Te Daré la Tierra (64 page)

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Authors: Chufo Llorens,Chufo Lloréns

BOOK: Te Daré la Tierra
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La voz de Martí sonó suave pero preñada de amenazas.

—El tiempo en que os consideraba una persona cabal pasó a la historia. Sé lo que hicisteis con Laia y no quiero decir la opinión que me merecéis por ello. El muchacho que vino a veros murió hace mucho. Sé lo poderoso que sois, pero no me asustáis y si intentáis algo contra mí hallaréis la debida respuesta.

—¿Qué es lo que hice con Laia además de ofrecérosla como esposa y cuidar de ella desde que perdió a su madre?

—No añadáis el cinismo a la perfidia y no me hagáis hablar.

—¡Si pretendéis que sabéis algo, decidlo! —gritó el consejero.

Ahora el que levantó la voz fue Martí.

—¡Me la ofrecisteis en matrimonio porque la habíais preñado! Eso fue en realidad lo que pasó. Antes de embarcarme no era digno de ella, y por ello la obligasteis a escribirme una carta en la que se desdecía de la palabra dada, y a mi regreso, en cambio, casi apadrinabais la boda a fin de ocultar así vuestras depravaciones —espetó Martí.

Mientras, Montcusí intentaba imaginar cómo había dado Martí con el paradero de Aixa. Y la esclava, a pesar de su mudez, ¿había conseguido contarle lo sucedido con ella, con Laia...? ¿O acaso era el padre Llobet el que no había sabido guardar el secreto de confesión? Qué más daba, no tenía pruebas...

—¿De dónde habéis sacado semejante despropósito?

—En Barcelona, vos no sois el único que está bien informado.

—Mentiras y calumnias. Cuando alguien ocupa los cargos que tengo yo, lógico es que se granjee muchos enemigos.

—¿Mentiras? ¿Quién mintió aquí diciendo que Aixa estaba muerta? ¿Por qué ordenasteis que le cortaran la lengua y la cegaran? —gritó Martí.

—¡Dejémonos de chanzas! ¡Jamás podréis probar tantas estupideces ante un tribunal!

—Ni lo pretendo. Lo que sí puedo demostrar, si llega el caso, es que ordenasteis cortar la lengua a una sirviente que era una mujer libre, amén de hacerle sacar los ojos.

—Para mí era una esclava, y por cierto artera e infiel. Además, ¿para qué quería la lengua si ya no iba a poder entonar sus canciones, ya que reconocéis que el obsequio era para mi hija y ésta había muerto? En cuanto a los ojos, os diré que el privar a un traidor de ellos no lo he inventado yo. Ya en las guerras púnicas cortaban la lengua y vaciaban las cuencas de cualquier cartaginés que intentara el espionaje... ¡Y yo fui espiado en mi propia casa!

—¡Sois un cínico!

—¡Tened cuidado con lo que decís! Me limité a impedir que quien tanto daño me había hecho con la palabra, pudiera en adelante volver a hacérmelo. Además, a nada conduce seguir polemizando sobre una esclava que por otra parte habéis recuperado. Os propongo que demos el asunto por zanjado. Tenemos demasiados intereses en común para que no sepamos separar la amistad de los negocios.

—Teníamos, ya nada nos une aparte del asco que siento por vos. Únicamente os anuncio que os podéis despedir de las prebendas que habéis obtenido hasta ahora de mí. Se acabaron las sinecuras y se terminó vuestra gabela sobre el aceite negro. El primero lo he vendido y ya no me pertenece. Como comprenderéis, no le he dicho al nuevo propietario que cargara sobre los productos una gabela fija ya que el intendente de abastos reclamaría su parte, y sobre el segundo tendréis que ir a demandárselo al veguer con el que ya he negociado el servicio para los próximos cinco años.

—Entonces se habrá terminado vuestra posibilidad de comerciar en la ciudad.

—No me hace falta vuestro consentimiento. No olvidéis que la mercancía llega en mis barcos.

—¿Debo entender que me desafiáis?

—Tomadlo como queráis.

—Si pretendéis salir indemne tras asaltar un predio de mi propiedad, robar una esclava, que pese a lo que decís puedo demostrar que servía en mi casa, e intentar perjudicarme, es que estáis loco.

—Loca volvisteis a Laia y a su madre. Conmigo no vais a poder.

—¿Os atrevéis a declararme la guerra?

—Tomáoslo como gustéis. Hasta ahora vuestro quebranto únicamente ha sido económico, pero sabed que no he de cejar hasta que vea arrastrado vuestro nombre por la riera del Cagalell.

Y dando media vuelta, Martí Barbany recogió su negra capa y salió del despacho del consejero consciente de que había iniciado una batalla de incierto final. A su espalda sintió clavarse unos ojos grises entreverados de amor y gratitud que le observaban desde un mudo retrato.

87
El intercambio de rehenes

Todas las campanas de la ciudad, siguiendo a la de Santa Eulàlia en la seo, comenzaron a repicar furiosamente reclamando la presencia de las gentes armadas en la zona de la sinagoga. Las calles se llenaron de paisanos provistos con toda clase de armas: horcas, azadones, arcos, lanzas, cuchillos, mazas... y las cofradías se iban alineando en los lugares que tenían asignados. Los aledaños de las plazas eran un hervidero de hombres que acudían sin saber el porqué de la orden. Lo único evidente era que las campanas habían convocado a sacramental y la obligación de cada cual era obedecer las directrices que se dieran al somatén. Las filas de paisanos iban aumentando.

Martí, que era jefe de los trabajadores de las atarazanas (calafateadores, herreros, torcedores, carpinteros de ribera, cordeleros, remachadores, etc.), se dispuso a partir en cuanto oyó el toque de campanas. Omar, Andreu y Mohamed, ya un mozalbete, seguían a su patrón.

Una azorada Ruth se presentó sin casi llamar a la puerta de sus habitaciones.

—¿Qué es lo que ocurre, Martí?

—Sé tanto como vos. Lo único que me consta es que en el menor tiempo posible debo estar armado en la plaza cerca de la sinagoga el frente de mis trabajadores.

—¿Y luego?

—La puerta que nos corresponde es la de Regomir. Si no mandan otra cosa, allá deberé estar para defenderla.

—¡Pero si a vos no os compete! ¿No están los nobles feudales para este menester? Si no, ¿para qué otra cosa sirven? El trabajo los denigra en tiempo de paz, y cuando hay que combatir piden ayuda a todos los ciudadanos. ¿A qué vienen, entonces, tantos privilegios?

—Sería muy prolijo, Ruth. Pretendéis que os resuma la gloriosa historia de esta ciudad en un rato, precisamente ahora que debo partir y no tengo tiempo.

Sin embargo, la muchacha no cejaba en su interpelación y quiso saber más.

—Los de mi raza tienen muchas desventajas en cuanto a ciudadanos; sin embargo, en situaciones como la actual, deben quedarse en el
Call
como si nada fuera con ellos.

—Precisamente porque no son considerados ciudadanos de Barcelona. Y es ésta una consideración tan excepcional que no se da igual en ningún otro lugar de la península. Tendríais que visitar Venecia, Génova o Nápoles y ni allí encontraríais parangón semejante en cuanto a privilegios se refiere.

—Es la primera vez que creo que ser judío representa alguna ventaja.

—Alcanzadme la espada que fue de mi padre —ordenó Martí con una seña.

La muchacha tomó entre sus manos la vaina del arma y se la ciñó a Martí en la cintura, aprovechando la coyuntura para mantenerlo por unos instantes rodeado entre sus brazos. Él la intentó separar. Luego súbitamente, la muchacha se puso de puntillas, alzó su rostro hasta la altura del de Martí y depositó en sus labios un beso tímido y leve, como el aleteo de una mariposa.

—¿Qué hacéis, Ruth? —indagó Martí cuando ella separó su boca de la de él, en tanto que un fuego interior desconocido hasta aquel momento le mordía las entrañas.

Ruth lo miró de frente y dijo en voz alta y clara:

—Os vais a la guerra y os despido. Os amo desde que era una niña y tiemblo solamente de imaginar que os pudiera pasar algo.

Martí se dio cuenta de que la niña había crecido y que la que estaba plantada frente a él era una hermosa y turbadora criatura.

Asimismo tomó conciencia de su deber hacia ella y recordó el juramento dado a su padre.

El hombre, hecho un manojo de nervios, argumentó:

—Ruth, yo también os profeso un gran afecto pero esto no debe volver a suceder nunca más. Vuestro padre me ha confiado vuestra protección. Os ruego que no hagáis las cosas más difíciles.

Tras estas palabras, y tomando el bacinete de encima del lecho, partió Martí llevando en la cabeza un autentico revoltijo de ideas.

Junto a sus criados, armados todos hasta los dientes, llegó al punto indicado justo a tiempo. Jofre ya estaba allí, no así sus otros capitanes, que en aquella señalada ocasión estaban de viaje. Martí se colocó frente a su gente, aunque tenía la cabeza en otra cosa.

Finalmente el repiqueteo de campanas cesó y el veguer, desde el palacio, arengó a la inquieta multitud. Olderich de Pellicer, tomando una bocina de latón que le entregó un consejero y llevándosela a los labios, habló:


Sou atents?

La tropa respondió con una sola voz:


Som atents!

—¡Vecinos de Barcelona! Hemos sabido a través de las señales de las hogueras y del sonido de los cuernos, y por los emisarios de otras poblaciones, que una fuerza sarracena considerable se está acercando a las murallas de la ciudad. Ignoramos cuáles son sus intenciones pero debemos estar preparados para cualquier eventualidad. Que cada uno acuda a la puerta de la muralla que tiene asignada y se ponga a las órdenes del jefe militar de ella. Las mujeres que se apresten a transportar agua y a mantener los fuegos encendidos y los niños que cuiden de transportar piedras para alimentar las catapultas. Vecinos, ¡viva Barcelona! ¡Viva santa Eulàlia!

Tras esta proclama la muchedumbre se disgregó ordenadamente. Guiados por sus jefes, todos fueron recibiendo a las huestes que debían defenderlos. Martí llevó a los suyos hasta la puerta de Regomir y allí aguardó a que el jefe militar correspondiente le diera las órdenes pertinentes. Instintivamente llevó el dorso de su diestra hasta sus labios e intentó borrar el beso que la muchacha había depositado en ellos y que aún le quemaba.

En el Palacio Condal la actividad era febril. Después de escuchar a los mensajeros, el conde se había reunido con el senescal, el veguer y los consejeros áulicos entre los que se hallaba el intendente Bernat Montcusí.

Ramón Berenguer ocupaba la presidencia de la larga mesa a punto de dar instrucciones a sus capitanes.

—La situación, señores, es la siguiente. Una fuerza selecta, por más que no excesivamente numerosa, ha atravesado el Llobregat y se acerca a la ciudad por el flanco sur. La cosa en sí carece de importancia si supiéramos que esta hueste no es una avanzadilla de otra mayor. Debemos, por tanto, estar preparados. Gualbert —dijo Berenguer, dirigiéndose al senescal mayor—, tomaréis el mando de la operación de defensa de la ciudad en tanto que yo mismo, al frente de doscientos jinetes, saldré a su encuentro.

Todos callaron, pues conocían desde siempre cuál era su misión en caso de que algún enemigo intentara asaltar Barcelona. No estaba claro quiénes iban a acompañar al conde en la avanzada. Gilbert d'Estruc, Bernat de Gurb, Guerau de Cabrera, Perelló Alemany y Guillem de Muntanyola aguardaban expectantes que recayera sobre ellos el honor de acompañar al conde llevando el estandarte.

Una voz sonó al fondo de la asamblea.

—Padre, creo que ha llegado la ocasión de que me otorguéis el mando de la expedición y que aguardéis protegido dentro de las murallas de la ciudad. A vuestra edad es más aconsejable que permanezcáis a buen resguardo en lugar de salir a campo abierto.

La voz era la de Pedro Ramón, primogénito de Ramón Berenguer, fruto de su primer matrimonio con la fenecida Elisabet de Barcelona.

Todos los presentes dirigieron las miradas al viejo conde, imaginando una firme y contundente respuesta.

Éste respondió armado de paciencia.

—Tiempo tendréis, hijo mío, de mandar. Vuestro padre aún no ha dimitido de sus obligaciones y no olvidéis que la legitimidad de un linaje se basa en que quien ostente el poder lo haga cuándo y cómo le corresponde. Vuestro tiempo aún no ha llegado, y seré yo quien decida el cuándo y el cómo.

La respuesta del hijo sonó áspera y desabrida.

—El cuándo será cuando faltéis vos pero no el cómo. Mi primogenitura es inalienable: nadie debe saltarse ese orden. Os ruego que no lo olvidéis, y que se lo recordéis a vuestra esposa, ya que pretende raras maniobras a fin de colocar a vuestros gemelos, mejor dicho a uno de ellos, en el trono del condado de Barcelona, soslayando mis derechos.

Tras estas palabras el iracundo joven abandonó la estancia.

La voz de Bernat Montcusí, consejero económico del conde, interrumpió la tensión del momento.

—No hagáis caso, señor. Dejad que el gallito afile los espolones y no le tengáis en cuenta sus palabras.

El astuto Montcusí quería dejar constancia de que había roto una lanza a favor del heredero, ya que sin duda su acción llegaría a sus oídos y un día u otro podría sacar rédito de su defensa.

Después de escoger a los capitanes que le iban a acompañar en la descubierta, el conde Ramón Berenguer se puso al frente de la tropa que iba a salir al encuentro de Abenamar, que se acercaba para intentar rescatar a ar-Rashid, primogénito de al-Mutamid de Sevilla, pagando el menor coste posible.

Las almenas se veían totalmente ocupadas y entre los merlones asomaban temibles los arcos de largo alcance de los defensores. En las plataformas de las torres lucían amenazadoras las catapultas de torsión, cuyo tensor estaba formado por tripas de caballo trenzadas y calentadas en aceite de palma, y los onagros
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con las cucharas cargadas de un montón de piedras de regulares proporciones que al ser lanzadas, se esparcirían provocando una gran mortandad entre las tropas de los asaltantes. A menos de una legua se divisaba la fuerza enemiga. Se componía ésta de unos quinientos jinetes o más, montados en soberbios corceles árabes.

La puerta del Bisbe se abrió, y acompañando a Ramón Berenguer, conde de Barcelona, salió una tropa de jinetes que formó bajo la muralla enarbolando el pendón cuatribarrado, rojo y amarillo, en cuyo centro lucía la imagen de santa Eulàlia.

Al divisar a las fuerzas catalanas, la tropa sarracena adelantó una embajada de seis jinetes que avanzó bajo dos estandartes, el verde de la ciudad de Sevilla, en cuya mitad y en letras doradas figuraba la leyenda «Alá es grande», y otro blanco que indicaba que avanzaban en son de paz. La embajada mora se detuvo a media legua y allí aguardó a que los catalanes enviaran a sus representantes.

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