Authors: Chufo Llorens,Chufo Lloréns
—¿Dónde está mi madre, Manel?
—Arriba, señor, acostada en nuestro dormitorio. Mi mujer, mis hijos y yo mismo nos hemos arreglado junto al hogar.
De un par de saltos ganó Martí los cinco peldaños que separaban la planta del primer piso, y asomándose al arco de la única habitación pudo observar a una mujer prácticamente irreconocible que, acostada en un humilde catre con las guedejas de su cabello gris desparramadas sobre el cobertor, pugnaba trabajosamente por respirar.
Todos se agolparon en la entrada. Martí se arrodilló a su lado y tomando la mano que pendía a un costado, comenzó a hablarle quedamente.
—¿Qué os han hecho, madre, qué os han hecho?
La mujer alzó los párpados y giró la cabeza hacia su hijo, mientras sus ojos intentaban enfocar el rostro del que le hablaba.
Algo parecido a una sonrisa amaneció en sus resecos labios.
—Sabía que vendrías, Martí, ya me puedo morir.
—Aquí no se va a morir nadie, madre.
Hubo una pausa en tanto las frazadas se agitaban impulsadas por la respiración agotada de la mujer.
Un leve apretón de la mano de su madre indicó a Martí que la agonizante quería decir algo.
—Eran seis o siete encapuchados... llegaron en plena noche... montaban caballos y portaban en sus manos antorchas encendidas... dos de ellos derramaban el líquido de unas ánforas antes de que los otros actuaran... Era fuego del infierno y alguien parecido a Satanás andaba por medio... ni el agua ni el golpeo de las ramas de todos los que acudieron en medio de la noche lograron apagarlo... era horrible... La techumbre de la cuadra cayó sobre el pobre Mateu, que había entrado para intentar soltar a los animales...
Un súbito ataque de tos impidió continuar a la mujer.
—Madre, ¿pudisteis ver algún rostro, algo, un indicio que me dé una pista?
—Los ojos... Martí, los ojos del que parecía mandar... se le cayó la capucha... eran glaucos... de un azul pálido casi líquido... el cabello más claro que la paja... y el rostro marcado por la viruela, pero no te demores, hijo mío, ve a buscar al cura, tengo una charla pendiente con Dios y no quisiera llegar tarde.
Al oír estas palabras, el padre Llobet, que aguardaba en el quicio del arco, se abrió paso hasta la cama mientras con un gesto ordenaba a todos los presentes que se retiraran. Martí le cedió su puesto y se colocó discretamente a un lado. El clérigo se sentó en el borde del lecho de la moribunda, tomando su mano. La expresión interrogante del rostro de la mujer indicó a Eudald que pese al tiempo transcurrido, le había reconocido.
—Ya veis, Emma, cómo el Señor hace que nuestros caminos se entrecrucen de nuevo.
—Gracias por cuidar de mi niño tantos años.
—Vuestro difunto marido cuidó de mí mucho mejor. Yo sólo intento saldar una deuda.
—Con él me voy a reunir si es que no está en el infierno.
—Allí no hay nadie, existe, pero está vacío. El Señor, que ama infinitamente a sus hijos no permite que oveja alguna se pierda.
La respiración se hacía por momentos más y más entrecortada.
—Os voy a dar la absolución.
—No os he confesado mis pecados.
—No tenéis pecados.
—Sí, padre. He odiado mucho.
—¿Y quién no, hija mía?
La respiración era casi agónica.
Emma cerró los ojos mientras Eudald le daba la absolución.
Martí se aproximó por el otro lado y le tomó la mano derecha.
Los ojos de su madre le miraron por un instante fijamente.
—Me hubiera gustado mucho irme de este mundo y verte al lado de una mujer que me diera nietos.
Fue en ese instante cuando Martí tuvo la plena certeza de que sólo había una mujer en el mundo con quien deseara tener hijos. Pero Ruth, según le había explicado Llobet en un alto en el camino, no había aceptado el ofrecimiento de un matrimonio blanco y había dejado la protección de su casa para no ponerlo en peligro.
La moribunda murmuró un «que Dios te bendiga» y luego cerró los ojos y ya no volvió a decir palabra. Sólo exhaló un suspiro más hondo que los anteriores; y luego una paz infinita se instaló en su rostro.
Martí se puso en pie y la expresión de su mirada asustó a Eudald.
—¡Juro por Dios vivo que quien haya cometido esta iniquidad la pagará con su vida!
Eudald lo miró con una expresión indefinible. El clérigo se enfrentaba al guerrero.
—No es bueno, Martí, que viváis con este reconcomio dentro. La venganza desagrada a Dios.
—No es venganza: es justicia, Eudald. Además, la Biblia dice: «Ojo por ojo y diente por diente».
La voz de Jofre resonó a su espalda.
—El padre Llobet tiene razón, un refrán de los hombres del mar dice así: «Hay marinos vivos y marinos muertos y los hay prudentes y los hay temerarios; lo que no hay son temerarios vivos». Deja, Martí, que los muertos entierren a los muertos. Tu madre ya se ha reunido con tu padre, descanse en paz.
Al día siguiente y después de enterrar a Emma y al viejo Mateu en el cementerio que estaba junto a la iglesia de Castelló d'Empúries, Martí quiso inspeccionar todo lo que habían sido sus tierras. Entre los restos de la antigua cuadra halló un fragmento de una de las vasijas de loza en las que transportaba el aceite negro de allende los mares con la fecha y su señal grabadas.
—Eudald, he aquí la prueba de la mano que está detrás de todo esto. Sólo existen dos personas que dispongan de este tipo de ánforas: otro y yo. En cuanto llegue a Barcelona, si sois mi amigo me conseguiréis una entrevista con la condesa; quiero mostrar a las gentes del condado la calaña del consejero del conde y ponerlo en la picota.
—Haré lo que dispongáis, pero os repito que será un formidable enemigo.
—Si no hago esto por mi madre, por Laia, por Baruj... no podré considerarme un hombre. Me habéis dicho que respetabais la decisión de Ruth porque ésa era su verdad. Pues bien, ésta es la mía.
—Sea como queráis.
Martí, tras acudir al notario a fin de repartir las tierras del predio de su madre entre las personas que habían compartido su vida con ella, regresó a Barcelona junto a sus dos amigos. En su corazón anidaban dos sentimientos encontrados: junto al amor que ahora tenía la certeza que profesaba a Ruth y la necesidad de convertirla en su esposa para siempre, anidaba un odio feroz hacia el ser que mayor daño le había causado a lo largo y ancho de su vida: el consejero del conde, Bernat Montcusí.
Nadie aguardaba en la antesala. Un ujier había introducido al visitante avisado por el confesor de la todopoderosa Almodis. Sin poderlo remediar, un nervioso cosquilleo ascendió por las vértebras de su espalda. Siempre que había tenido ocasión de visitar a la condesa, le sucedía lo mismo.
Al cabo de un breve tiempo, una puerta lateral se abrió y la corpulenta figura del canónigo ocupó el quicio en su totalidad.
—Podéis pasar, la condesa ha dado su venia.
Martí se puso en pie y tomando su capa del banco donde la había dejado, se dispuso a seguir los pasos de su protector. Mientras caminaban por un estrecho pasillo que daba al gabinete privado, Eudald le puso al corriente de las novedades.
—Recordadlo: deberéis ser breve y conciso. No habléis hasta que ella lo haga y, cuando os interrogue, no os andéis por las ramas. Os dirá sí o no, en todo caso no deberéis insistir, y sobre todo no se os ocurra intentar lisonjearla, le molestan sobremanera los cortesanos aduladores.
—Descuidad, no es mi estilo, ni con la condesa ni con nadie.
—Otra cosa, aunque ella os lo insinúe no le digáis que vuestras sospechas provienen de su bufón. Al entrar, Delfín me ha hecho un gesto significativo. No lo delatéis: perderíamos un aliado.
En éstas estaban, cuando llegaron ante la pequeña puerta medio disimulada que se abría en la tapizada pared del gabinete.
Eudald se introdujo en primer lugar y tras él fue Martí.
La condesa Almodis, rodeada de su pequeña corte, entretenía su sobremesa oyendo el sonido de una cítara tañida por Lionor, en tanto el bufón jugueteaba con su perro de aguas y doña Brígida y doña Bárbara andaban enfrascadas en una partida de ajedrez.
Ante una ligera señal del clérigo, Martí se detuvo a prudente distancia y ambos aguardaron inmóviles a que la serenata finalizara y que Almodis tuviera a bien dedicarles su atención.
La cítara dejó de sonar y la condesa, como si no se diera cuenta de que aguardaban visitantes, se dirigió al enano, cosa que acostumbraba a hacer para desconcertar a la gente que acudía a solicitar algo.
—Delfín, ¿es en verdad muy difícil conseguir que cuando escucho música dejes al perro en paz?
El corcovado, irónico y mordaz como de costumbre, respondió:
—Decídselo al perro. Él es el que me provoca; ha tomado afición por mis pantorrillas y si no me defiendo puedo morir. Para vos quizá sea un perro faldero, pero para mi tamaño resulta un lobo.
—Está bien, pues ahora mis damas, tú y el lobo me vais a dejar. He de despachar con mi confesor y el señor Barbany.
La pequeña corte partió y una vez cerradas las puertas un silencio hondo se instaló entre ellos, provocado expresamente por la condesa que tanteaba de esta manera el proceder de sus visitantes.
Unos instantes después, Almodis se dirigió a ellos, como si fuera una sorpresa la presencia de extraños en su alcoba.
—¡Qué agradable encuentro! Sed bienvenido, Martí Barbany. El padre Llobet siempre logra sorprenderme. ¿Qué asunto os trae hasta mi presencia?
—Me he atrevido a molestaros para solicitar algo que es de estricta justicia y que a la larga o a la corta reportará beneficios al servicio del conde —empezó Martí.
—No me respondáis con acertijos a los que soy poco dada, ni pretendáis crearme expectativas. Es mejor para todos que vayáis al grano.
Martí se maldijo por haber olvidado una de las reglas básicas que Llobet le había recomendado.
—Está bien, señora. Hay en la corte gentes que miran más por su propio provecho que por el bien de Barcelona.
—Nada nuevo me decís —dijo la condesa con una sonrisa—. Sé bien que en un jardín y entre las rosas hay espinas y entre la fruta gusanos.
—La comparación sirve al caso, y no sería importante si no fuere que la persona a la que aludo es muy cercana al conde y me atrevo a decir que su talante no es el de un buen y leal consejero.
Almodis, lenta y deliberadamente, haciendo hincapié en el tono, respondió:
—En la corte, señor mío, hay leales súbditos y cortesanos mendaces. Sé bien quién es mi amigo y partidario, y a quién debo soportar porque divierte o entretiene al conde, halagándolo. No todos son de mi gusto: a unos los frecuento y a otros los tolero. Pero incluso yo debo ir con cuidado con mis acusaciones. No voy a cometer la torpeza de privar a mi augusto esposo de un juguete con el que está encaprichado. Si tenéis algo concreto que decir, hacedlo.
Eudald cruzó con Martí una rápida y significativa mirada.
—Está bien. El consejero de abastos sirve al condado en tanto se sirve a sí mismo y para ello no repara en medios. Debo acusarlo y lo acuso de haber incendiado una masía de mi propiedad, provocado la muerte de mi madre y de un fiel sirviente y también de ser el causante del suicidio de su propia hijastra.
Almodis clavó fijamente sus verdes pupilas en el rostro de Martí.
—Lo que decís es muy comprometido, y debéis tener pruebas antes de hacerlo público.
—No es todo, y no quisiera abrumaros con mis cuitas.
—Habéis venido a hablar. Hacedlo.
—Está bien; cegó y cortó la lengua a una liberta, sin derecho a hacerlo, y carga la mano en el reparto de puestos en el mercado, desviando cantidades ingentes a su bolsa.
Tras otra larga pausa, la condesa preguntó:
—¿Y qué pretendéis que haga?
—Que me autoricéis a demandarlo en vista pública y ante todo el pueblo.
—Eso no está en mi mano. Como consejero condal no puede ser demandado por un súbdito.
—Entonces, ¿los maleantes están protegidos si son poderosos?
—No es exacto, mas si el pueblo llano pudiera litigar con los consejeros, los motivos serían la envidia y la venganza, y al igual que un plebeyo no puede querellarse contra un noble, a un consejero únicamente puede acusarlo otro consejero. Es una ley que no puede dejarse de lado.
—Bernat Montcusí es ciudadano de Barcelona y vos me concedisteis igual honor.
—¿Qué insinuáis?
—Que según las leyes de las que me habláis, un ciudadano deberá poder querellarse contra otro ciudadano.
—No, si éste es de rango superior.
—Entonces, señora —dijo Martí en un duro tono de voz—, permitidme deciros que ley que no atiende a la razón de los débiles, no es ley.
—A fe mía que sois tenaz, Martí Barbany.
—La razón y la Biblia me asisten.
—Tal vez exista una solución, pero es harto arriesgada...
—No me importan los riesgos.
Almodis le indicó con una mirada que se calmara.
—Veréis, un ciudadano puede entablar contra otro ciudadano, aunque éste sea de rango superior, una
litis honoris.
—Y ¿en qué consiste?
—Es una batalla dialéctica y pública donde el ofendido acusa al ofensor, pero únicamente afecta, tal como dice el título, al honor de ambos —explicó Eudald.
—¿Por qué de ambos?
—Porque el acusado no únicamente puede defenderse, sino que también tiene el derecho de acusar.
—Entonces, ¿ofendido y ofensor están en iguales condiciones?
—No, Martí. El ofensor sólo puede acusar en su propia defensa y deberá hacerlo sobre las cuestiones que haya puesto sobre la mesa el ofendido.
—Mirad bien si os conviene —terció Almodis—. En el supuesto de que convenciera a mi esposo, cosa harto improbable, podéis salir trasquilado. Bernat Montcusí tiene fama de ser un polemista aguerrido y asaz bien informado.
Martí recapacitó.
—Y ¿cuál es la condena en caso de que pueda demostrar mis acusaciones?
Eudald aclaró:
—Únicamente el conde deberá considerar, asesorado por los jueces, si hay mentira y falta al honor. En caso de que así fuere, la única pena son el destierro temporal y la reposición del daño si éste afectara al conde.
—Lo que os ofrezco es harto importante —añadió Almodis—. La consecuencia de una falta al honor de un consejero se considera un baldón infamante que lo inhabilita para posteriores empleos y cargos.