Authors: Chufo Llorens,Chufo Lloréns
Eudald volvió a explicarse:
—Se hace una vista pública. Todas las gentes de igual rango que los litigantes podrán asistir; la nobleza ocupa un estrado, el clero otro y los ciudadanos de Barcelona el tercero; el conde y los tres jueces presiden las sesiones, que duran varios días hasta que, finalmente, el tribunal da por cerrado el tema.
—¿Continuáis deseando que le pida a mi esposo esta licencia?
—No solamente lo deseo, sino que jamás olvidaré esta gracia.
—Tened en cuenta, amigo mío, que las cañas se pueden tornar lanzas. El consejero, en una
litis honoris,
puede llegar a ser un terrible rival y es tan notorio el lance que en toda mi vida he sido espectadora de tan sólo uno. Os aseguro que algo así paralizará la ciudad.
—Señora, hasta ese día no descansaré.
—Entonces, si deseáis eso, que así sea. Pero debo deciros que si no os sale como es vuestro deseo, no podré volver a recibiros en audiencia.
—Si no consigo que caiga sobre él el baldón infamante del deshonor, el que marchará de esta bendita ciudad seré yo, y nada me importará el lugar donde entierren mis huesos.
Las voces del consejero económico del condado se escuchaban a través de las paredes. Un aterrorizado Conrad Brufau estaba atento en su mesa de la antecámara por si era llamado súbitamente y, al no acudir de inmediato, pagara el pato de algo que todavía ignoraba.
La campanilla sonó insistentemente y el secretario se precipitó hacia el interior.
—¿Habéis llamado, señor?
—¡Estoy llamando, necio! ¿Es que no lo oyes?
—He acudido al instante, señor.
—Tráeme todos los permisos que le otorgué a Martí Barbany para que pudiera abrir su maldito almacén, todas las prórrogas, todos los negocios que requirieron mi aprobación y el resumen de sus visitas. Voy a acabar con este mal nacido.
Brufau conocía a su jefe y sabía cuándo tenía ganas de hablar.
—¿Ha ocurrido algo?
—¿Que si ha ocurrido algo, dices? —El consejero medía a grandes pasos su despacho—. Este hijo de mala madre ha tenido la osadía de demandar del conde una
litis honoris
contra mi persona, lo que es del todo nefando y por más inconveniente. Pero lo peor es que el conde ha accedido.
—¿Y cómo ha sido posible que se haya autorizado?
—Estoy seguro de que tras todo ello anda la condesa, que es quien de verdad manda en estas tierras.
—Pero ¿cabe tanta ingratitud?
—Ya ves, Conrad, cría cuervos y te sacarán los ojos.
—A lo largo de mi vida había oído hablar de ello, cuando los acuerdos de Mir Geribert con el monasterio de Sant Cugat, pero jamás pensé que en los tiempos actuales siguiera persistiendo esa antigua costumbre.
—Pues sí existe, y ahora se intenta implicar en una al más fiel y entregado servidor de los condes. Pero te juro que este mentecato osado y lenguaraz va a salir trasquilado de este envite y no voy a parar hasta que lo eche de Barcelona. ¡Y pensar que estuve a punto de consentir que fuera mi yerno! Por cierto, busca a Luciano Santángel y dile que necesito verle urgentemente.
La noticia corrió por la ciudad cual riera desbordada. El acontecimiento comenzaría el 3 de febrero poco después de la hora tercia y se prolongaría las fechas que fuera necesario. Una
litis honoris,
además pública, era un acontecimiento extraordinario. Desde los salones de las mansiones, pasando por el palacio y descendiendo hasta el mercado, todos se hacían lenguas del suceso. Al tratarse de dos personajes muy conocidos, de inmediato se crearon dos bandos. A Martí se le quería y respetaba, pues había traído a los habitantes de la ciudad una era de prosperidad marcada por un sinfín de ventajas incuestionables, comenzando por los molinos que habían acercado el agua a Barcelona, siguiendo por el almacén que había facilitado la vida a las mujeres y sobre todo por la iluminación que había proporcionado una seguridad nocturna de la que anteriormente la ciudad carecía. De otra parte, los que habían sido beneficiados por el consejero y sobre todo la clientela que todos los días acudía a sus dependencias en demanda de favores se ponían de parte de Montcusí.
Almodis, que conocía el carácter errático de su esposo, aprovechó la coyuntura de un comentario negativo al respecto del consejero de mercados, para meter una cuña en su coraza y hacerle dudar de su honorabilidad. Ramón, que era muy impulsivo, cedió con cierta perversidad ansiando saber cómo se saldría el astuto Montcusí de aquel mal paso. De lograrlo, subiría en su consideración y en caso contrario lo apartaría de su lado durante un tiempo.
Los jueces Ponç Bonfill March, Frederic Fortuny i Carratalà y Eusebi Vidiella i Montclús, constituían el tribunal. El notario mayor Guillem de Valderribes y el veguer Olderich de Pellicer fueron los encargados de organizar el acontecimiento, que iba a durar varios días. La demanda de licencias para acudir al mismo fue desorbitada. A pesar de que los menestrales, obreros, trabajadores del campo y gentes de la ribera tenían vetada la entrada, el número de ciudadanos de Barcelona que demandaron asistencia, curiosos e intrigados por acontecimiento tan inusual, desbordó cualquier previsión. Por su parte, la nobleza y el clero iban a saturar, con creces, el espacio a ellos destinado.
El acto se iba a celebrar en un principio en el salón del Palacio Condal, pero dada el gran número de gentes que quería asistir se habilitó un espacio en la Casa de la Ciudad donde se podían reunir más de trescientas personas, y quedó constituido según las normas preestablecidas. En la presidencia se instalarían los tronos de la pareja condal y bajo ella la mesa en la que los jueces se iban a acomodar; a un costado y a otro, dos pequeñas tarimas con atriles en donde se colocarían ambos contendientes, y a su lado sendas mesillas para disponer los documentos que cada uno precisara. Luego, en frente y en abanico, se instalarían tres tribunas: la de la nobleza a la derecha y la de la ciudadanía a la izquierda, separadas ambas por la correspondiente al clero. El trajín de carpinteros que montaban tarimas, tapiceros que forraban tronos y estereros que cubrían el suelo de alfombras y de tapices las paredes era continuo, y ante la premura del acontecimiento se trabajaba día y noche.
Martí había adquirido la costumbre de visitar a Eudald al caer la tarde a fin de comentar con él las acusaciones que pensaba hacer buscando los flancos débiles de su enemigo. La luz de la ventana del primer piso, perteneciente al aposento del clérigo, lucía prendida hasta altas horas. Eudald le aconsejaba indicándole sobre todo la actitud que debería adoptar ante los jueces, que sin duda estarían mediatizados por el poder del consejero.
—Recordad si llamáis a testigos, que yo no podré refrendar cosa alguna por mi condición de confesor de Montcusí.
—¿Deberá defenderse de mis imputaciones personalmente o puede comparecer acompañado de un licenciado?
—Él y vos sois los únicos que podéis subir al estrado; ello no es obstáculo para que le acompañe en la mesa, a título de consultor, quien considere oportuno.
La cabeza de Martí bullía de ideas a las que trataba de poner orden, ya que una acusación debería ir detrás de otra, teniendo en cuenta que antes de cerrar el tema sería interpelado e interrogado por su oponente, que intentaría confundirle.
De noche cerrada, salía de la Pia Almoina para regresar a su casa y continuar despierto en su escritorio, dando vueltas a las mil implicaciones que se abrían todos los días, llegando a la conclusión de que el tema se había convertido en un monstruo de siete cabezas que cuando creía tener una cercenada, salía otra en su lugar. Cuando, ya de madrugada, se dirigía a sus habitaciones para caer rendido durante unos momentos, al pasar por delante de la vacía alcoba de Ruth, pensaba en la triste suerte que representaba el haber tenido tan cerca a la mujer que ahora evocaba en sueños y se prometía que, en cuanto finalizara la vista, iría en su busca.
En el despacho de Montcusí, éste y su siniestro invitado ultimaban sus planes.
—Disponéis de nueve días de tiempo. El ciudadano Barbany deberá tener un percance que le impida acudir a la
litis
en la plenitud de sus capacidades mentales.
—Y ¿si tal vez no pudiera acudir a parte alguna nunca más?
—Mejor me lo ponéis. Sin embargo, debo aclararos que el hecho nada debe tener de extraordinario: deberá ser un contratiempo vulgar que pudiera ocurrirle a cualquier ciudadano.
—Cuando el sol se pone todos los gatos son pardos y quién sabe lo que aguarda a los noctámbulos.
—¿Qué insinuáis?
—¿No me encomendasteis que lo siguiera? Pues eso he hecho, suponiendo que mis obligaciones no habían finalizado.
—Admirable diligencia la vuestra.
—Hace muchos años que ejerzo el oficio, y la experiencia me dice que una misión no termina hasta que no se resuelve el problema. El mero hecho de informaros no implica que a vuestro enemigo se lo haya tragado la tierra.
—¿Entonces?
—Pues que cuando se me encarga proseguir el trabajo, cosa que ya habéis hecho, intento tener la tarea adelantada.
—Decidme, pues, adónde os han llevado vuestras indagaciones.
—A saber que cada anochecer se desplaza hasta la Pia Almoina y allí permanece hasta medianoche.
Montcusí no pudo evitar una sonrisa.
—Proceded como gustéis. La recompensa os permitirá retiraros al campo, lo que según me habéis dicho, es vuestra máxima aspiración.
—Efectivamente, la vida bucólica me complace. Odio el ajetreo de esta Barcelona que se está poniendo imposible. Soy un hombre sencillo, de austeras costumbres. Añoro el sonido del viento entre las hojas y el murmullo de un arroyo cristalino sobre unas lascas de piedra. Aspiro a terminar mis pacíficos días como un campesino, yendo a las ferias a vender los productos de la tierra.
—Pues hacedme este último servicio y yo convertiré vuestro sueño en realidad.
—Dejadlo de mi mano y dormid tranquilo, sería la primera vez que saliendo de cacería no cobrara una pieza.
—Cuando la tengáis en el zurrón, dejad transcurrir unos días antes de acudir a mí a recoger el fruto de vuestro trabajo. No quiero que nadie asocie vuestra presencia con los luctuosos hechos que anunciáis.
Y tras estas palabras, Bernat Montcusí respiró complacido en tanto que Luciano Santángel, asesino profesional, sonreía para sus adentros.
Llegó febrero, y el día 2 se pagaban las licencias para presenciar la
litis honoris
del día siguiente a precios de escándalo. No únicamente se negociaban entre los ciudadanos de Barcelona sino incluso, y bajo mano, algún noble venido a menos intentaba cambiar el lustre de sus escudos nobiliarios por otros de menor abolengo pero de común circulación que aligeraran las penurias de sus apolilladas arcas. Los curiosos que no iban a tener derecho a presenciar el acto transitaban cerca de la Casa de la Ciudad para hacerse eco de las comidillas que entre dimes y diretes circulaban entre los corros que se arremolinaban en las escaleras de la casa grande, mientras lanzaban sus opiniones en voz alta como si fueran uno de los jueces togados que iban a dirimir las razones de uno y otro bando. El veguer, Olderich de Pellicer, había colocado a casi toda su gente en los aledaños de la plaza, armados de chuzo de punta de hierro y adarga, descuidando otros rincones de la ciudad en los que suponía que aquella jornada no debería haber problemas ni incidentes notorios.
Al caer la noche, un hombre embozado se dirigía desde la bajada de Viladecols hacia los arcos del pasaje de l'Infant, que limitaba con la parte sur de la Pia Almoina. Allí, tras observar detalladamente la calleja mirando a uno y a otro lado y asegurarse de que no había nadie en ella, se detuvo junto al soporte de hierro que sustentaba la jaula donde ardía la mecha empapada en el preciado líquido, y extrajo de debajo de su capa una pértiga de madera que se alargaba dotada en su extremo de un capuchón de cobre, extendió el brazo y lo colocó encima de la llama, dejando sin aire el fanal que al instante apagó su luz y sumió el pasaje en la más absoluta oscuridad. Tras esta operación se ocultó en uno de los portales que se abrían al pasaje y comenzó la paciente espera que tan pingües beneficios le iba a reportar.
—Mejor que os retiréis a dormir, Martí. Mañana, mejor dicho dentro de un rato, os espera una tarea harto complicada. Deberéis tener la cabeza clara y el espíritu sereno y bueno será que intentéis dedicar un tiempo al descanso.
—Seguiré vuestro consejo por complaceros. Voy a estar dando vueltas en el lecho hasta que salga el sol.
Sólo había otro asunto que le quitaba el sueño a Martí.
—Decidme, Eudald, ¿qué nuevas tenéis de Ruth? —En ese momento la echaba en falta más que nunca.
—Tranquilo. Ya os dije que se encuentra bien. No temáis por ella —respondió el sacerdote—. Ahora tomaos una tila e intentad reposar, pues nada conseguiréis velando y os conviene tener la mente diáfana. Vais a tener ante vos un enemigo taimado que se juega su crédito en el envite y que antes de caer en desprestigio ante la corte y el conde, se defenderá como gato panza arriba y a no dudar recurrirá a cualquier artimaña por sórdida que sea.
Martí recogió su capa del perchero y se la colocó, ajustándola al cuello. Antes de salir, dijo:
—He repasado con vos más de cien veces las alegaciones, me he hecho mil preguntas sobre los posibles argumentos de alguien que, en su desespero, empleará cualquier argucia, y siempre encuentro alguna brecha por donde pueda escaparse y en la que no había pensado. No quiero que tal cosa ocurra. Se lo debo a mi madre, a Laia y a Ruth...
El sacerdote, que le acompañaba hasta la puerta de su despacho, argumentó:
—Si la
litis
fuera dentro de cien días, seguiríais pensando cien noches más. Id en paz y descansad. Mañana, poco después de la hora tercia, dará comienzo el negocio más arriesgado que hayáis emprendido a lo largo de vuestra vida y del que va a depender vuestro futuro. Recordad la recomendación de vuestro padre en la hora suprema de su muerte: «El único bien que un hombre debe defender hasta morir es el honor».
—También a él se lo debo. Adiós, Eudald.
—Hoy es una noche especial; dadme un abrazo, hijo mío.
Ambos hombres se dieron un fuerte abrazo y luego Martí partió hacia la entrada de la Pia Almoina, donde un adormilado lego le saludó desde detrás de una mesa alumbrada por una triste candela.