Authors: Chufo Llorens,Chufo Lloréns
El conde palideció notablemente mientras que la gente, puesta en pie, aplaudía, vociferaba, discutía. El salón se había convertido en un pandemonio de gritos y denuestos entre la tribuna de los nobles y la de los ciudadanos de a pie; la del clero guardaba una actitud neutral aguardando el devenir de los acontecimientos.
Cuando ya se restableció el orden, el juez principal ordenó proseguir.
—Por lo tanto, excelentísimos condes, es ésta la prueba de que todos los maravedíes que entregó el embajador Abenamar, de ingrata memoria, para rescatar a ar-Rashid, hijo de al-Mutamid, rey de Sevilla, eran falsos y por tanto la pena que pagó por ello el malhadado Baruj Benvenist fue injusta. Por lo cual y desde aquí y ahora, reivindico la honorabilidad de su nombre y la restitución de todos sus bienes a sus descendientes, ya que por él nada ya se puede hacer.
»Pero quiero ir más allá en mi alegato. El consejero tiene ante sí dos opciones: confesar su ineptitud y su terrible descuido al admitir como buena moneda falsa perjudicando seriamente al condado, o lo que es peor, habiéndose dado cuenta del engaño, pretender cobrar réditos de su irresponsabilidad acusando de fraude a los cambistas judíos y cargando la responsabilidad sobre sus espaldas, culpándolos de haber pretendido robar al conde, para quedarse el oro alegando que lo que habían recibido era plomo.
Esta vez, al finalizar su ardiente defensa, la influyente tribuna del clero se arrancó en aplausos y tras ellos siguieron los más irreductibles partidarios del consejero. La prueba era irrefutable.
Cuando se calmaron los ánimos, el juez Frederic Fortuny, dio la palabra a Montcusí.
—Señor consejero, tenéis la palabra para defenderos de la postrera acusación.
Bernat Montcusí se dispuso a morir matando. Se llegó al estrado, y desplegando su oronda humanidad frente al atril, buscando complicidades entre las gentes, comenzó a fabricar su escapatoria.
—Excelencias, señorías, nobles señores, clero de Barcelona, ciudadanos en general. Siempre fui un exacto cumplidor de la ley y conozco mis derechos y mis limitaciones y sé que en una
litis honoris,
el demandado tiene que ceñirse a los términos y asuntos que el demandante ponga sobre el tapete sin sacar a colación otros debates. Pero bien sabe Dios que el tema de los cambistas, él lo ha sacado y de él voy a hablar.
Entonces, empleando la voz tonante de un predicador, comenzó su diatriba.
—¿Cómo se atreve este insensato a acusarme de nada cuando él ha acogido en su casa a alguien que está desobedeciendo flagrantemente una sentencia firme dictada por el conde de Barcelona? ¿Cómo se puede dar crédito a tanta felonía cuando el señor Barbany es cómplice de ultrajar la ley, la cual cosa le invalida para acusar a nadie?
Entonces con el grueso índice de su diestra señaló a Martí.
—Señor Barbany, ¿no os enseñó ese maestro al que habéis aludido que el que encubre a un reo de desobediencia ultraja a los jueces y se convierte a su vez en cómplice del delito? Yo os acuso de encubrir y ocultar en vuestra casa a la hija menor del condenado Baruj Benvenist, que debería haber partido junto a su familia, a la que la magnanimidad de nuestro señor Ramón Berenguer sentenció al destierro. Judía, por tanto, convicta, y por más escarnio y deshonra de los de su raza, ya que ha estado viviendo lejos del
Call.
»No sois quién para acusarme de nada: la acción que habéis cometido os invalida para incoar una
litis
contra un ciudadano honrado y fiel cumplidor de la ley. Por tanto, todas vuestras acusaciones carecen de validez por defecto de procedimiento.
Las gentes dirigían sus miradas alternativamente del uno al otro y de éste al trono de los condes.
—Si tenéis respuesta a tanta indignidad y tanta perfidia, os cedo la palabra para que intentéis justificar lo injustificable. Señores jueces, exijo la invalidación de todo el proceso ya que quien lo ha incoado no tenía derecho a hacerlo.
Y recogiéndose la túnica y dando una ostentosa vuelta, se dirigió a su asiento.
Martí, a quien sin duda la tensión del lance había proporcionado un acceso de la temida fiebre, se dispuso a dirigirse a su atril y al hacerlo un mareo incontenible le retuvo en su asiento.
Fue entonces cuando el padre Llobet, alzado en la tribuna, tomó la palabra, y dirigiéndose a la condesa, solicitó su permiso para intervenir. En tanto descendía y se dirigía al estrado, la expectación era absoluta.
—No he venido aquí a hablar del consejero, pero sí a rebatir ciertos hechos que me consta que son falsos. Cierto es que Ruth Benvenist, hija menor del preboste de los cambistas, ha vivido bajo el techo del señor Barbany hasta cierto tiempo atrás al cuidado de una aya. Pero ahora Ruth Benvenist es conversa: fue bautizada antes de que venciera el plazo de la sentencia de destierro. Yo mismo oficié su bautismo y la alojé en un convento hasta que toda esta situación se aclarase. Me consta además que pronto se convertirá en la esposa de Martí Barbany... —añadió, lanzando una sonrisa hacia su protegido—. Y entiendo que los cargos contra el preboste Baruj y su familia van a quedar sin efecto según las pruebas aquí presentadas.
Bernat Montcusí se derrumbó en su asiento.
La sesión se levantó y las gentes salieron a la calle excitadas, comentando los avatares de tan apasionante jornada y haciendo cábalas sobre cuál iba a ser la decisión del conde. Mientras tanto, Ramón Berenguer abandonaba el salón con el entrecejo fruncido, preocupado por el difícil problema que se le venía encima. Sin embargo, sobre todas las cosas algo era primordial: ni su honra ni las finanzas de sus condados deberían resentirse.
Aquella noche el diálogo entre los esposos era tenso.
—No entiendo vuestra ligereza, Almodis. ¿Cómo comenzasteis a repartir sin consultarme los dineros que mi generosidad os entregó con el consiguiente perjuicio que habéis proporcionado a Barcelona?
Almodis saltó como un áspid: la mejor defensa había sido, desde siempre, un buen ataque.
—¿Insinuáis que debo pedir vuestra venia para asistir a mis gentes? ¿Pretendéis que mis desheredados dejen de percibir la sopa de los pobres porque no conviene a vuestro intendente? ¿No os dije acaso el destino que pensaba dar a los maravedíes que me entregasteis? Además, nadie podía imaginar el mal paso en que os iba a meter la incuria y la incapacidad de vuestro consejero, que por cierto jamás fue santo de mi devoción.
—Pero ¿cómo queréis que justifique mi flaqueza?
—Sois el conde de Barcelona, a nadie debéis rendir cuentas de vuestros actos. Sin la sinrazón que cometió el intendente jamás os podían haber responsabilizado de nada. Los maravedíes hubieran corrido de mano en mano, siguiendo su camino, porque el dinero no tiene padre ni madre, y caso de achacar a alguien el origen de la falsedad, el desprestigio hubiera caído sobre el rey hispalense, ya que era su efigie y no la vuestra la que figuraba en el anverso de la moneda. Comenzad a meditar vuestro veredicto y esta vez hilad fino, pues debéis inculpar al responsable de tanta malevolencia. Barcelona debe permanecer incólume por encima de todo, caiga quien caiga, y que cada cual asuma su tanto en culpa. Mejor os diré, vuestra honra quedará más limpia si el pueblo llano percibe en el arbitraje de su señor que éste no tiene en cuenta al poderoso en detrimento de cualquier súbdito, máxime que don Martí Barbany no es cualquier súbdito: os ha rendido, y puede rendiros en el futuro, copiosos beneficios.
—Señora, agradezco vuestro consejo, pero olvidáis que cuando os conocí era ya conde de Barcelona. Sé que un gobernante se debe a su pueblo y que lo que es bueno para la mayoría es lo que procede. Soy consciente de que hay momentos y circunstancias en que la prudencia aconseja cosas que obligan a poner aparte los afectos y las lealtades y no dudéis que si he de escoger entre el corazón y la cabeza, será esta última la que dictará la última palabra. Si para que flote el barco hay que lanzar al mar la mercancía, se hará. De modo que cuando alguien se convierte en lastre, por amargo que resulte hay que deshacerse de él. Pero sabed que es por mi voluntad, no por vuestro consejo, voy a obrar de esta manera. Os recuerdo, además, que fuisteis vos quien me convencisteis para autorizar esta
litis...
De no haber sido por vos, nada de esto hubiera sucedido.
Almodis se quedó inmóvil. Estaba segura de que esta discusión pronto sería sabida en todo el palacio. Con la mirada puesta en el conde avanzó hacia él y le tomó de la mano. Sus labios esbozaban la sonrisa seductora que tantas veces había logrado ablandar los malos humores de su esposo.
Pero esta vez no fue así. Éste retiró la mano y repuso:
—Ahora, si me permitís, me gustaría estar solo para mejor meditar mi decisión.
Y, tras una inclinación de cabeza, el conde salió de la estancia.
Almodis permaneció en pie unos instantes. Luego se llegó hasta el canterano y de una frasca se sirvió una generosa ración de hipocrás. Con la copa en la mano, se instaló en una silla, junto a la pequeña ventana que daba al huerto y, tras beber un buen sorbo, se dijo que era la primera vez que el conde la rechazaba. Se palpó el rostro, notó las arrugas, y una lágrima rebelde asomó a sus ojos.
Había sido en Barcelona donde había culminado su vida. Ella, repudiada dos veces, había conseguido llegar a la cumbre y ello no era cuestión baladí. Sabía que las gentes atribuirían el hecho a su ansia de poder, pero sus íntimos, que tan bien la conocían, sabían que la lucha entablada no había sido en su beneficio sino para preservar el porvenir de sus hijos. Recordaba todavía la jornada en que conoció a su bufón y el efecto que le causó su oráculo acerca de que ella iba a ser el origen de una dinastía allende los Pirineos. Siempre supo que al destino había que ayudarlo, y ella no había reparado en esfuerzos.
Muchos habían sido los obstáculos. A su mente acudió el espectro de Ermesenda, y no pudo evitar una sonrisa. No cabía duda de que la terrible anciana había sido una rival de su talla y que, siendo sincera, su desaparición le había restado estímulos. La batalla que la mujer emprendió para conseguir la excomunión de la pareja condal, pese a que fuera en su contra, despertaba en su interior un punto de admiración, pues indicaba un arrojo formidable. Tuvo que reconocer que hasta su muerte fue una temible enemiga a la que tuvo que enfrentarse con determinación no exenta de diplomacia, ya que el conde, en el fondo de su corazón, la quería y respetaba, reconociendo que su empeño y tesón por restablecer su autoridad en los condados había sido en su beneficio.
Luego vinieron a su encuentro los denodados esfuerzos que había hecho para ser madre, cuando ya nadie lo esperaba. Había deseado, sobre todas las cosas, darle un heredero a su marido pensando que su nacimiento soldaría para siempre su matrimonio. Aunque aún no sabía si para bien o para mal, habían nacido dos y desde aquel momento se había jurado a sí misma que jamás volvería a ser repudiada.
Un solo obstáculo se alzaba ahora en su camino y debería ser cauta si pretendía eliminarlo sin sufrir daño. Pedro Ramón, el primogénito del conde, se hallaba entre ella y su destino. Lo que a su llegada tomó como desplantes propios de un jovencito celoso de sus atribuciones y de sus derechos, se había convertido con los años en un enfrentamiento en toda regla. Estaba segura de que esta noche se hallaría satisfecho, al haber presenciado cómo su madrastra quedaba en evidencia ante su esposo.
Dio otro trago y suspiró. Ya se ocuparía de Pedro Ramón... Una sonrisa de orgullo se dibujó en sus labios al pensar en sus hijos. Ramón Berenguer, el rubio de sus gemelos, tenía las hechuras de un príncipe. Debía ser, y sería, el siguiente conde de Barcelona, pesara a quien pesase. Levantó la copa en el aire y la vació de un trago.
—Por ti, Ermesenda, mi querida enemiga. Tu ejemplo me iluminará de ahora en adelante... Si no puedo usar ya mis armas de mujer, usaré las de una reina.
Al finalizar la última sesión las gentes ya intuían el resultado de la
litis.
Martí, durante el trayecto que mediaba entre la Casa de la Ciudad y su residencia, fue literalmente abordado por grupos de personas para él desconocidas que le daban sus parabienes, le palmeaban la espalda y le acosaban a preguntas. La humanidad de Eudald Llobet y el bastión que formaron a su alrededor sus tres capitanes y las gentes de su casa le permitieron abrirse paso a través de aquella muralla humana que le acosaba.
Viendo el final de tan largo túnel, al llegar al patio de caballos de su casa, las fuerzas le flaquearon y cayó inerte. Una crisis producida por la terrible tensión acumulada y los restos del veneno le sumieron en una desazón con puntas de fiebre altísimas que le hicieron perder el conocimiento y delirar durante algunos días. Le instalaron en su dormitorio con las finas cortinas de su adoselado lecho perennemente echadas, la luz de los velones apagada y el gran ventanal entreabierto para que entrara el fresco de febrero. Ruth se hizo traer un catre y se instaló a los pies de la cama. Allí pasaba los días y las noches ocupándose de que tomara los remedios que le suministraba el físico Halevi, revisando los condimentados caldos que desde las cocinas le enviaba Mariona, y que ella intentaba hacerle tragar en los pocos ratos que pasaba despierto. En algún momento, cuando Ruth necesitaba descansar, era relevada por Aixa. La ciega se instalaba al lado del enfermo y cada cierto tiempo posaba su sensible mano en la frente del abatido Martí para controlar su temperatura. Las únicas personas que invariablemente tuvieron, durante este intervalo, paso franco fueron Eudald, Jofre y Manipoulos, y naturalmente el físico Halevi. El capitán Felet había partido con dos de las naves de la compañía hacia el Bósforo.
Así transcurrieron casi treinta días durante los cuales en Barcelona acaecieron muchas cosas.
La sentencia fue promulgada y los estamentos de todas las clases sociales se hicieron lenguas comentando la justicia del conde.
El
Call
quedaba exonerado de toda culpa. El buen nombre del preboste de los cambistas y su honor quedaban restaurados en cuanto a la acusación de haberse apropiado del oro, no así su responsabilidad por haber admitido, sin las debidas comprobaciones, moneda que se admitía como falsa. Por ende, su familia quedaba liberada de la pena de destierro. El consejero de abastos Bernat Montcusí era considerado asimismo primer responsable del infortunado suceso al haber admitido como buenos los nefastos maravedíes. Sin embargo, no era éste el principal delito; también quedaba probada su culpabilidad en haber mentido al no reconocer las vejaciones a las que sometió a su hijastra, pero lo más grave era que, estando bajo juramento, había intentado engañar al conde, su señor, y ese escarnio no admitía perdón.