Authors: Chufo Llorens,Chufo Lloréns
En la tribuna ya se había instalado la pareja condal rodeada de su corte.
—¿No es aquél vuestro confesor? —inquirió Ramón Berenguer a su mujer.
—Sí.
—Y ¿qué hace allí?
—Imagino que intentar rescatar un alma del infierno.
El oficial que mandaba la escolta, reconociendo a Llobet, le espetó:
—¿Es éste vuestro lugar?
—Yo voy donde me manda la condesa. Si lo dudáis, allá la tenéis: id a preguntárselo.
El cielo se cerró y una lluvia fina comenzó a emborronar el paisaje.
El verdugo colocó el lazo en el cuello del cambista, que se estremeció al notarlo. El oficial ordenó despejar el patíbulo.
Eudald acercó sus labios al oído de Baruj.
—Que Metatrón
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acompañe a vuestra
neshamá
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para que se encuentre hoy con Elohim.
—Gracias, Eudald, por reconfortarme en la religión de mis mayores.
—Todas llevan al mismo Dios, si nuestros actos han sido buenos.
El oficial tomó a Eudald por el codo indicándole que bajara.
—Adiós, amigo mío, hasta pronto.
Un mensajero trajo al oficial un pergamino desde la mesa de los jueces, éste dirigió la mirada al juez principal. El magistrado inclinó la cabeza. El oficial entregó el manuscrito a un pregonero que desde lo alto del cadalso dio lectura al fallo. Al finalizar, un sonoro redoble de tambores solemnizó el momento. Luego se hizo el silencio. El juez principal se puso en pie y con voz atronadora, mirando al verdugo, emitió la terrible orden.
—¡Cúmplase la sentencia!
El verdugo retiró de una patada el apoyo sobre el que descansaba el reo. Baruj quedó balanceándose en el extremo de la cuerda como un muñeco roto. En aquel instante se abrieron los cielos y la lluvia arreció.
Un hombre justo había muerto.
El cuerpo sin vida de Benvenist permaneció colgado durante un día entero. El domingo, a fin de evitar cualquier incidente con su comunidad, fue descendido y entregado a la familia gracias a la gestión que había llevado personalmente Eudald Llobet con la condesa. A partir de aquel momento comenzaba el plazo de treinta días, finalizado el cual la familia y los criados deberían marchar al destierro en cumplimiento de la sentencia.
En un carro sencillo conducido por Avimelej, el fiel cochero de Baruj, y tirado por un percherón alazán, intentando pasar inadvertidos, se presentaron en el depósito de los ajusticiados Eudald Llobet, Martí, Eleazar Bensahadon, el antiguo preboste de los cambistas, y Asher Ben Barcala, el tesorero, con el fin de hacerse cargo del cadáver. Binyamin Haim, el esposo de Esther, así como también los Melamed, padre e hijo, prefirieron aguardar en la calle frente a la casa, para no comprometerse.
Esther y Batsheva esperaban en la casa rodeadas de plañideras que con sus sincopados llantos mostraban el dolor de la familia durante los días de duelo, y preparaban el sudario mientras su madre, Rivká, acompañada por sus íntimas y rota por el dolor, apenas podía atender a los deudos que iban llegando para el velatorio.
El traqueteo del carromato en el empedrado avisó a los presentes que el terrible instante había llegado. Todos se precipitaron a la entrada posterior para recibir el cuerpo sin vida del esposo, padre y amigo. Las hijas sujetaban a la madre por los brazos para evitar que cayera desmayada. Eudald, Martí, Eleazar y Asher tomaron las asideras de las parihuelas en las que se asentaba la humilde caja de pino y la condujeron a lo que había sido su dormitorio. Allí, a petición de Rivká, Llobet y los ancianos se quedaron para preparar el cuerpo de Baruj a fin de que pudiera ser visitado por todos, durante los tres días que iban a mediar antes del sepelio que se habría de llevar a cabo en el cementerio de Montjuïc.
Cuando todos los preparativos hubieron concluido, la familia decidió, aconsejada por los ancianos, que el sepelio se llevaría a cabo el miércoles, día de trabajo, a fin de evitar las posibles algaradas. Aquella noche se quedaron sólo los íntimos, que iniciarían de aquella manera los tres días de luto.
Martí decidió regresar a su casa y reintegrarse a sus tareas, ya que aquel triste suceso le había apartado de sus negocios y la urgencia de tomar decisiones acerca de fletes y destinos era de todo punto inaplazable.
Los dos inmensos faroles que alumbraban su puerta le permitieron ver a Omar cautelando la entrada de carruajes junto a dos criados armados. No le extrañó, ya que desde la fracasada transacción de los maravedíes, la atmósfera de la ciudad se había tornado irrespirable. Las gentes, que anteriormente intercambiaban risas y saludos entre ellos, se retiraban a sus casas a toda prisa y mirando por encima del hombro por si alguien les seguía los pasos. Pese a la iluminación de las calles, los atracos habían vuelto a proliferar y la ronda no daba abasto para retirar de la circulación a los amigos de lo ajeno. Se decía que los calabozos del Palau Menor estaban a rebosar y todos los bandidos que se apresaban en los caminos eran conducidos rápidamente a las dos cárceles recién terminadas allende las murallas, sin que los jueces tuvieran casi tiempo de leer los cargos de los acusados.
Omar acudió presto a su encuentro.
—Señor, no debéis andar a estas horas solo por las calles. Tengo hombres de sobra para que os escolten y el día menos pensado nos vais a dar un susto. Bien está el no ser medroso, pero no es aconsejable ser imprudente. Tenéis demasiados enemigos y vuestra privilegiada situación despierta mucha envidia. Si algo os acaeciera, más de uno se alegraría.
Martí desestimó las palabras de su fiel sirviente con un gesto.
—Lo que menos falta me hace ahora, Omar, son monsergas de vieja. Dime, ¿qué nuevas me traes? ¿Cómo está Ruth?
—En vuestro despacho os aguarda el capitán Jofre y en cuanto a la señora, no sale de sus habitaciones y ni ha tocado lo que le ha preparado Mariona, y eso que le ha cocinado sus platos predilectos.
—¿Ha salido al jardín?
—Un momento al atardecer, en compañía de Aixa, pero ni el tañido del arpa logra extraerla de sus aflicciones. A través de su puerta se escucha el llanto.
Llegaron hasta la puerta. Los dos hombres que la cautelaban saludaron al amo y siguieron su paseo, mientras en los elevados puestos de la muralla también se adivinaban sombras vigilantes.
Atravesaron el patio de caballos y comenzaron a subir por las escaleras de mármol.
—¿A qué hora ha llegado el capitán Jofre?
—Su nave ha echado el hierro al mediodía. Alguien le ha comentado la desgracia que nos aflige, y en cuanto ha comenzado a descargar su bodega y las chalupas han comenzado su ir y venir del
Eulàlia,
ha venido a daros sus condolencias sin pérdida de tiempo, y a poneros al corriente de las novedades de su viaje.
—Dile que ahora mismo le veré. Voy primero a visitar a Ruth.
En el amplio distribuidor del primer piso se separaron y Martí, antes de dirigirse a sus habitaciones, se detuvo ante la puerta de la cámara de la muchacha.
Golpeó suavemente con los nudillos y un rebujo de ropa le advirtió que Ruth se levantaba del lecho a fin de abrir la puerta.
La voz sonó contenida y enronquecida por el llanto.
—No necesito nada, Omar.
—No soy Omar, soy yo. Haced la merced de abrir la puerta.
Tras un breve ruido de pestillos corriéndose, la puerta se abrió un poco. Martí se quedó impresionado ante la visión de la cara de Ruth. Una madeja de sueltos cabellos enmarcaba un rostro pálido y demacrado en el que resaltaban unos ojos irritados por el llanto.
—¿Me permitís?
La muchacha se hizo a un lado para cederle el paso.
Nada más entrar en la estancia, Martí se hizo cargo del drama que atenazaba el corazón de aquel ser indefenso y frágil. En aquellas circunstancias hubiera dado una vida por poder tomar el amado rostro entre sus manos y cubrirlo de besos, pero aquello era lo único que no podía hacer. En el colchón de la elevada cama todavía se percibía el hueco caliente que su cuerpo había dejado y sobre la mesa permanecía intacta la bandeja que Andreu Codina, el mayordomo, había subido desde la cocina de Mariona, escogida de entre lo más selecto de sus manjares.
—Ruth, esto no puede ser, desde el viernes no habéis probado bocado.
—Por favor, Martí, no me obliguéis. No puedo hacer nada que no sea recordar a mi padre.
—Pero lo que querría vuestro padre es que tomarais algo, no que os dejéis morir.
—¿Cuándo es el entierro?
—El miércoles por la tarde.
—Quiero ir.
—Ya sabéis que es peligroso, no debéis...
—Me consta que no puedo regresar junto a los míos, a la casa de mi padre, sin deshonrarlos, pero nada me impide acudir a Montjuïc a dar el último adiós a sus restos.
—No es aconsejable: crearéis una razón más para que los enemigos de los Benvenist se ceben en ellos.
—Mi madre y mis hermanas van a ir. Sé que no soy grata a sus maridos pero no me importa, quiero dar el último beso a mi padre, aunque sea de lejos, y si cabe echar sobre su caja los pétalos de una rosa blanca del rosal del jardín que tanto amaba.
Tras emitir un profundo suspiro, Martí asintió.
—Bien, sea. No tengo fuerza moral para negaros lo que me pedís, pero a condición de que comáis algo y que descanséis.
—Os prometo que lo haré si me juráis que me permitiréis que acuda.
—Está bien, os lo juro. Pero será a mi manera.
—Sea como sea. Con poder asistir me conformo.
—Pues comed y descansad, ahora tengo que ver al capitán Jofre que hace poco ha sujetado los amarres del
Eulàlia
a uno de los muertos
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que tiene la compañía frente a la playa.
—Me gustaría verlo.
—Hoy no, mañana; hemos quedado que vais a descansar.
—Gracias por todo, Martí. Si sois tan amable, decid a Aixa que suba. Su presencia y su música me confortan.
—Que descanséis entonces.
—Buenas noches.
Tras dejar a Ruth sumida en su dolor, Martí descendió al primer piso y se dirigió al salón principal donde le aguardaba su amigo Jofre. El marino, curtido por los vientos de todos los mares, estaba en aquel momento mirando por uno de los ventanales. Al oír a su espalda los pasos de alguien se volvió, y al sonreír una miríada de pequeños surcos aparecieron en su moreno rostro cercando sus ojos. Ambos hombres se abrazaron en mitad de la estancia.
Pasado el primer instante y después de acomodarse se dispusieron a ponerse al corriente de las vicisitudes que habían acompañado a sus respectivas vidas durante su separación.
—La condena de Baruj me parece la felonía más grande que puede cometer un juez y su sangre caerá sobre todos aquellos que hayan tenido algo que ver con el crimen.
—Entonces mi amigo Bernat Montcusí descenderá a los infiernos chorreando —comentó, triste, Martí.
—¿Ha tenido algo que ver?
—Él ha sido el principal instigador, y tengo el honor de ser uno de sus blancos preferidos desde que cerré la espita de sus comisiones.
—Ándate con los ojos bien abiertos, Martí. Llevarás a tu espalda la sombra de la muerte.
—No te preocupes, sé cuidarme.
—Pero dime, ¿cómo está Ruth?
—Deshecha en llanto. No encaja la muerte de su padre ni atiende a razones en cuanto se refiere a no dejarse ver por Barcelona. Para colmo, las familias de sus cuñados tampoco la admiten junto a ellos. Lo que me apura es que se expone a grandes peligros.
—Vivir es un riesgo constante y tú sabes algo de ello.
—Ciertamente, pero sobre los peligros comunes están las añagazas que preparan tus enemigos y si es por méritos contraídos, lo entiendo, lo que no me cabe en la cabeza es que por ser de una raza o profesar una religión y sin haber ofendido a nadie, quieran matarte.
—Eso sucede acá y acullá, amigo mío, creo que va implícito en la condición humana. Si eres cristiano en tierra de moros, ocurre lo mismo. ¿Cuándo es el entierro?
—El miércoles por la tarde en Montjuïc, cuando los judíos estén dedicados a sus actividades.
Una pausa se estableció entre ambos y en la reanudación, Martí expuso el problema que en aquellos momentos le acuciaba.
—Ruth quiere asistir.
—Eso sí que es buscar complicaciones.
—Va a ir, con todo, mucha gente; su aparición pondrá en evidencia a su familia y sobre todo a sus cuñados.
—De lo cual se infiere que su presencia deberá pasar inadvertida.
—Evidentemente.
—Debes convencerla para que desista.
Martí negó con la cabeza.
—Es inútil.
Hubo otra pausa.
—Se me ocurre algo —dijo Jofre, dirigiendo a su amigo una mirada de complicidad.
—¿Qué es?
—Verás, Martí. Durante dos días estaremos transportando ánforas de aceite negro desde la playa hasta las grutas.
—¿Y?
—Que una procesión de carretas tiradas por una recua de mulas irá cargada y regresará de vacío.
—No entiendo adónde quieres ir a parar.
—Pues que en una de las carretas, cubierta por una lona, podría acomodarse Ruth. Al llegar al cementerio abandonaría la fila y se colocaría en lugar discreto. Desde allí vería, algo apartada, eso sí, el entierro de su padre y cuando los deudos se alejaran y con el pretexto de estar extenuada, Rivká podría acercarse a descansar. De esta manera podría despedirse de su hija.
—Es una idea brillante. Déjame que lo piense dos veces.
Después de un rato más de charla Jofre se disponía a marcharse cuando, ya en la entrada, añadió:
—Por cierto, me comunicó Rashid al-Malik que ya están trabajando para ti en la explotación de la laguna negra más de cien personas y que no quisiera morir sin antes venir a Barcelona para darte las gracias, en su nombre y en el de su hermano, por todas las bienaventuranzas que has traído a sus vidas.
La lúgubre caravana había salido del
Call
por el portal de Castellnou y desde allí, y atravesando la riera del Cagalell, se dirigía a Montjuïc. La comitiva no era en exceso numerosa, ya que muchas familias judías habían optado por mantenerse apartadas de los Benvenist. Las campanas habían anunciado la hora nona, por lo que el camino y la ceremonia no podían durar más de cuatro horas pues todos los judíos deberían estar de regreso al
Call
antes de completas. Llegados a la falda de la montaña descendieron de las carretas para hacer el resto de trayecto a pie. Caminaban delante la viuda y las dos hijas casadas del difunto, junto al rabino que iba a dirigir los salmos; tras ellos iban los maridos de Esther y Batsheva, delante de Eleazar Bensahadon y Asher Ben Barcala, Eudald Llobet y Martí Barbany. A cierta distancia avanzaban las familias políticas, seguidas inmediatamente por las diez plañideras: desgreñadas, rasgándose las vestiduras y arañándose el rostro, en tanto entonaban su desgarrado y monocorde llanto. Por último, cerrando el grupo, unos cuantos hombres que en vida habían sido auténticos amigos de Baruj. El cortejo avanzaba lentamente pues era aquélla una vía muy transitada. Los carros que se dirigían a las canteras, los hombres que a pie y a caballo acudían o regresaban de las mancebías, los grupos de mendigos que entorpecían el paso a todos los itinerantes, los carros que se alejaban con los sobrantes del mercado instalado en los aledaños de la muralla... Todo este trajín contribuía a que el avance fuera lento y el tránsito comprometido.