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Authors: Chufo Llorens,Chufo Lloréns

Te Daré la Tierra (72 page)

BOOK: Te Daré la Tierra
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—Ermesenda de Carcasona, abuela querida, descansad en paz.

La voz de Almodis sonó a su espalda.

—Descansad en paz y dejadnos descansar en paz a los que aquí quedamos. Que el Señor en su misericordia os acoja en su seno, pero que se guarde de vos: no vaya a ser que pretendáis gobernar el cielo como quisisteis gobernar vuestros condados. —Luego, en un tono casi inaudible, susurró—: Ahora todo es mío, señora.

99
La sentencia

El juicio fue sumarísimo. A las dos semanas de su detención, Baruj fue condenado. La sentencia conmovió a todo el
Call
y la lectura consiguió dividir las opiniones de sus moradores. Unos pocos seguían siendo fieles a la familia Benvenist, pero la gran mayoría, consciente de que la deuda y sus intereses iban a repercutir durante años en toda la economía de la comunidad, habían optado por abandonar al
dayan
a su triste suerte. Martí estaba sobrecogido y el hecho de asistir un día sí y otro también al desmoronamiento de Ruth, que andaba como alma en pena por la mansión, le ocasionaba una desazón insoportable. La muchacha estaba abatida y su llanto, continuo y silencioso, le descomponía. El colmo fueron los bandos que por orden del veguer se pregonaron por calles y plazas de Barcelona, anunciando el veredicto. Dicha acción provocó hasta tal punto la ira del pueblo que obligó a reforzar con hombres armados las entradas del
Call,
para evitar disturbios y asaltos.

Este aparente contrasentido de arrojar por una parte la culpa a los judíos y por la otra exonerarlos venía dado por orden condal, que si bien buscaba la recuperación del dinero ejemplarizando el castigo, quería, sin embargo, eximir de culpa a la comunidad, ya que si permitía que fueran perjudicados físicamente, mal podría cobrar la deuda. Por tanto, para el buen gobierno de Barcelona, tanto Eleazar Bensahadon como Asher Ben Barcala, prósperos comerciantes y respetados miembros de la comunidad, respectivamente, deberían ser intocables.

El edicto que estaba pregonando decía lo siguiente:

En Barcelona a 4 de octubre del año del Señor de 1058

Yo, Ramón Berenguer I, conde de Barcelona, Gerona y Osona por la gracia de Dios, hago saber:

Que habiéndose incoado procedimiento sumarísimo contra Baruj Benvenist, "dayan" del "Call" de Barcelona, por defraudación de depósitos condales, por valor de treinta mil maravedíes, intento de estafa, apropiación indebida y destrucción de moneda.

Sometido a la jurisdicción de la "Curia Comitis," presidida por el honorable Ponç Bonfill y según las reglas contenidas en el "Liber judiciorum", debo condenar y condeno al antedicho Baruj Benvenist a la pena de horca, a la confiscación de todos su bienes y al destierro de la ciudad de toda su familia, en el plazo máximo de treinta días a partir de la ejecución.

Dado el destacado cargo que ocupa el inculpado en la comunidad hebrea, condeno solidariamente a ésta a la reparación de la deuda y de los intereses que devengue la misma, durante los diez años que mi gracia ha concedido para su devolución. Sin embargo prohíbo expresamente cualquier agresión o ataque contra persona o bienes pertenecientes al "Call", y quien osara desobedecer mis órdenes será públicamente castigado con cincuenta azotes.

El ciudadano de Barcelona Baruj Benvenist será colgado del cuello mediante una cuerda de cáñamo hasta que expire. El patíbulo se levantará frente al portal de Regomir, y la ejecución se llevará a cabo el 10 de diciembre del año 1058, después del mediodía.

Firmado:

Ramón Berenguer, conde de Barcelona

El conocimiento de la sentencia lanzó a Martí a una actividad desenfrenada. Cuando escuchó el terrible edicto el cielo se desplomó sobre él. Ruth se encerró en su habitación, deshecha en llanto, y Martí se dirigió a la casa de Benvenist, donde se había desencadenado el drama en toda su intensidad. Los hombres intentaban colocar en cestos los enseres personales, que era lo único que se les permitía llevarse al destierro. Rivká estaba acostada en su lecho y Esther le suministraba un pomo de sales, mientras los criados iban y venían en silencio. Unos oficiales del fisco vigilaban que nadie tocara nada del despacho del cambista. Batsheva se le acercó y en un susurro le preguntó por su hermana.

—Id tranquila, confiad en mí. Mañana intentaré ver a vuestro padre y se hará lo que él diga; decidle a vuestra madre que no se preocupe ahora por este asunto.

En esas y otras cosas andaba cuando el rabino Melamed le indicó que deseaba hablar con él. Ambos se dirigieron al castaño del jardín, testigo mudo de tantos ratos felices.

—Bien, amigo mío —comenzó a decir el suegro de Batsheva—, como comprenderéis, la misión que me ocupa no es plato de mi gusto. Sin embargo, como padre de Ishaí y rabino es mi obligación desempeñarla con la mayor diligencia posible.

—Os escucho.

—Nadie habla de esto, pero la gente sabe.

—¿Qué es lo que sabe?

—Somos un pueblo discreto y experto en callar; entre otras cosas la supervivencia enseña a no inmiscuirse en la vida de los demás.

—No os comprendo.

—Tal vez en Barcelona la situación pueda pasar inadvertida, pero no dentro del
Call.

—Si no me habláis con más claridad, no adivino adónde queréis ir a parar.

—Es fácil: nos consta que Ruth, la hija pequeña de Baruj, está acogida en vuestra casa. Hasta ahora a nadie ha incumbido el hecho ya que, dada la resolución de Baruj de apartarla de su casa tras el incidente que vos bien conocéis, el honor de los Benvenist ha estado a salvo. Pero el apresamiento de mi consuegro agrava en mucho las cosas. Esta mañana ha venido a mi encuentro Binyamin Haim, el esposo de Esther, al que le ha caído el cielo encima. Su familia es muy conocida en Besalú y está dispuesto a acoger en su casa a Rivká, su suegra, pero lo que no quiere aceptar es la presencia de su cuñada Ruth. Las noticias corren más que vuelan y sobre el deshonor de ser yerno de un ajusticiado, por injusta que sea la condena, caería la ignominia de alojar en su hogar a una mujer que de alguna manera ha deshonrado a los suyos. En cuanto a Batsheva, desde el instante de su boda pertenece, como mujer casada, a la familia del esposo, al igual que Esther a la de los Haim: para ellas no reza la sentencia.

Martí palideció.

—No sé dónde queda la solidaridad de algunas gentes, ni quiero atribuir a todo el pueblo judío esta mezquina actitud, pero decid a quien competa que no se preocupe: yo me haré cargo del problema.

—No lo toméis a mal. Los ánimos están muy encrespados. Tal vez, cuando se calmen las cosas...

—Entiendo, no os lo tengo en cuenta. Vos solamente sois el emisario.

Después de esta charla Martí partió de la casa, tras decir a Rivká y a Batsheva que regresaría.

Tenía abiertos tantos asuntos que era difícil acudir a todos a la vez. De manera que al salir del
Call
se dirigió sin demora a la seo para entrevistarse con Eudald.

El canónigo, informado ya de todo el drama, le recibió en la intimidad de su habitación.

—Tiempos terribles, querido amigo —dijo con un suspiro el buen sacerdote.

—Y grandes injusticias. Alguien ha escogido a Baruj como chivo expiatorio.

—Sospecho la identidad de ese alguien, aunque mi experiencia acerca de los poderosos me dice que podría haber sido cualquiera. Ya sabéis que la victoria tiene mil padres y la derrota es huérfana.

—Ese hombre es la más falaz y rastrera alimaña que he conocido. Creo que la rabia que me inspira es mayor que el odio que me tiene: no alcanzo a comprender cómo se ha ganado la voluntad del conde.

—Yo os lo diré. El halago ha sido su arma, como lo es de todo cortesano que quiera prosperar en la corte. Los poderosos pueden estar un mes sin comer, una semana sin beber y un día sin ser lisonjeados. Pero os lo repito: guardaos de él y no le perdáis de vista; os tiene presente en el inventario de su memoria, le consta que vos ardéis en deseos de venganza y cuando pueda, querrá cobrarse la pieza. Pero vayamos a lo que nos concierne. ¿Qué pensáis hacer?

—Tengo tantos fuegos prendidos que no sé a cuál acudir, de ahí que, por mejor proceder, recurra a vuestro sabio consejo. En verdad os digo que no sé por dónde debo comenzar a sofocarlos.

El buen clérigo hizo una pausa para meditar unos instantes y procedió con cautela.

—En primer lugar está Ruth. Sé que la apreciáis y no sería conveniente, si las circunstancias no fueran tan adversas, que dejarais pasar la segunda oportunidad que os brinda la vida pisoteando vuestra dicha; sin embargo, las cosas son como son y el camino está lleno de dificultades, hoy por hoy insalvables.

Martí quedó un momento perplejo.

—Pero yo jamás os he confesado que...

—He hecho guardia en muchos puestos y peino demasiadas canas, Martí, y sería por más lerdo si no supiera darme cuenta de la enfermedad que a todo hombre ataca, antes o después. Me consta que amasteis a Laia, pero Laia murió y la vida sigue su curso.

—Bien, os lo confieso, Laia fue un sueño de juventud adornado por la dificultad y la distancia al que tal vez me aferré en demasía. Su muerte fue para mí algo terrible que me marcó profundamente y cuyo recuerdo llevaré en mi corazón de por vida, pero cuando menos lo esperaba esta criatura ha despertado en mí sentimientos que jamás creí volvieran a renacer. He de admitir que jamás he conocido, tan íntimamente y día a día, a alguien que tuviera las cualidades de Ruth, su sentido de la justicia, su determinación, su alegría de vivir y saber entrever de cada circunstancia algo positivo; su carácter ha hecho que mi hogar sea hoy una fiesta cuando ayer era un páramo, su presencia ha despertado en mí algo que ya creía muerto. —Aquí Martí hizo una pausa—. Sin embargo, todo lo dicho nada vale, es como si no existiera. Hay demasiados problemas insolubles.

—Éste lo conozco, otros no y es mejor que desembuchéis lo que lleváis dentro.

—En primer lugar, como os consta, juré a su padre que la respetaría siempre y que a mi lado estaría segura. Si abusando de su confianza renegara del juramento y aprovechara la circunstancia de que está alojada en mi casa para defraudarle, me convertiría en un bellaco y en los momentos que vivimos el peso de la culpa y el remordimiento no me dejarían un instante en paz.

El canónigo asintió con un gesto.

—Os comprendo, y aunque Baruj va a morir no podéis, sin causa mayor, violar un juramento; no os toca otra que sepultar vuestra dicha. Además, ella es judía y vos cristiano.

—Evidentemente, aunque si solamente fuera éste el impedimento, no se me alcanza saber cuál fuera mi decisión al respecto.

—¿Os jugaríais la eternidad?

—Mi eternidad está aquí y ahora; ya cuidaré de la otra cuando llegue, si llega. Si por una entelequia he de renunciar a una realidad, baje Dios y lo vea. ¿No dice san Agustín de Hipona «Ama y sé feliz»?

—No me hagáis responder, no es momento para digresiones filosóficas ni vanas disquisiciones en las que ni los padres de la Iglesia se han puesto de acuerdo, amén de que no puedo ser juez imparcial porque os quiero demasiado. Y ahora decidme, ¿qué otros fuegos hay que debáis apagar?

Martí, en breves palabras, puso al corriente a su amigo de la conversación que había mantenido con el rabino Melamed.

—Como podéis ver, cuando a un navío se le abre una vía de agua a la vez se le rompe el gobernalle.

—No los culpéis: son buenas gentes, pero están asustados. Cuando todo vuelva a su lugar sin duda verán las cosas de otra manera. Ved que las dificultades nunca vienen solas, pero no olvidéis que tras la tempestad viene la calma y que Dios aprieta pero no ahoga. Pero decidme, ¿cómo quedan vuestros tratos con Baruj? Creed que si hay un resquicio os buscarán la vuelta.

—No hay caso: tengo tratos con los cambistas, pero no son socios de mis negocios; únicamente aseguran de alguna manera mis barcos y mis mercancías; es probable que del dinero que me cobran deban pagar al conde una gabela fija, pero a mí en nada me afecta. Si todos los que negocian con los hebreos se ven obligados a prescindir de sus servicios y cortar sus relaciones, la vida comercial del condado se hundiría. No os preocupéis por mí ahora, mejor pensad qué podemos hacer por Baruj.

—Una sola cosa se me ocurre: deberé acudir a la condesa para que me conceda un salvoconducto que os incluya a vos y nos permita visitarlo; es mi amigo, lo han condenado injustamente y está en necesidad. Creo que son suficientes motivos.

100
El salvoconducto

La condesa se avino a expedir el salvoconducto. El canónigo, en calidad de confesor personal, había demandado licencia para intentar, en un último esfuerzo, convertir a la verdadera fe al condenado de manera que pudiera salvar su alma inmortal, y el ciudadano Martí Barbany le asistiría en calidad de acólito, por lo cual libraba el documento.

Los dos hombres, apenas salido el día, se presentaron a las puertas del Palau Menor, en cuyas mazmorras habían confinado a Baruj.

En la entrada, el centinela tomó el documento en sus manos y al ver el sello de la condesa, tras indicarles que aguardaran, se introdujo en el cuerpo de guardia para avisar a su superior. Era éste un viejo soldado ascendido a oficial por méritos que atestiguaban dos pálidas cicatrices que cruzaban su rostro en sendas direcciones y que salió a su encuentro con el pergamino en la mano.

—¿Os conozco?

Se dirigía a Eudald.

—Tal vez: en esta Barcelona de mis pecados nos conocemos todos.

—Pero no os veo como sacerdote.

—No nací siéndolo.

—¿Por dónde arrastró sus huesos vuestra merced, antes de ahora?

—Por diversos caminos y en muchas circunstancias.

El hombre insistía.

—Yo os conocí de otra guisa. ¿No anduvisteis en las algaradas de Mir Geribert?

—Tal vez, pero no de clérigo.

Al hombre se le iluminó la cara.

—Vos combatisteis en los hechos de Vallfermosa.

—Ahí y en otros muchos lugares, y lo hice en compañía del padre de mi amigo.

El hombre observó a Martí con detenimiento.

—Recordadme su patronímico.

—Guillem Barbany de Gorb.

El hombre lo observó como si hubiera visto a un aparecido. Primeramente se dirigió a Llobet y luego trasladó su atención a Martí.

—¡Por las barbas de san Pedro! Ahora caigo: erais uña y carne, siempre andabais juntos... El día en que una azagaya me hizo ésta —dijo, señalándose la pálida cicatriz—, vuestro padre me sacó del lío. Tiempos gloriosos aquellos y no los de ahora, que cualquier paniaguado hace más méritos de lindo aquí en la corte que los que pudimos hacer nosotros en todas las guerras de la frontera.

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