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Authors: Chufo Llorens,Chufo Lloréns

Te Daré la Tierra (77 page)

BOOK: Te Daré la Tierra
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Bernat Montcusí esbozó una aviesa sonrisa.

—Sabré esperar mi momento como el águila aguarda en lo alto de un picacho a que el cordero se aleje del rebaño. Si consigo atraparlo, doblaré la gratificación que os he prometido.

—Soy vuestro humilde servidor.

—Y ahora, con gran disgusto, debo abandonar tan interesante conversación pues mis deberes me reclaman.

Tras estas palabras el consejero, seguido de su interlocutor, se puso en pie y se dirigió a la entrada. Llegando a ella y antes de abrir la puerta, comentó:

—Creo que vuestra siguiente tarea va a ser abonar los campos de Barbany, allá en el Empordà. ¿No dicen que el bosque quemado fertiliza la tierra?

—Eso dicen.

—Entonces no dudéis que la próxima cosecha será espléndida. Pasad mañana por mi casa, al anochecer, y mi mayordomo os proporcionará los medios para que vuestro trabajo sea más sencillo. Bien, querido amigo, aquí nos separaremos. No es bueno que nos vean juntos, aguardad unos instantes y salid luego.

Apenas hubieron salido, un demudado Delfín asomaba tras la celada de una de las medias armaduras que ornaban el salón; acuclillado en el borde, saltó de la tarima y aguardó a que la circulación de la sangre recomenzara a correr de nuevo por sus venas, pues el temblor incontrolado de sus pequeñas piernas, tanto rato encorvadas, le impedía caminar derecho.

107
La añagaza

Un Eudald desconocido por lo premioso se presentó en la mansión de Martí sin previo aviso y a hora intempestiva en la que por lo general debía estar ya en el rezo de los laudes. Andreu Codina, el mayordomo, en cuanto fue avisado, acudió a su encuentro sin demora, y halló al canónigo midiendo el inmenso vestíbulo a grandes zancadas.

—Padre Llobet, ¿ocurre algo?

—Muchas cosas y nada bueno. ¿Está el señor?

—Don Martí está en su gabinete...

—¡He de verlo con urgencia!

—Mejor pasad a la estancia principal del primer piso, allí aguardaréis mejor.

El sacerdote siguió al mayordomo por los pasillos que tan bien conocía y, una vez en el salón, se dispuso a aguardar a su amigo.

Éste acudió al punto mostrando en su rostro la inquietud que el mensaje de su mayordomo le había transmitido.

—¿Qué ocurre, Eudald, qué grave cuestión os trae a mi casa tan a deshora?

—Decís bien, algo muy grave... Pero mejor sentémonos, pues la explicación puede ser larga y de seguro me obligaréis a que sea prolija.

Los dos hombres se acomodaron junto a la apagada chimenea; Martí, debido a su ansiedad, lo hizo en el borde de un arcón moruno que presidía el espacio.

—Os escucho, Eudald. Hablad, me tenéis sobre ascuas.

—Sobre ascuas estaréis cuando os lo cuente.

—Más motivo para que no os demoréis.

—Está bien, voy a hacerlo desde el principio.

Martí era todo oídos.

—Como bien sabéis, las casualidades, que para mí son siempre la Providencia, rigen nuestras vidas, y esta tarde he tenido una clara muestra de ello.

—Por favor, no os demoréis en los preliminares.

—Hoy, después de comer, he acudido a palacio requerido por la condesa. Ya la conocéis, es caprichosa e imprevisible, y cuando algo bulle en su cabeza, todos hemos de estar a su servicio.

Martí asintió con un gesto.

—A la salida de la reunión, cuyo contenido ni os afecta ni viene al caso, me ha detenido Delfín, su bufón, que a mi criterio es mucho más que eso. Algún día el condado agradecerá los servicios que de forma muy discreta ha realizado y realiza para el mejor gobierno de la ciudad. Ignoro si es debido a su tamaño o a la facilidad que tiene para confundirse con el entorno, el caso es que estoy seguro de que es el personaje mejor informado de la corte. Me ha llevado a la pequeña cámara que está junto al gabinete de Almodis y me ha explicado una historia sorprendente.

Martí seguía concentrado en la narración que le contaba su amigo y benefactor.

—Hoy por la mañana, y obligado por la condesa, estaba jugando con los condesitos al escondite y se había ocultado en una de las medias armaduras que ornan la sala de trofeos de palacio. Allí encogido, debería aguardar a que lo descubrieran antes de comer y de no conseguirlo ganaría el pequeño premio metálico con el que la condesa incentiva el espíritu de colaboración de sus hijos pequeños. En ello estaba, en postura por cierto harto incómoda, cuando fue introducido en el salón un personaje, según me ha relatado, de aspecto muy inquietante, albino y por lo visto poseedor de unos ojos de un azul pálido casi líquido, al que jamás había visto por palacio. Al cabo de poco llegó el consejero de abastos, que lo trató con grandes miramientos. Sentados ambos junto a la armadura, su fino oído, acostumbrado a escuchar entre cortinajes, detectó la conversación que ahora os desvelaré.

Llegado a este punto el arcediano relató a su amigo los pormenores de la conversación entre el consejero y su esbirro.

—Pero, por desgracia, Delfín no pudo oír el final de la misma pues llegado a un punto se levantaron para irse y continuaron su charla junto a la puerta lejos del oído del bufón. ¿Os dais cuenta del riesgo que comporta todo ello?

Martí se hizo cargo al instante de las implicaciones que representaba el hecho de que todo aquello fuera conocido por su enemigo.

—Soy consciente.

—La única ventaja es que él no sabe que vos lo sabéis.

—A mí no me amedrenta, aunque reconozco que es mal enemigo... Pero me preocupa Ruth.

—En ella principalmente he pensado al acudir a vos con tanta premura.

—Habrá que reflexionar y ver qué armas nos quedan.

—Yo ya lo he ido haciendo.

—¿Qué se os ocurre?

—Procedamos por partes. Ruth estará dentro de la ley hasta dentro de casi dos semanas. Tenemos por tanto catorce días para adoptar soluciones. Cuando se haga efectiva la sentencia únicamente le quedarán dos vías. ¿Me seguís?

—Perfectamente, proseguid.

—La primera, marchar al destierro junto a su madre.

—Olvidadla: las familias políticas de sus hermanas no la quieren, ni ella querrá irse.

—La segunda es algo compleja de explicar.

—Cuanto antes comencéis, antes terminaremos.

—Si Ruth se convirtiera a nuestra religión, aunque fuera falsamente, y un cristiano la desposara, sería a la vez cristiana y pertenecería a la familia de su esposo, por lo cual no habría incumplido sentencia alguna.

Martí entendió al instante la propuesta de Llobet.

—El juramento que le hice a Baruj invalida vuestra proposición.

—No, si yo os eximo de él para evitar un mal mayor. Mi primera obligación es salvar a Ruth. Vuestro juramento puede ser levantado. Si no hacemos lo que os propongo, la muchacha, como os he dicho, deberá marchar al destierro o será encarcelada...

—Y ¿qué dice vuestra escrupulosa conciencia al respecto de cometer un quebrantamiento de la ley que roza olvidaros de vuestros principios?

—Voy a ir contra ellos, pero si consiente en ser una falsa conversa me prestaré a la comedia y la bautizaré, por mor de salvar su vida, a fin de que se pueda realizar el resto del plan. Tal como están ahora las cosas, todos estáis en peligro.

—Y ¿cuál es el resto del plan?

—Es evidente que deberéis desposarla, y antes de que la sentencia sea firme. Siendo vuestra esposa, el destierro no la afecta. Ya sabéis cómo son las leyes. La judía que se convierte y se casa con cristiano es cristiana a todos los efectos y ninguna ley, ni orden, ni sentencia que afecten a la comunidad hebrea la atañerá a ella. Una única condición os exigiré.

—¿Cuál es?

—La ley hebraica no reconoce el matrimonio en tanto no sea consumado. Por eso no deberéis yacer con ella. De esta manera, todo se cumplirá sin que medie ofensa para ninguna de las dos religiones y para que el juramento que hicisteis a Baruj siga vigente. Cuando haya escampado la tormenta, podéis repudiarla alegando que ella se negó a consumar el himeneo; de esta manera ambos quedaréis libres.

Martí quedó unos instantes pensativo.

—Por mi parte no tengo inconveniente alguno, Eudald, pero hemos de contar con su consentimiento.

—No os preocupéis, yo hablaré con Ruth. ¿Vos aceptáis?

—Desde luego.

—Entonces os relevo en este momento de vuestro juramento y os pido que la desposéis como falsa conversa permitiéndole continuar con sus ritos dentro de vuestra casa. Ahora atendamos a esta emergencia. Luego, Dios dirá...

Esa misma noche, Llobet se reunió con la muchacha bajo los soportales de la terraza del segundo piso a la que se abrían todos los dormitorios principales. Ruth, tras la muerte de su padre, había adelgazado notablemente. Ataviada con un vestido blanco, parecía un espectro. Eudald la aguardaba en una de las ligeras sillas que había en el mirador consciente de la responsabilidad que en aquel momento adquiría, sin embargo seguro que era lo que procedía, pues su primera obligación era amar al prójimo, y su acto, pese a que arañaba a su conciencia, era el único que podía salvar a aquel ser desvalido, juguete del viento del destino. Una luna nimbada por un halo traslúcido iba a ser el mudo testigo de un suceso que cambiaría la vida de dos personas.

La joven se llegó hasta su altura y con una voz que se había roto a efecto del llanto, indagó:

—¿Me habéis hecho llamar?

—Sí, Ruth. Siéntate a mi lado y escúchame con atención.

El religioso, que la conocía desde que gateaba por el jardín, entre las piernas de su padre, la seguía tuteando.

—Estás muy desmejorada, Ruth; tu padre no querría verte de esta manera.

—Mi padre, don Eudald, ya no me puede ver ni de ésta ni de ninguna otra manera.

—Claro está, pero igual que él cumplió con su destino expresándote sus últimas voluntades como creyó que era su obligación, la tuya precisamente, porque fue su deseo antes de dar su vida, debe ser vivir.

—Nada puedo hacer; me vienen a la memoria todas las veces que le afligí y daría media vida por poder hablar con él un rato. No fui una buena hija, padre, y aunque él me perdonó, me consta que no correspondí al amor que siempre me prodigó con excelencia.

—Él, aunque no lo creas, te está viendo desde detrás de esta luna y tú, para complacerle, debes hacer lo que él dispuso. Además, hay algo más que debes tener en cuenta, y es la seguridad de Martí.

Al oír el nombre, algo se abrió paso en su mente y sus ojos reflejaron un interés que antes no tenían.

—Os escucho.

—En primer lugar, él ha ido a retirar la llave de vuestra casa, tal como le solicitó tu padre. —El arcediano respiró hondo antes de proseguir—: Verás, Ruth, todo es complejo. De una parte y sin duda debemos proteger tu vida, y por la otra Martí no olvida el juramento que hizo a tu padre antes de morir.

—No os entiendo.

Al cabo de un rato Eudald había explicado punto por punto toda la trama que había puesto al descubierto Delfín, los peligros que se cernían sobre su cabeza y todo lo maquinado con Martí.

Ruth, con una expresión jamás advertida anteriormente por el clérigo, respondió:

—Mirad, padre Llobet. ¿Os ha dicho Martí que antes de morir mi padre habló a solas conmigo? Sus palabras no se me olvidarán nunca. Me dijo que aceptaba su destino porque en su interior sabía que había actuado con honradez, y me pidió que, pasara lo que pasase, yo hiciera lo mismo. —Ruth hizo una pausa, y sus ojos se llenaron de lágrimas—. Pues bien, os voy a decir algo que sé que vuestro corazón conoce desde hace mucho tiempo. Desde que vi a Martí por primera vez, no he vivido para otra cosa que para amarlo, he soñado con él despierta y dormida, ausente o presente. Sé que estas cosas raramente ocurren y en menor cantidad cuando se es tan niña como era yo, pero ocurrió y es inamovible. Martí es mi vida, mi norte y el motivo de mi existencia. Ahora me ofrecéis ser su esposa ante los hombres, un hecho que colmaría todos mis sueños... en otras circunstancias.

—¿Qué quieres decir?

El rostro de Ruth mostraba ahora una belleza serena y su tono de voz no admitía réplica.

—No voy a vivir en contra de mi verdad, padre Llobet. Si Martí me ama y quiere hacerme su esposa, seré la mujer más feliz del mundo, pero no aceptaré un matrimonio fingido, aunque eso me cueste separarme de él. Además, no quiero ponerle en peligro de contravenir la ley albergando a una proscrita, y dentro de unos días lo seré...

—Ruth, piénsalo bien...

—No hay nada que pensar, padre. Ésa es mi decisión. Pero os pido un último favor: los míos ya no me quieren, y no deseo ser una carga para mis hermanas ni para nadie. No pienso seguir profesando una religión que me repudia: ésa es mi verdad, y sé que mi padre la aceptaría. Bautizadme, os lo ruego.

Y el padre Llobet, con mano temblorosa y el corazón encogido ante el valor de la muchacha, accedió.

Aquella tarde, antes de que Martí regresara de sus quehaceres, una delgada Ruth, vestida de negro, abandonaba la casa de la plaza cerca de Sant Miquel acompañada por el buen sacerdote.

Martí llegó a su casa, esperando hallar en ella al religioso, para que le informara sobre lo acontecido con Ruth. En su lugar, un entristecido Omar le comunicó que Ruth se había marchado, aunque el sacerdote había dejado recado de que no se preocupara, ya que se lo explicaría todo esa misma noche. Cuando todavía no se había recuperado de la sorpresa, la voz alterada de Andreu Codina interrumpió sus pensamientos:

—Señor, ha llegado un mensajero desde Empúries; antes de caer desmayado de su caballo ha dicho algo.

—¿Y qué ha dicho? ¡Por Dios bendito, Andreu!

—Señor, al parecer han quemado las tierras de vuestra casa de Gerona. Mateu ha muerto y vuestra madre está muy grave por los humos inhalados.

108
La despedida

Cabalgando día y noche y cambiando monturas llegaron a la masía Barbany al atardecer del día siguiente. Martí abría la marcha y tras él iban Llobet y Jofre. Un olor a humo y a tierra calcinada les asaltó mucho antes de que sus ojos, desde el altozano, se posaran en aquel desastre. Todo lo que eran construcciones aparecía carbonizado: cuadras, graneros, la carpintería, las porquerizas y, lo que era peor, la vivienda. Los bosques de alrededor aún humeaban y en la lejanía se divisaba la primera construcción que se tenía en pie. Clavando cruelmente las espuelas en los ijares de su caballo, Martí se precipitó hacia la casa. A su llegada ladró un can. Casi sin detener su cabalgadura saltó de la silla y se precipitó hacia la aldaba del portalón. Apenas la había golpeado un par de veces cuando la mirilla de la puerta se abrió y los ojos atemorizados de uno de sus aparceros le observaron con desconfianza. El ruido precipitado de pestillos y pasadores le anunció que había sido reconocido.

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