Authors: Chufo Llorens,Chufo Lloréns
—¿Cómo creéis que le han inoculado el veneno? —preguntó Omar.
Jofre respondió esta vez.
—En muchos lugares se extrae de arañas o escorpiones y con él se untan puñales y puntas de flecha; de esta manera se asegura la cuchillada. En Hispania se recurría a la viuda negra. El veneno de esta araña, llegado el caso, puede tener consecuencias irreversibles. Me lo contó una noche Eudald Llobet. En sus tiempos de soldado ya se hacía.
La voz de Martí sonó apenas audible.
—He de descansar, amigos míos. Si no muero esta noche, mañana he de estar en la Casa de la Ciudad. Mi negocio no admite espera...
Martí ocupó su lugar en el atril correspondiente y a requerimiento del secretario respondió:
—Señores jueces, ilustrísimos consejeros, excusad mi tardanza, esta madrugada he sido atacado y herido junto a la Pia Almoina. La mano que lo hizo descansa en paz, no así la mente instigadora que estoy seguro pertenece a alguien que está buscando mi ruina desde hace tiempo.
Un murmullo se extendió ante las palabras del ciudadano Barbany. Todas las miradas convergieron sobre el atril que correspondía al consejero económico; éste estaba pálido y sus ojos denotaban la sorpresa que le causaba la presencia de Martí y sus palabras. Sin embargo, supo contener el gesto e hizo como si todo aquello nada tuviera que ver con él.
El juez Frederic Fortuny se puso en pie y, golpeando la recia mesa con el mazo, reclamó silencio.
—¡Póngase en pie la concurrencia para recibir a los muy nobles condes de Barcelona, Gerona y Osona, Ramón Berenguer y Almodis de la Marca!
El rumor de pies deslizándose sobre el maderamen de las tribunas inundó el salón.
Cuando todos los presentes se hubieron alzado y los caballeros hubieron descubierto sus cabezas, hizo su entrada en el salón, solemne y mayestática, la pareja condal, que ocupó al punto sus tronos. Ramón vestía túnica escarlata recamada en oro viejo, calzas carmesíes y manto con el borde orlado de armiño. En la cabeza lucía la corona condal con el centro cubierto de terciopelo rojo. Almodis iba ataviada con un vestido verde esmeralda, con las mangas de color gris perla y un ceñidor plateado que rodeaba sus caderas y descendía por delante realzando su espléndida figura. Su cabeza estaba adornada con la corona condal, recamada en sus puntas por pequeñas perlas. El conde, después de acomodarse, hizo un leve gesto con la cabeza dando venia para que la
litis honoris
diera comienzo.
El juez Fortuny prosiguió:
—Excelentísimos y amados condes, preclaros componentes de la
Curia Comitis,
distinguidas casas nobles, clero de la ciudad y ciudadanos de Barcelona. Va a dar comienzo la
litis
que promueve el ciudadano Martí Barbany de Montgrí contra el ilustrísimo Bernat Montcusí i Palau. Ocupen sus sitios y guarden silencio.
Entre el crujido de faldas y el tintineo de metales producido por el roce de los tahalíes y las puntas de las vainas de dagas y espadines, la nobleza, el clero y las gentes fueron ocupando sus plazas y un sobrecogedor silencio se instaló en el salón.
El juez Frederic Fortuny cedió su lugar a Eusebi Vidiella, que actuaba como secretario, y él se sentó tras la mesa. El segundo tomó la palabra.
—Póngase en pie el demandante.
Martí se levantó de la mesa y se dirigió a su atril.
—Tenga en cuenta el denunciante las reglas que rigen este tipo de litigios que exclusivamente afectan al honor de las personas y que no son juzgados por las comunes leyes de nuestros
Usatges.
Únicamente en caso de que alguna de las partes cayera en manifiesto perjurio, el conde nuestro señor dictaría la sentencia. Los jueces estamos aquí para aconsejar y para indicar lo que proceda, pero no para juzgar, y los testigos que fueren llamados a declarar solamente podrán certificar hechos, no intenciones.
Tras estas palabras convocó a los litigantes para que, frente al obispo, profirieran su juramento.
Desde la entrada del fondo avanzó el obispo Odó de Montcada acompañado del notario mayor Guillem de Valderribes; con paso lento y solemne se dirigieron a la mesa de los jueces, que ostentaba en su parte derecha un crucifijo sin imagen y a la izquierda una Biblia.
El secretario convocó a los dos adversarios. Éstos acudieron a la llamada desde sus respectivos pupitres.
Guillem de Valderribes habló dirigiéndose al público, ya que muchos de los presentes ignoraban cómo era la ceremonia que se iba a desarrollar ante sus ojos.
—Es ésta una
litis honoris.
Por tanto, procederé a tomar juramento a estos distinguidos ciudadanos cuyo único delito sería el de faltar a la verdad. Otra cosa no juzgamos en esta ocasión, ya que un ciudadano de Barcelona no puede, sin pertenecer a la nobleza, abrir una querella contra alguien que está desempeñando un cargo condal. Yo, como notario mayor, daré fe del acto y si alguno cometiere perjurio, nuestro conde en persona dictará el veredicto.
Tras estas palabras convocó en primer lugar a Bernat Montcusí, que se acercó a la mesa engolado y pomposo.
—Colocad vuestra diestra sobre la Biblia, señor, y repetid conmigo: «Yo, Bernat Montcusí i Palau, consejero económico del condado de Barcelona e intendente general, juro solemnemente por mi honor declarar la verdad y solamente la verdad en cuantas cuestiones sea solicitado mi testimonio. Si lo cumplo, que Dios Nuestro Señor me lo premie y si no, que Él o mi señor en la tierra, Ramón Berenguer, conde de Barcelona, me lo demande».
El consejero, tras repetir la fórmula y firmar en el libro de actas que le presentó el notario mayor, regresó a su lugar. A continuación Martí Barbany hizo lo mismo. La vista iba a comenzar.
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En cuanto los litigantes hubieron vuelto a sus lugares respectivos, el juez Frederic Fortuny inició el acto.
—Tenga la vez y la palabra el querellante y ponga a esta mesa en antecedentes de todo aquello que quiera demostrar.
Martí se puso en pie con esfuerzo notable, de modo que de nuevo el juez mayor intervino.
—Dado vuestro estado, si preferís hacer vuestra exposición sentado, tenéis la venia.
—Prefiero hacerlo de pie, señoría.
—Comenzad entonces.
—Yo, Martí Barbany de Montgrí, ciudadano libre de Barcelona, acuso al consejero económico Bernat Montcusí de los siguientes cargos: en primer lugar, de haber cegado y cortado la lengua a una liberta de mi casa, sobre la que no tenía derecho alguno; en segundo, de la quema de un predio de mi propiedad, a causa de lo cual fallecieron mi madre, Emma de Montgrí, y un siervo de la casa, Mateu Cafarell; en tercer lugar, de la muerte de su hijastra, Laia Betancourt, que si bien se suicidó como es sabido, cometió ese terrible acto por culpa de su padrastro.
El silencio era total. El ruido de un pergamino que cayó al suelo resonó en toda la sala.
El juez presidente Ponç Bonfill intervino.
—Proceded por partes. Empezad por el primer cargo.
—Está bien. Conocí a Laia Betancourt en el mercado de esclavos recién llegado a Barcelona. Subastaban una esclava en la Boquería, cuyo nombre es Aixa, y ella y yo mismo fuimos los últimos optantes de la puja. La hijastra del consejero me pareció tan bella criatura que hice por conocerla e irresistiblemente me enamoré de ella. Teniendo que partir a un largo viaje de indefinida duración y siendo mi esclava Aixa una excelente cantante y tañedora de instrumentos, la manumití y le rogué que en mi ausencia dedicara su arte a mi amada Laia, para lo cual demandé el correspondiente beneplácito a su padrastro, al que también solicité venia para cortejarla. Me respondió a lo segundo que era tarea vana si no llegaba a ser ciudadano de Barcelona, cosa harto difícil, pero sin embargo autorizó el obsequio. A mi regreso se me comunicó que Aixa había muerto de peste. Tras la muerte de Laia, de la que hablaré con detalle más adelante, una confidencia me reveló que vivía prisionera en Terrassa. Con el documento pertinente de su manumisión me dirigí a rescatarla y cuando la hallé, la encontré presa en una mazmorra repugnante, en estado deplorable. Había sido cegada y le habían cortado la lengua.
La tensión crecía por momentos entre las gentes y cada cual miraba receloso a su vecino por ver si admitía las acusaciones o bien las rechazaba.
La voz del juez principal rasgó el silencio.
—Ilustrísimo consejero. ¿Qué tenéis que alegar ante dicha acusación?
Martí se retiró a su lugar en tanto que Bernat Montcusí, con el temple que le caracterizaba, se puso en pie y trasladó su voluminosa humanidad desde su mesa hasta el atril, con paso medido y lento. Una vez allí inclinó la cabeza ante los condes y mirando al público comenzó con voz solemne su alegato.
—Excelentísimos condes de Barcelona, colegas de la
Comes,
nobles señores, clero en general y sobre todo queridos conciudadanos. ¡Cuán largo es el camino que se debe recorrer para construir una reputación y con cuánta facilidad se puede destruir! Hete aquí a un advenedizo que creyó que con sus dineros podía conculcar la verdad y destrozar la honra de un súbdito que ha dedicado su vida al servicio de la comunidad, y para ello se atreve a sembrar la incertidumbre entre gentes, sin duda bienintencionadas, aunque fácilmente influenciables. Nada hay peor que una media verdad, pues un aserto semejante tiene visos de que si no es, bien pudo ser. Ved cómo en un momento puedo echar por tierra sus falacias y muestro la otra cara de la moneda. El señor Barbany acudió a mí solicitando un sinfín de favores para realizar negocios en Barcelona. Viendo que beneficiaban a la economía de sus habitantes y que no contravenían las leyes establecidas, los autoricé sin reservas. No hace falta que indique de qué negocios se trataba, pues sus señorías los conocen perfectamente. También es verdad que, en mi inocencia, le ofrecí mi amistad incondicional, creyendo que sabría apreciar en su justa medida lo que ello representaba. Incluso llegué a abrirle las puertas de mi casa en varias ocasiones y le prodigué mi hospitalidad. Cierto que conoció a mi querida hija en el mercado de esclavos y cierto que se atrevió a pedir permiso para cortejarla. Podía haber rechazado de plano su demanda pero, vive Dios que siempre admiré la osadía de la juventud y su empuje, de modo que condicioné mi respuesta a que obtuviera la ciudadanía de Barcelona. Él partía entonces para un largo viaje y admito que no supe ver el alcance y lo astuto de su demanda. Solicitó mi venia para ofrecer a una esclava que tenía grandes dotes para el canto a fin de que alegrara las veladas de mi Laia. Imagino que sus señorías han captado perfectamente lo artero de su intención. Lo que hacía el señor Barbany era meter en mi casa el huevo del escorpión a fin de ganarse la voluntad de mi querida hija. Pasó un tiempo y, entregado a mis trabajos en beneficio de la ciudad, soy consciente de que tal vez descuidé mi labor de padre. No supe ver que la serpiente que había deslizado cerca de mi Laia iba metiendo en su cabeza la simiente de un mal amor. La tal Aixa, avezada alcahueta, encubrió y facilitó las entrevistas de mi hija con Martí Barbany, antes de su partida, en casa de su antigua aya que colaboró a propiciar los encuentros, aunque tal circunstancia no la supe hasta mucho más tarde. Transcurrieron varios meses y el antedicho partió hacia un largo periplo. Fue entonces, y a raíz de un incidente casual, cuando me enteré de todo el asunto.
»Reprendí a mi hija y la conminé a dejar aquella locura, para lo cual la obligué a escribir una carta en la que reconocía su yerro y daba la relación por concluida. Como comprenderéis, aparté a aquella mala pécora de su lado y habiéndola tomado por una esclava, pues ése y no otro fue el sentido del obsequio, la mandé encerrar y en mi derecho la cegué y enmudecí como castigo que la ley admite aplicar al esclavo infiel. Habiendo fallecido Laia, que en su bondad siempre intercedía en su favor, no tenía sentido hacerla volver y la dejé encerrada a fin de que purgara su pena.
»¡Cuál no sería mi sorpresa cuando un día me llega la nueva de que un grupo capitaneado por Barbany ha hollado la casa donde la tenía recluida, y se ha atrevido a liberarla, con nocturnidad y avasallando a su administrador, don Fabià de Claramunt! Y, permítanme que les haga una pregunta: si alguien presume de tener la razón de su parte, ¿por qué se presenta de noche como un ladrón y asalta una propiedad privada con alevosía, en lugar de venir a reclamar su derecho de día y en la forma correspondiente? Traslado a sus señorías la pregunta y les invito a recapacitar sobre el hecho.
»Por el momento ésta es mi respuesta, sin embargo me reservo el final de esta historia que relataré a tenor de las acusaciones que contra mí se hagan.
Había transcurrido un largo rato y la tensión se podía cortar con un cuchillo.
Fortuny intervino:
—Aténgase a la respuesta el litigante y cíñase al tema antes de pasar al segundo aspecto.
Martí desde su lugar observó los rostros del público e intuyó que la hábil respuesta de Montcusí había calado hondo entre los presentes. La fiebre le asaltaba de nuevo y tuvo un mal presagio. Se alzó de su asiento y lentamente se llegó al atril portando en la mano el documento de la manumisión de Aixa.
—Voy a intentar ser breve y aclarar algún punto que hábilmente mi oponente ha dejado en el aire: en ningún momento hablé de regalar una esclava. Caso de haberlo hecho, ¿no es cierto que siguiendo los usos y costumbres, debería haber acompañando la entrega con el documento que certifica la correspondiente compra por si su nuevo amo deseara venderla? ¿No es menos cierto que de haber acudido por la vía normal a reclamar a la mujer corría peligro de que ésta desapareciera o lo que es peor, que a fin de impedir situaciones comprometidas, se le quitara la vida? Ésta y no otra es la razón por la que acudí de noche al lugar donde se hallaba recluida y sin causar perjuicio alguno en los bienes ni en las personas y portando el documento correspondiente, que ahora muestro, reclamara al administrador del lugar, don Fabià de Claramunt, que me la entregara.
Una pausa y Fortuny intervino de nuevo.
—Ujier, portad hasta la mesa el documento que muestra el declarante y citen para mañana a don Fabià de Claramunt, que antes de comenzar la sesión se personará en mi despacho. La vista se da por suspendida hasta mañana.
Todo el mundo puesto en pie aguardó a que los condes y sus consejeros abandonaran el salón. Las gentes, tras aquella intensa jornada, salieron comentando los lances del apasionante debate. Oculta en la puerta, Ruth, que no había conseguido entrar en la sala, escuchaba conversaciones a medias. Enterarse de que Martí estaba herido le encogió el corazón y se prometió a sí misma introducirse en el juicio al día siguiente sólo para verlo.