Authors: Chufo Llorens,Chufo Lloréns
Laia, que ya desde muy niña había sentido una rara aversión por su padrastro, no acababa de entender aquella actitud, y procuraba, en connivencia con Aixa, evitar su presencia en las comidas alegando imaginarios dolores de cabeza o alteraciones propias de mujeres que llegaron a preocupar a Bernat. Tal fue el caso que hizo llamar a Halevi, famoso físico judío, pese a la reticencia que le inspiraba el linaje de los descendientes que crucificaron al Señor. El físico acudió a la casa del notable, investido de toda la parafernalia que caracterizaba a los de su profesión. Hopalanda granate, cíngulo dorado y en el anular de la diestra una gran amatista: todo ello ayudaba a realzar su notable apariencia, cuya principal característica era la aquilina nariz y la larga y cuidada barba poblada de hebras de plata. Al físico le extrañó la rara conducta de Bernat cuando se disponía a examinar a la paciente.
—¿Es preciso que la toquéis para conocer el mal que la aqueja?
—Es lo propio, mal puedo dar un diagnóstico si no observo al paciente, sea hombre o mujer.
—He leído en su
Canon de la medicina
que Avicena tomaba el pulso a la esposa del sultán de Persia mediante un cordel encerado atado a su muñeca y a través de una puerta.
—Tal vez Avicena lo hiciera así, pero desde luego yo no soy capaz.
La cosa se quedó ahí. Luego, tras examinar detenidamente a la muchacha, que en todo momento permaneció vestida, pasó a recetarle una serie de mezclas de plantas medicinales tendentes a mejorar su estado general y a mitigarle las migrañas y los dolores de la menstruación. Ello concluido, hizo un aparte con Montcusí.
Ambos hombres se dirigieron al gabinete del influyente personaje y una vez instalados, Bernat Montcusí habló.
—¿Qué me decís, Halevi? ¿Es grave el mal que aqueja a mi hija?
—En absoluto, señor. A los padres les es dificultoso asumir que el tiempo pasa para todos y que las niñas se hacen mujeres. Vuestra hija ha crecido y, aunque la veáis delgada y frágil, los mecanismos que hacen a la mujer apta para la reproducción están ya dispuestos en su interior. De ahí sus migrañas, sus dolores ventrales y esta conducta errática de la que me dais cuenta y que es la causante de estas súbitas manías que decís le asaltan de vez en cuando y que desde luego se mitigarán en cuanto haga uso del matrimonio.
Bernat había palidecido notablemente y Halevi se dio cuenta.
—No os alarméis. No os he dado ninguna mala nueva. Simplemente os quiero indicar que llegado el tiempo podréis ser abuelo.
Sin que el judío supiera el porqué del cambio, el registro y la voz de Montcusí cambiaron bruscamente y adquirieron un tono airado, aunque contenido.
—Os he llamado para que atendáis a la salud de mi hija. Vuestras disquisiciones sobre si puedo ser abuelo están de más. —La ira reprimida explotó sin que Montcusí pudiera evitarlo—: ¡Mi hija no se casará jamás! ¿Me habéis comprendido? ¡Jamás!
—Como digáis, excelencia.
—Entrevistaos con mi administrador —prosiguió Bernat en tono algo más calmado—. Dadle la receta para que el herbolario elabore vuestras medicinas y decidle a cuánto ascienden vuestros honorarios. Él os abonará vuestros servicios. Y ahora, alejaos de mi presencia.
El buen judío no supo en qué había consistido su ofensa, pero conociendo a los cristianos, con los que tan difícil era convivir, y siendo consciente de que los repentinos cambios de humor de los poderosos acostumbraban a presagiar graves inconvenientes, partió sin dilación tras una breve inclinación de cabeza.
Montcusí se quedó cabizbajo y meditabundo en la soledad de su gabinete. Le reflexión de Halevi se le había clavado como un cuchillo en las entrañas. La sola posibilidad de que algún día Laia pudiera salir de su vida le atormentaba. ¡Jamás, nunca jamás, consentiría que eso ocurriera! Él se las apañaría para apartar de su hijastra cualquier moscón que se atreviera a importunarla, y un día, un glorioso día, sería suya.
La noche fue ganando terreno y la bóveda celeste se fue llenando de estrellas a la par que la mente del consejero lo hacía de negros presagios. Llegada la hora se dispuso a llevar a cabo las operaciones que se habían convertido en su obsesión diaria. Sin apenas darse cuenta se encontró acomodado y al acecho, habiendo ya retirado la corredera de la mirilla, a la espera de que Laia se desnudara. Aquella noche la muchacha no parecía tener prisa en acostarse; deambulaba por la estancia y, de repente, se dirigió a un canterano que tenía en el ángulo de su dormitorio. Se sentó en el escabel que había a su frente y jalando del tirador extrajo uno de los pequeños cajones del mueble, luego apretó un resorte y la tablilla de la derecha se abrió. Entonces Laia metió la mano en el hueco y de él sacó un cofre pequeño. Bernat observó que de un cordón de cuero, junto a una medalla de la Virgen, pendía una llavecilla. La muchacha procedió a introducirla en la cerradura del cofre, del que sacó varias cartas. Asombrado e iracundo, Montcusí observó cómo, tras leerlas detenidamente y posar sus labios en ellas, las volvía a colocar en el escondrijo. Invadido por la ira, el consejero se dispuso a abandonar su atalaya, pero la joven comenzó a desvestirse y la libido venció a la furia: se quedó quieto, como la rapaz que aguarda a su presa. Entonces, como dos capullos, aparecieron los rosados pezones de Laia. Él no aguantó más: cerró la trampilla y su polución se derramó sobre el entarimado.
Al abrir la batiente puerta, una batahola inmensa sacudió a Martí. Era el local una construcción de ladrillo cocido que anteriormente había servido de astillero y cuyos altos techos en arco soportados por una interminable hilera de columnas contribuían a agrandar el ruido, al rebotar en ellos todos los sonidos que se produjeran. La bulla en el Mejillón de Oro era considerable. Una algarabía de palabras obscenas, gritos de mesa a mesa de los parroquianos para hacerse entender y las órdenes que los sirvientes transmitían a los fogones constituían la música de fondo del recinto. Contribuían al desbarajuste cuatro músicos que desde una tarima instalada al fondo intentaban amenizar a la concurrencia con sus instrumentos de cuerda y viento.
Cuando ya se acostumbró al ambiente, Martí avanzó por el pasillo central por ver de localizar a algún mesero que le indicara un lugar para sentarse. En ello estaba cuando un empleado en mangas de camisa y diferenciado de los demás por un mandil verde que llevaba anudado a la cintura y un fez rojo del que pendía una borla cárdena, acudió a su encuentro.
—Que Alá el misericordioso os guarde. ¿Qué deseáis, mi señor?
Por el saludo y la indumentaria, Martí coligió que era un musulmán el que lo atendía y no le extrañó al recordar que Basilis, el capitán del
Stella Maris,
le había adelantado que Ciprius era una Babel de las culturas que habían dominado la isla. Egipcios, griegos, romanos, todos habían dejado su impronta. De igual modo recordó a Baruj, cuyos conocimientos tanto le habían ayudado y que le había advertido que, en casi todos los puertos del Mediterráneo, podría entender, y hacerse entender, en latín.
—Una mesa retirada donde un fatigado viajero pueda disfrutar de algo de paz, si ello es posible, y de un condumio del renombrado marisco de la casa.
El moro dio tres fuertes palmadas y al instante acudió un sirviente cuya principal vestimenta la constituía una holgada bombacha turca, una blusa azul ceñida a la cintura mediante un fajín negro y un fez que, a diferencia del de su superior, era de color verde en lugar de cárdeno.
—Acompaña al
franji
al reservado del primer piso. Desde allí gozará de su cena: podrá ver por la escotilla, si así lo requiere, el ambiente de nuestro comedor principal sin participar en él y gozará de la privacidad que solicita.
Entonces Martí observó que al fondo de la edificación se elevaba una altura a la que se accedía mediante una rampa situada en un lateral y en cuyo frontispicio se abrían varias ventanas cubiertas por sendas cortinillas y que supuso eran para ocultar de miradas indiscretas a los usuarios de los comedores privados.
El moro, tal como suponía, le condujo hasta el altillo y le abrió la puerta de uno de los tabucos reservados para comensales selectos. Luego de tomar nota de lo que Martí deseaba cenar, desapareció. El cubículo, tapizado en una tela basta, constaba de un banco a cada lado de la pequeña mesa, en medio de la cual lucía la llama de un candil, y un trinchante lateral que debería usar el mucamo para aviar los crustáceos que allí se sirvieran.
Aprovechando el tiempo de espera, Martí apartó la cortinilla que obstaculizaba su visión y se dispuso a curiosear a la clientela del piso inferior.
Todas las razas del mundo estaban presentes y entremezcladas. Pálidos comerciantes nórdicos, morenos hijos de las orillas del Mare Nostrum, oscuros africanos, árabes... todos ellos unidos por el mar y el comercio.
Una escena al fondo le llamó la atención. Junto a la tarima desde donde los músicos intentaban hacerse oír, un hombrecillo escuálido cuyo inmenso turbante casi le ocultaba el rostro parecía discutir acaloradamente con sus vecinos, dos árabes de desmesuradas proporciones, que parecían exigirle que les cediera aquella mesa, ya que deseaban estar cerca de la orquesta para escuchar mejor su monocorde melodía. El hombrecillo se negaba a ello alegando que estaba acabando de cenar. Mientras uno de los individuos intentaba distraer al del turbante, el otro colocó su mano sobre la bolsa del hombre. Éste de un tirón recuperó su escarcela y se la colocó en bandolera; luego, mascullando maldiciones, continuó degustando su pitanza. Martí siguió inspeccionando el panorama hasta que el criado trajo su bogavante aderezado con una salsa marinera y regado por una frasca de vino chipriota. Entonces corrió la cortina y se dedicó con fruición a dar buena cuenta del suculento crustáceo y de dos jarras del vino de Ciprius, olvidando el incidente.
Terminado su opíparo banquete y tras abonar el consiguiente precio, salió del local y antes de regresar a su posada decidió dar un paseo por el puerto a fin de que el aire de la noche evaporase rápidamente el resto de los vapores etílicos que enturbiaban un punto su mente. Ya su pensamiento volaba hacia Laia: contaba los días que faltaban para volver a verla y se preguntaba qué habría ocurrido en su ausencia, cuando de súbito le pareció escuchar un sincopado chapoteo y los ahogados gritos que llegaban desde el agua. Martí se asomó al muro y, sobre el camino que el reflejo de la luna rielaba en la bocana, observó el desesperado bracear de alguien que, envuelto en su túnica, intentaba salir del agua. Martí no lo pensó dos veces: tiró su saco bajo una embarcación que estaba aupada en unos maderos y se arrojó al agua, nadando en dirección al bulto que parecía a punto de ahogarse. En cuatro poderosas brazadas llegó junto al hombre cuando éste ya comenzaba a hundirse. Por suerte la mar estaba en calma y el agua no demasiado fría. Le dio la vuelta, lo tomó por la barbilla y de este modo fue nadando lentamente hasta arrastrarlo junto al muro de piedra. Entonces surgió el problema. No tenía un mal agarre en la pared y no alcanzaba a sujetarse a algún saliente o hierro de la superficie. El hombre era delgado, pero sus amplios ropajes empapados constituían, en aquellas circunstancias, un peso respetable, amén de engorroso. Martí miró a su alrededor, verdaderamente angustiado. Ni pensar quería que su aventura y todos sus proyectos finiquitaran en las aguas de aquel recóndito puerto de Famagusta. En tanto su pensamiento evocaba a Laia, alcanzó a ver, a una distancia asequible, una superficie flotante de madera de la que pendían varios cabos llenos de mejillones. Comenzó a nadar lentamente arrastrando al bulto. En ello andaba cuando el sujeto pareció volver en sí y, temblando, se le agarró como una lapa impidiéndole avanzar. No tuvo otro remedio que golpearlo con fuerza en la quijada. El hombre se desplomó en sus brazos y la tarea se tornó más factible. Un último esfuerzo y su mano libre aferró firmemente una de las cuerdas. El borde aserrado de las valvas de los moluscos laceró su palma y a punto estuvo de soltarse. Un postrer esfuerzo y él y su bulto estaban en el suelo de la batea. Su mano derecha sangraba abundantemente. Dejó al hombre con la cabeza apoyada en una improvisada almohada que hizo con su empapada túnica y palmeó sus mejillas para que recobrara el conocimiento.
Poco a poco éste volvió en sí y unas repentinas convulsiones sacudieron su frágil cuerpecillo, mientras comenzaba a expulsar agua por nariz y boca. Entonces Martí, tomándolo por los hombros, lo incorporó para que no se ahogara con su propio vómito. Luego, ya más calmado, sus ojillos vidriosos enfocaron a su salvador y en sus labios apareció una sonrisa de gratitud. En aquel momento Martí se preocupó de su lastimada extremidad, y rasgando con los dientes una tira del faldón de su camisa, procedió a vendarse la mano herida. Un rayo tímido de la luna alumbró la escena y a su pálida luz reconoció Martí al hombre al que los dos individuos habían importunado durante la cena en el Mejillón de Oro.
—¿Qué os ha ocurrido?
El individuo, con una vocecilla prácticamente inaudible, respondió:
—He sido atracado por dos bellacos, que ya me habían importunado durante mi cena, que me han robado la bolsa y me han lanzado al mar. De no ser por vos, a estas horas estaría visitando a mi Creador.
—Aguardadme aquí, regreso en un instante.
Al hablar el otro de su bolsa, Martí se acordó de la suya y partió como el rayo a recogerla. A través de una pasarela de listones sujetos mediante una cuerda que conectaba la batea con la dársena, se llegó a tierra firme y corrió hacia el lugar donde su instinto le indicó que se hallaba la levantada embarcación bajo la cual había lanzado su faltriquera, rogando para sus adentros que nadie hubiera reparado en ella, ya que si le dejaban sin sus contactos y documentos se hallaría perdido. Afortunadamente allí estaba. Cuando regresaba junto al hombre, éste ya se había levantado, y afirmándose en la soga que circundaba la superficie de la musclera, intentaba bajar a tierra.
—¿Qué pretendéis? ¿Caer al mar de nuevo?
—En absoluto. Perdonadme por las fatigas que os he causado esta noche. En verdad creí que no regresabais.
—Pues os habéis equivocado.
—Me alegro de ello porque sois responsable de mi vida.
—¿Por qué queréis ahora agobiarme además con esa servidumbre?
—En mi tierra hay un dicho que afirma que quien salva la vida a un semejante se constituye en su fiador.