Authors: Chufo Llorens,Chufo Lloréns
Bernat lanzó violentamente el cuchillo sobre la mesa.
—¡Y me alegro de ello! Tal vez me convenga más. En cualquier caso, soy responsable de tu vida: estás bajo mi techo, vives una existencia regalada y a mis expensas, y en esta casa nada puede escapar a mi control. Me has defraudado, Laia, alguien ha llenado de pájaros esta cabecita que tanto amo y has tenido la osadía de intentar tomar decisiones que a nadie más que a mí competen.
—No alcéis la voz, os oigo bien. Vivo de la herencia que dejó mi verdadero padre a mi madre y nada vuestro quiero ni necesito —repuso Laia, asombrada ante su propio atrevimiento.
—Está bien, hasta tu mayoría de edad soy tu tutor, lo que me da derecho a invertir tu herencia como mejor me plazca. Puedo hacer que ésta se volatilice de manera que heredes una ruina o unos muy bien saneados bienes. De ti dependerá.
Laia meditó durante un instante, pensando que por el momento aún desconocía la finalidad de todo aquel discurso.
—Y ¿de qué dependerá? ¿Qué es lo que he hecho que merezca esta amenaza?
—Como presumes de mujer, voy a tratarte como tal. En tu habitación y en un cofre has guardado unas cartas que desdicen la confianza que hasta el día de hoy te había otorgado.
Una palidez cadavérica invadió el rostro de la muchacha a la vez que un sudor frío inundaba su cuerpo. Tragó saliva y aguardó.
—Te hablan de amor, y por lo que deduzco responden a otras que, sin duda, has escrito tú. Ten la decencia de contestarme.
—Está bien —dijo Laia, conteniendo un suspiro—. Amo a Martí y pienso desposarme con él en cuanto tenga la mayoría de edad, tanto si me desheredáis como si habéis hecho que mi fortuna se esfume. Nada me importan los bienes de este mundo. Además —añadió con voz firme—, entiendo que es una ruindad andar escrutando en los secretos de los otros.
Bernat compuso una torcida y aviesa sonrisa.
—Es mi obligación, mal podría cumplir con la confianza que me otorgó tu madre si descuidara mis obligaciones de velar por ti, cuando todavía lo ignoras casi todo de la vida.
—¡No habléis de mi madre, que murió medio loca por vuestra culpa! Prefiero que no me cuidéis tanto si eso conlleva que no pueda escribir a quien me plazca.
—¡Insensata! Puedo hacer contigo lo que me venga en gana, desde ingresarte en un convento hasta entregarte a quien me convenga, y no tendrías más remedio que obedecer.
—Haced lo que os plazca conmigo, pero nadie mandará en mis pensamientos.
El viejo cambió su registro.
—Todo es por tu bien, Laia. En toda mi vida no he encontrado a nadie digno de ti. Si eres buena conmigo y te avienes a mis deseos, serás, a mi muerte, la mujer más rica de Barcelona.
Laia, temblando, indagó:
—Y ¿cuáles son vuestros deseos?
—Te conozco desde niña; te he traspasado todo el cariño que deposité en tu madre. Ahora te ha llegado el tiempo de merecer. Ya eres una mujer: la diferencia de edad que nos separa no es óbice, pues no es más que la de muchas parejas de estos condados y no es bueno que un hombre, todavía en plenitud, no tenga quien caliente su cama. Soy un fiel hijo de la Iglesia y jamás he sido proclive a buscar desahogos mercenarios con mujeres públicas. Hasta el conde daría su bendición y apadrinaría nuestra boda y yo me ocuparía de obviar la dificultad de ser tu padrino.
—No hay duda de que estáis absolutamente loco. ¡Jamás, me entendéis jamás os aceptaría! —exclamó Laia, con lágrimas de impotencia en los ojos.
—Está bien. Sea. Tú lo has querido. Te he honrado proponiéndote matrimonio y lo has desechado. Atente a las consecuencias —dijo Bernat, cuya fría voz apenas conseguía ocultar su rabia.
—Os aseguro que a la menor ocasión me he de escapar aunque no tenga a donde ir.
La voz del consejero se tornó en un sonido silbante.
—No harás tal cosa. Te voy a explicar cómo va a ser todo a partir de ahora mismo. Las cartas no han venido a esta casa volando y sé quién ha sido la malhadada mensajera. De ti depende lo que le vaya a ocurrir. Voy a apartar a Aixa de tu lado y la haré encerrar. Si accedes de buen grado a lo que te requiero, te permitiré que cada día le lleves el agua y la comida. Así tendrás constancia de que sigue con vida. Escribirás una carta diciendo a tu amado que se te ha pasado el capricho: te autorizo a poner las palabras que mejor te parezcan. Ten en cuenta que deseo que este joven atribuya su desencanto a flaquezas de mujer; de ninguna manera quiero que piense que estoy implicado en el asunto, y pese a que una vez le dije que no era digno de alcanzar tu mano, me conviene que piense que por mi parte no habría problema, ya que desde entonces su situación ha variado muy mucho e intuyo que alcanzará grandes cotas de poder y de riqueza. Recalcarás, por tanto, que tu decisión únicamente es cosa tuya. Ah, y procura mantener una respetuosa actitud frente a mí. No voy a consentir que nada ni nadie menoscabe mi autoridad en mi propia casa. Ahora, puedes retirarte.
Cuando Martí llegó al mesón del Minotauro con sus ropas hechas un guiñapo, Nikodemos, que estaba en la escribanía, se alarmó al verlo.
—Ya os dije que el lugar era peligroso. ¿Habéis tenido un mal encuentro?
—No es lo que imagináis. Simplemente he tenido que echarme al mar para auxiliar a un pobre individuo que se estaba ahogando.
Nikodemos meneó la cabeza de un lado a otro.
—Todos los puertos son peligrosos, pero el nuestro, a ciertas horas, lo es mucho.
—Estoy bien y con la conciencia tranquila. He hecho una buena obra. Si no llego a ir a cenar al Mejillón de Oro, tal vez a estas horas un alma de Dios habría partido de este mundo.
—Me alegro por vos, pero si de mí dependiera todos los marineros borrachos de Famagusta pueden irse al infierno.
Martí dejó el tema y aclaró su cambio de planes.
—Me convendría que avisarais a vuestro cuñado a fin de que me recogiera más temprano. Debo regresar a la nave que ayer me trajo hasta aquí antes de partir para Pelendri. Me he dejado algo importante a bordo.
—No tengáis apuro, sé dónde encontrarlo. En cuanto salga el sol acudiré al encuentro de Elefterios. ¿En qué momento deseáis que venga a buscaros?
—Llamadme al caer la tarde y que venga a por mí al anochecer.
Al día siguiente, Martí madrugó, pues antes de partir para Pelendri tenía mucho que despachar en Famagusta.
El plan de Martí era claro. Partiría cuando lo hiciera el
Stella Maris
ya que su rumbo le convenía, e iría a Sidón para desde allí incorporarse a alguna caravana que le acercaran a su objetivo, Kerbala. Para ello debía contactar con Basilis Manipoulos a fin de que le aguardara.
Todo fue saliendo según sus deseos. Elefterios lo recogió puntualmente y en su viejo carromato se llegó a la rada donde estaba fondeado el
Stella Maris.
Ordenó a su auriga que le aguardara en lo alto del acantilado y por la rampa descendió hasta la playa. La esbelta figura del barco del griego se divisaba en lontananza. En la orilla, dos viejos pescadores charlaban a la espera de que alguien alquilara alguna de sus deslucidas chalupas para acudir junto a cualquiera de los bajeles allí anclados. Martí, tras ajustar el precio de la travesía, embarcó en uno de aquellos deteriorados cascanueces que lucía orgulloso en su proa la silueta de un dragón. A la boga, se puso en el banco uno de los dos viejos, mientras que el otro, con el remendado pantalón arremangado hasta media pantorrilla, se disponía a empujar la pequeña embarcación hasta que flotara en el mar. Cuando colocaba uno de los remos en la chumacera y al darse cuenta de que su pasajero observaba curioso la imagen de su mascarón, el viejo del barco dejó su tarea por un instante y dijo:
—Es un dragón. ¿Cuál es el rumbo?
—Aquella nave de casco negro y afilado que está anclada al costado del trirreme. Ya veréis al acercaros su nombre en la popa,
Stella Maris.
Tras comenzar a remar, el viejo siguió a lo suyo.
—En mi juventud hice el corso con un berberisco que era un demonio. Draco se llamaba. Todo lo que sé del mar lo aprendí de él. En su honor hice mi mascarón.
—Es muy hermoso.
—Me place que lo apreciéis. Debe su merced ser hombre de mar.
—De alguna manera, tengo parte de un barco. Se puede decir que soy algo armador.
—En cuanto ha subido a bordo me he dado cuenta. Las gentes del mar andamos de otra manera.
—Debe de ser por los días que he estado embarcado.
—¿Sigue su merced en viaje?
—En ello estoy. Voy a ver si embarco en el
Stella.
—¡Cómo os envidio! Cuando se ha vivido en el mar y la vejez hace que los huesos de uno embarranquen en la inmunda tierra, la añoranza llega a ser una maldición. Cualquier marino preferiría que su esqueleto quedara varado en una playa, al igual que el costillar de su barco, que ir muriendo poco a poco para acabar metido en un sucio agujero.
Martí decidió no darle más conversación al viejo a fin de que dedicara su corto resuello a la boga, de modo que, hasta que estuvieron abarloados a la nave, no volvió a emitir palabra.
Uno de los marineros que estaban de guardia reconoció a Martí y lanzó por la amura una escala de cuerda. Antes de subir por ella, Martí se dirigió al viejo de la barca y le dijo:
—Aguardadme hasta que acuda. No os preocupéis por vuestro tiempo, sabré ser generoso.
—Aquí quedo hasta que tengáis a bien regresar, capitán.
Martí sonrió para sus adentros ante el nuevo rango que le había asignado el viejo.
Cuando pisó la vieja cubierta y su olfato captó los conocidos y queridos olores, aspiró con fruición.
—¿Está a bordo el capitán?
—Lo encontraréis en su cabina.
Martí dejó al hombre siguiendo su guardia y se dirigió al camarote de Basilis.
En el momento en que iba a solicitar la venia para entrar se abrió la puerta y la entrañable figura del marino asomó en su quicio. A la sorpresa siguió la alegría, ya que entre ambos había surgido durante la travesía un fuerte vínculo de amistad.
—¡Qué agradable sorpresa! Os hacía en Pelendri.
—Esa era mi intención pero el destino marca los caminos y un suceso acaecido ayer noche ha cambiado mis planes, de manera que el tema del cobre, del que me pienso ocupar hoy mismo, ha pasado a segundo lugar.
—Y ¿cuál es ahora esa prioridad?
—El veros a vos.
El griego entornó los ojos.
—Os escucho.
—Veréis, Basilis, si fuera posible me interesaría en grado sumo ir en vuestra nave a Sidón si es que ésta sigue siendo vuestra ruta.
—Desde luego que lo es, y asimismo os reitero que en mi barco siempre habrá un coy colgado esperando que embarquéis. Sólo veo un inconveniente.
—¿Cuál es?
—Que como os dije las gentes que tengo que ver en Nicosia son en verdad difíciles y aún no sé cuál va a ser el día de mi partida.
—No importa. Me hospedo en el Minotauro y esperaré vuestras noticias a fin de embarcar en cuanto me enviéis aviso mediante un mensajero. Excepto esta noche y tal vez la de mañana, que pasaré en Pelendri intentando negociar el asunto del cobre, cada día estaré en Famagusta.
—Nada más hemos de hablar. Ahora perdonadme, debo bajar a tierra: he de proveer a mi barco de salazones, galletas y otras provisiones y quiero controlar personalmente su embarque. Los chipriotas, amén de grandes negociantes, son gentes harto taimadas, acostumbradas a subsistir bajo el yugo de cualquiera de los pueblos que los han invadido. En cuanto pueden te dan gato por liebre. Su astucia es legendaria.
—Si os parece bien, me espera una chalupa y al llegar a la playa me aguarda un carromato: podríamos hacer el viaje juntos hasta Famagusta, luego partiré hacia Pelendri.
—Me hacéis un favor. Dejadme que dé las órdenes pertinentes a mi contramaestre y enseguida me reuniré con vos.
Ambos hombres embarcaron juntos en la chalupa. Martí, al llegar a la playa, pasó cuentas con el viejo marinero y tras darle una buena propina ascendió la rampa con Basilis y, tomando el carro de Elefterios, salieron hacia Famagusta. Allí descendió el griego y Martí partió con Elefterios hacia Pelendri.
Laia no acababa de creerse la amenaza de su padrastro. Lo sabía avaro, colérico e indigno de merecer los favores con los que le distinguía el conde, pero jamás hubiera imaginado que el hombre que su madre amó fuera capaz de ignominia semejante. Aixa había desaparecido de su vida, y ella sospechaba que habría sido enviada a una de las muchas propiedades de su tutor con el fin de apartarla de su lado y de esta manera dejarla incomunicada. Le habían asignado nuevo servicio y en esta ocasión totalmente afecto a su padrastro. El leve roce de unos nudillos en la puerta de su alcoba interrumpió sus pensamientos.
—Adelante.
En el hueco de la puerta apareció el rostro severo y avinagrado de la dueña que ejercía las labores que anteriormente había desempeñado su fiel y adorada Aixa.
La mujer entró en la estancia y depositó sobre la mesa una bandeja con un cuenco de sopa, un plato de un excelente guiso de liebre y un pastel de cerezas que hasta aquel día había sido su preferido.
—Comeréis en vuestro cuarto. Son órdenes del amo. Al acabar, estad dispuesta, porque vuestro padre desea veros en su gabinete.
Sin aguardar respuesta, la adusta dueña se retiró, dando por hecho que las órdenes de su señor ni se cuestionaban ni merecían comentario alguno.
Laia apenas tocó la comida y se dispuso a aguardar. Al cabo de un tiempo Edelmunda, que así se llamaba su carcelera, vino a buscarla.
—¿Estáis preparada? Ya sabéis que a don Bernat no le gusta que le hagan esperar.
Laia se puso en pie y asintió con la cabeza.
—Entonces seguidme, debo acompañaros en persona hasta el despacho.
—¿Debo pensar que estoy presa en mi propia casa?
—Me limito a seguir las instrucciones que me han sido dadas. De cualquier manera, si no hubierais abusado del mimo y confianza que os otorgó vuestro padre nada de esto hubiera ocurrido.
Las dos mujeres fueron traspasando estancias y largos pasillos hasta llegar frente a la puerta del gabinete de Bernat Montcusí.
La dueña golpeó una de las hojas con los nudillos y demandó su venia. Desde la puerta habló a su señor.
—Don Bernat, aquí tenéis a vuestra hija, tal como ordenasteis.
La ronca voz del consejero sonó en el interior.