Te Daré la Tierra (74 page)

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Authors: Chufo Llorens,Chufo Lloréns

BOOK: Te Daré la Tierra
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El albino tomó el portafolios de su lado y abriéndolo extrajo de su interior una vitela, un tinterillo y un cálamo e indagó:

—Y ¿cómo de importante es vuestro enemigo?

—De momento os diré que la mismísima condesa Almodis en persona se saltó la norma y le concedió la ciudadanía de Barcelona. Su casa es de las más suntuosas de la ciudad, fue y es el importador del aceite negro que sirve para alumbrar nuestras calles y posee más de veinte naves.

El hombre, destapando el tinterillo y mojando en él la punta del cálamo, se puso a escribir.

—Os estáis refiriendo sin duda a Martí Barbany.

—Evidentemente.

—Su actividad es de sobra conocida. Celebro vuestra prudencia, a los enemigos poderosos hay que eliminarlos antes de que lo sean más. El miedo guarda la viña. Y ¿qué es lo que deseáis saber?

—Cualquier cosa que lo debilite: su familia, sus amigos, las gentes que frecuenta, si paga lo que debe, si ha contravenido las normas de la importación y exportación de productos, los tratos que pudiera tener con judíos u otras malas gentes. En fin, todo aquello que pudiera ocasionar una fisura en sus defensas.

—Aunque no me ataña, me gusta conocer los motivos por los que mis clientes demandan mis servicios.

—Es muy sencillo: nada hay que me desagrade más que la ingratitud, y nada hay que despierte en mayor medida mi odio que aquellos que muerden la mano que les dio de comer. Este individuo, cuando no era nadie, vino a mí en demanda de favores que yo me esforcé en conseguir. No asimiló, hay que reconocerlo, el éxito que acompañó sus empeños y tuvo la osadía de solicitar la mano de mi ahijada, que era la luz de mi vida y el sueño de mi vejez. Yo, reconociendo sus méritos, le indiqué que hasta que no fuera ciudadano de Barcelona, no podría acceder a su demanda. Con malas artes y a través de una esclava infiel a la que tuve posteriormente que castigar, sedujo el tierno corazón de mi Laia, que así se llamaba la criatura, y cuando forzado por las circunstancias, consentí en su matrimonio, él defraudó mi confianza rechazando el enlace, lo que sumió a mi hijastra en un desconsuelo tal que acabó con su vida.

—Lo que explicáis es grave.

—Pues no es todo. Infeliz de mí, fui el introductor de su persona ante el veguer a fin de que la ciudad le comprara todo el aceite negro que importara, y cuando tuvo el paso franco en su casa, se deshizo de mí y se ha negado a pagar el favor.

—Y ¿qué es lo que pretendéis saber de él?

En este instante el consejero no pudo reprimir su ira.

—Hasta el color de sus heces me interesa: he de conocer sobre todo la relación que pueda tener con las gentes del
Call.

—Descuidad, todo se sabrá pero particularmente lo relativo a su relación con los judíos: no olvidéis que soy converso y que no hay peor cuña que la de la misma madera.

—Y ¿en el caso de que además de saber conviniera entrar en acción? Me refiero, claro es, por vericuetos ocultos. Hay cosas que es mejor hacer con discreción: los caminos directos ya están a mi alcance.

—Tengo las gentes apropiadas para ello, pero como debéis suponer cuanto más sigilo, más precio.

—Por eso no paséis pena; os consta que pago bien a mis colaboradores.

102
El último adiós

Al mismo tiempo que el siniestro visitante se reunía con Bernat Montcusí, Ruth debatía con Martí la conveniencia de visitar a su padre.

—¿Sois consciente del riesgo que corréis?

—Martí, me habéis prometido que lo intentaríais. Si no puedo verle moriré de pena.

—Infringiréis varios mandatos: tendréis que pisar la calle a horas vetadas para los judíos y vestiréis de hombre, porque de mujer sería insensato que intentarais visitar una prisión.

—Si no es de esta manera, marchará de este mundo sin el consuelo de verme, y me consta que es lo que más desea. Todo lo asumo; si algo me ocurre, no os haré responsable.

—Está bien, sea. Os lo prometí y no será culpa mía si no lo conseguimos.

Martí consiguió que Eudald buscara a Jaume Fornolls y que acordara, cumpliendo un código no escrito de viejos camaradas de armas, que al día siguiente, cuando él entraba de guardia, se presentaría Martí con el hijo mayor del detenido a visitar al reo, con la condición de que no llevaran cuchillo ni daga alguna. Al rezo de vísperas sonando en el campanario de la seo y batiéndose las sombras en retirada, bajo el resplandor de la luz de los faroles de Martí, una pareja entraba en la plaza donde estaba el Palau Menor. Junto a la garita del centinela se veía a lo lejos una silueta midiendo a lentas zancadas las losas de la entrada. Fornolls no quería testigos de su favor. Súbitamente el hombre detuvo su deambular al observar que unas sombras se acercaban buscando la cobertura del arbolado de la plaza. Tras un rápido examen, el jefe de la guardia se cercioró de que nadie estuviera a la vista. Las sombras se transformaron en gentes y Martí, a cara descubierta, y Ruth embozada, se llegaron hasta el lugar donde aguardaba el inesperado amigo.

Fornolls, habló quedo y claro.

—Han sido vuesas mercedes muy precisos.

—El padre Llobet nos encareció la puntualidad. Sabemos que nuestra suerte depende del instante que entráis de guardia y que nuestra salida deberá ser poco antes de que os hagan el relevo. Faltaría que pagara a vuestra merced perjudicándoos.

—Me alegra poder devolver el favor al hijo de un compañero de armas con el que estaba en deuda, pero me juego mucho en el envite.

—No lo ignoro y de alguna manera quisiera compensaros.

Diciendo estas palabras Martí rebuscó en la faltriquera que llevaba colgada al hombro y tras extraer una bolsita de piel sin curtir, se la alargó al hombre.

—¿Qué me dais? Nada quiero por el favor.

Y al decir esto intentó devolver la escarcela a Martí. Éste le detuvo el brazo.

—No pretendo nada, el favor ya estaba hecho. Me dijisteis que tenéis mujer e hijos, tomadlo como la atención de un hombre agradecido.

En la penumbra, Jaume Fornolls desató el cordoncillo de cuero que cerraba la embocadura del saquillo y metió la mano en su interior.

—¡Pero estáis loco! Aquí hay por lo menos la paga de medio año.

—No es nada comparado con lo que hacéis por nosotros.

Al referirse a ambos, Fornolls observó con detenimiento al pequeño embozado que acompañaba a Martí.

—¿Es su hijo?

—Así es, y como el condenado únicamente tiene otras dos hijas, el muchacho, a pesar de su corta edad, será responsable de ambas y de su madre. Ya sabéis cómo son los judíos.

—En atención a vos no le voy a registrar, pero debéis asegurarme que no intentará proveer al preso de arma alguna.

—Registradlo si eso os deja más tranquilo.

—Me basta con vuestra palabra. Os ruego que seáis breve.

—El tiempo de recibir le bendición de su padre y alguna escueta y concisa recomendación, antes de partir para el destierro.

Fornolls les indicó que le siguieran.

Al pasar junto al cuerpo de guardia donde dormitaban sus hombres ordenó a uno de ellos que fuera a la garita exterior.

—No hay cuidado, es de mi confianza —aclaró.

La emoción embargaba el pecho de Ruth. Se había desprendido del embozo y cubría únicamente su cabeza con la capucha de su capa.

El trío avanzó por el angosto pasillo y al llegar a la cancela, Fornolls abrió la reja, y tras recordar a Martí que no se demoraran demasiado, los dejó a solas.

Baruj, apenas sintió los pasos de varias personas, adivinando que su querida hija llegaba a despedirse, se había puesto en pie. Ruth se abalanzó a su encuentro y como hacía cuando era pequeña se refugió en sus brazos, ciñéndolo por la cintura, deshecha en llanto.

Martí aguardó a un lado a que ambos regresaran de su soñado reencuentro teniendo muy presente que era el último abrazo de los dos y que a partir de aquel día la memoria de Baruj habitaría para siempre, como una desdibujada y borrosa ilusión, en el corazón de su hija.

Se separaron sin llegar a soltarse y se instalaron en el camastro arrumbado a la pared sin dejar de mirarse a los ojos, soslayando completamente a Martí. Al cabo de poco, Baruj retornó al mundo.

—Otra vez gracias, amigo mío. Suponiendo que poseyera todo lo que me han requisado y os lo entregara, no os pagaría el precio del favor que me habéis hecho.

—Baruj, recordad que entre los consejos de mi padre, al que tan bien servisteis, el que primero figuraba era el de que hiciera honor siempre a mi palabra. Os prometí que os traería a Ruth, y eso he hecho.

Nadie se atrevía a hablar y un silencio preñado de angustia y desconsuelo dominó la estancia. Ruth comenzó a sollozar.

—No os acongojéis, bien mío, soy un hombre afortunado. La parca puede sorprender al hombre en un mal momento en el que esté enemistado con Yahvé. A mí me ha sido concedido el don de conocer el día y el momento. ¡Aleluya!

Martí, asombrado de que en aquella terrible situación nada quebrase el ánimo del cambista, exclamó sin poder contenerse:

—Os admiro, si fuera posible, más aún que antes. Hay pocos hombres capaces de mostrar la entereza que vos mostráis en estos espantosos momentos.

—Queda poco tiempo y hay que emplearlo bien. Vayamos a ocuparnos de los que aquí quedan, a mí ya me hacen falta pocas cosas. Si no os importa, apartaos... Hay cosas de las que debo hablar con Ruth a solas.

Martí se alejó. Desde donde se hallaba pudo oír los murmullos de Baruj y el llanto incontenible de Ruth. Fueron sólo unos instantes.

—Martí, venid —dijo Baruj—. Hay algo más que deseo pediros.

La voz de Martí sonó opaca y grave.

—Todos vuestros deseos se cumplirán, amigo mío. ¿Qué otra cosa os acongoja?

—Id a mi casa, ya que Ruth no podrá acercarse a ella, y bajo la
mezuzá
hallaréis una llave que abre la puerta del huerto. Conservadla, hija mía; un día u otro regresaréis y en ese día de gloria mi honra será reivindicada ante los míos. Entonces, Ruth, buscad a vuestra madre y reintegradla al hogar que jamás debió abandonar. No guardéis odio en vuestro corazón, el odio es una hiedra maligna que al trepar seca el alma del que la sufre. Y ahora voy a daros mi bendición, arrodillaos.

Cuando se pusieron en pie, los pasos de Jaume Fornolls resonaban en el corredor.

103
La horca

La horca se había levantado frente al portal de Regomir, pues era éste uno de los más alejados del
Call,
y si bien era de esperar que, guardando el sabbat, ningún judío saliera de su casa, mejor era prevenir cualquier inconveniente que tener que remediarlo después. La sentencia dictada por el conde a instancias de su consejero, Bernat Montcusí, al que había premiado por hallar tan brillante solución al ingrato asunto de los falsos maravedíes, se iba a cumplir inexorablemente. El consejero de abastos y mercados había aprovechado el acontecimiento para sacar provecho a la fiesta. Desde la madrugada se estaban acondicionando los espacios que había alquilado previamente a los comerciantes que iban a ocupar los puestos de venta de arropes de miel, pequeños muñecos pendientes de horcas diminutas, juglares venidos de lejanas tierras, saltimbanquis y hasta un teatrillo ambulante, donde se iba a representar la detención de un actor caracterizado de judío al que la guardia sorprendía hurtando los dineros del conde, en tanto un vocero iba pregonando la hazaña y unas mujeres vestidas pobremente vendían a la concurrencia una mezcla de frutas y verduras podridas que la plebe podría arrojar al actor que representaba en la tragicomedia el papel del hebreo. Todo ello para mayor regocijo y entretenimiento del populacho mientras aguardaba el principal atractivo de la fiesta. En el centro mismo del patíbulo se alzaba el tétrico artilugio del que pendía la cuerda de cáñamo con la fatal lazada en un extremo. En medio del entarimado, unos carpinteros estaban dando los últimos toques a la escalerilla por la que tendría que ascender el reo, mientras otros artesanos cuidaban de rodear con un largo faldón negro el borde de la plataforma a fin de ocultar a las miradas curiosas el armazón. En la pared de la casa que daba a la fachada del portal y bajo un baldaquín, se había levantado un palco engalanado con colgaduras y alfombrado con tapices, desde donde los condes y sus invitados iban a presenciar la ejecución. Al otro lado, frente por frente, la tribuna de los magistrados, que debía alojar a los cinco jueces y al obispo de Barcelona. La algarabía iba creciendo. Una sección de la
host,
armada con lanza y adarga y luciendo en la sobrevesta, que cubría su cota de malla, los colores rojo y amarillo de la casa de Barcelona, fue ocupando todo el espacio del descampado para apoyar a los alguaciles que rondaban, chuzo en mano, poniendo orden entre la multitud apretujada tras los soldados. Los artesanos se habían ido retirando y únicamente un hombre encapuchado permanecía en lo alto del patíbulo.

Un clamor creciente como la marea de plenilunio anunció la llegada del carromato, una plataforma de tosca madera sobre cuatro ruedas, en la que descansaba una jaula a través de la cual, atadas a la espalda las manos y calzados sus pies con alpargatas negras, encogido como un pajarillo asustado, se veía al reo vestido con un saco de esparto al que se le habían hecho tres agujeros por los que asomaba la rala cabeza y unos brazos secos como sarmientos. Venía el artilugio tirado por cuatro mulas, precedido por guardias a caballo, y rodeado por hombres de a pie que se iban abriendo paso entre la turba encrespada. El grupo, al llegar a la altura del cadalso, se detuvo y los sayones ayudaron a descender al cambista entre las risotadas del pueblo y un clamor de voces exaltadas.

A Martí, que había acudido al lugar embozado en una capa, creyendo cumplir con una obligación, le pareció ver en lontananza, rondando cerca del cadalso, la imponente figura de Eudald Llobet. Baruj lo observó a la vez. Una mueca descarnada, que quiso ser una sonrisa, apareció en sus labios. Eudald ya estaba a su lado, subiendo entre los guardias los cinco escalones que llevarían a la muerte a Benvenist.

—¿Qué hacéis aquí? Os estáis poniendo en evidencia y os puede costar caro.

—Me importa un bledo, y me río de las conveniencias: mi conciencia no me dejaría en paz de por vida si en trance tan amargo no acompañara al amigo. Esto lo dice vuestra religión y la mía.

—Hacedme la caridad de retiraros: no queráis aumentar mi pena con vuestra desgracia.

—No insistáis.

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