de jugar a las armas?

Ramón, que había tomado una frasca de limonada del canterano de la condesa y bebía de ella directamente, detuvo su quehacer y mientras se enjugaba con el dorso de la otra mano los regueros que caían por su poblada barba, respondió:

—Admito que Marçal de Sant Jaume es diestro en el estafermo pero no soporta que yo le supere con la espada corta y la rodela, y me ha retado.

—Habéis vencido, sin duda —dijo Almodis con tono orgulloso.

—He ganado la apuesta y esta vez se la he cobrado. Así aprenderá a respetar a su señor. Mirad lo que os regalo.

Berenguer lanzó sobre el regazo de su mujer una escarcela de mancusos que en el exterior llevaba el escudo de Besora con los tres palos de plata sobre un campo azul.

Almodis examinó el obsequio y con un mohín zalamero comentó, señalando una pequeña herida que mostraba el conde en su pantorrilla:

—Ramón, os han vuelto a herir. ¿Por qué no usáis protección cuando os decidís a pelear aunque sea en combate ficticio?

El conde pareció darse cuenta en aquel momento del sangrante rasponazo y tomando una servilleta de lino que envolvía el gollete de una botella de labrado cristal y derramando en ella un poco de vino, limpió la herida al tiempo que declaraba.

—Prefiero una pequeña herida que pasar el calor que me proporciona la protección de las piernas cuando lucho en la sala de armas.

—Pues yo no lo prefiero. Ya sabéis lo que os ocurrió la última vez que no hicisteis caso del físico y la herida que teníais supuró y os produjo calenturas. Aquella herida no era mayor que ésta.

—En esta ocasión no ocurrirá. Ya veis que me estoy limpiando. Por cierto, lástima de vino, dedicarlo a tan pobre menester. ¿Os sirvo un poco?

—Sea, ¿por qué queréis brindar?

Ramón llenó dos copas y se acercó a su mujer entregándole una de ellas.

—Por nosotros, señora, por nuestra felicidad.

Almodis aprovechó la coyuntura.

—Que no es completa.

El conde dejó la copa sobre una mesilla y tomándole la mano, indagó:

—¿Qué es lo que os falta? ¿No he cumplido acaso todo cuanto os prometí en Tolosa?

—Algo me falta y algo me sobra.

—Si tenéis a bien explicaros...

—Veréis, amado mío. Nadie se atreve a decirlo y menos delante de vos, pero mientras no consigáis que vuestra abuela recurra al Papa a fin de que levante nuestra excomunión, la gente me considera vuestra concubina. Que, al fin y a la postre, es lo que soy...

—A veces pienso que sois bruja o que tenéis alguna relación con los espíritus.

—¿Por qué decís esto?

—Porque adivináis mis intenciones antes de que pueda llevarlas a cabo.

Almodis, aduladora, tomó la mano de su amante y la besó.

—Decidme, ¿qué es lo que os he adivinado?

—Veréis, a mí tampoco me satisface esta situación y he decidido hacer algo al respecto.

—¿Y qué es?

—He hablado con el notario Valderribes y con el juez Fortuny para que establezcan un acto de alcance jurídico que llene el vacío legal en el que nos hallamos hasta que consigamos el alzamiento de la excomunión y que os haga mi esposa ante toda la corte, por lo que he dotado al mismo de los correspondientes
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cual si de una boda se tratara. En ellos constará que os he cedido el futuro señorío del condado de Gerona y los dominios que tiene en usufructo mi abuela sobre los de Vic y de Osona, cinco castillos fronterizos y las parias del rey moro de Lérida.
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