Authors: Chufo Llorens,Chufo Lloréns
25 de agosto de 1053
Queridísimo Martí:
Éste tal vez sea mi último recado. Algo ha ocurrido que desconozco y que ha hecho que mi padrastro me haya recluido en esta cárcel que, aunque sea de oro, es para mí una mazmorra. Es por ello por lo que, con gran riesgo, os envío a Aixa para que os entregue esta misiva. Ni que deciros tengo que si es descubierta pagará muy caro su ayuda. Vais a partir y no podré despediros. Intuyo que tras todo esto que me está sucediendo, estáis vos. No me digáis cómo lo sé, pero estoy segura de que mi padrastro lleva algo entre manos. Nada os dirá porque le sois muy útil, pero le conozco bien y sé que algo bulle en su cabeza y que en el fondo os atañe.
En estos meses en que he tenido la dicha de conoceros, he sabido lo que es el amor. Mi vida os pertenece y aunque me enclaustren, la cual cosa puede suceder, nadie os arrancará de mi pecho. Si tras vuestra partida y en vuestra ausencia, mis cadenas se aflojan, será sin duda la señal de que mi intuición no yerra.
Desde cualquier sitio en el que os detengáis, enviadme noticias mediante los capitanes de los barcos que se dirijan a Barcelona. Me consta por mi padrastro que las gentes del mar son muy solidarias porque se necesitan unos a otros; vuestro criado Omar las trasladará a Aixa y ella me las entregará. Si algo malo sucede y la cadena se rompe, se detendrá en vuestro criado, que ya está al corriente, pues Aixa le ha hablado y caso de que no pueda salir de casa y acudir a la de mi vieja ama de cría Adelaida a recoger vuestras noticias, Omar sabe que no debe dar a nadie una misiva vuestra. A mi vez, si tengo ocasión, os haré saber de mí; mis noticias harán el recorrido a la inversa y os aguardarán, si ello es posible, en alguno de los puertos que toquéis en el futuro. Omar se ocupará de ello. No sufráis por mí, lo peor que me puede ocurrir es que me internen en cualquiera de los conventos que circundan Barcelona.
Veo las golondrinas y los vencejos desde mi ventana cómo levantan el vuelo y parten libres hacia donde quieren, ¿qué he hecho yo para ser menos que ellos? Si pudiera, no dudéis que tardaría en llegar a vuestro lado menos tiempo del que demoro en pensarlo.
Os aguardaré siempre, y vuestro recuerdo se alojará para descansar cada día en el nido de mi pecho.
Os ama hasta el infinito,
Laia
De nuevo Martí guardó su tesoro en la faltriquera y con paso lento se dirigió al aposento del capitán, descendió los tres peldaños que le separaban de cubierta y con los nudillos tocó a la puerta. La aguardentosa voz de Basilis respondió desde el interior de la cabina.
—¿Quién va?
—Soy yo, capitán, Martí Barbany.
Desde el primer día el viejo Manipoulos había sentido un especial afecto hacia aquel audaz joven que, pese a su temprana edad, tenía el porte y el talante de un noble caballero.
Martí escuchó cómo los pasos lentos del griego se aproximaban a la puerta y ésta se abrió. El barbudo rostro de Basilis apareció en el quicio, invitándole a entrar.
—¿Os molesto, capitán?
—En modo alguno; pasad. Los días encalmados me crispan, prefiero la mar un poco más encabritada. El trabajo a bordo es bueno para todos: los hombres no tienen tiempo de pendencias, la vela y las jarcias les requieren y de esta manera no piensan ni añoran sus casas. Daos cuenta que jamás, tras un día de barullo, debo imponer castigo alguno; en cambio cuando se relajan, al día siguiente el contramaestre ha de manejar el látigo de siete colas porque ha habido alguna cuchillada.
—De esa calma quería hablaros.
El griego invitó a Martí a tomar asiento y le ofreció, en una copa de estaño, un licor de menta destilado procedente de una de las islas perdidas de las Cícladas de la que era oriundo.
—Os escucho, Martí.
—¿Cuándo pensáis, capitán, que llegaremos a Ciprius?
Basilis se acarició el mentón con parsimonia.
—Es aventurado responder a vuestra pregunta. La mar es caprichosa como buena hembra, y cuando su amante el viento la abandona se vuelve perezosa en la añoranza y demora cuanto en ella flota. De cualquier manera os adelantaré, si mi olfato no me engaña, que estamos a punto de salir de esta calma chicha y que al anochecer, máximo a la madrugada, entrará una ventolina que nos hará despertar de este letargo.
—¿Entonces?
—Si lo que auguro se cumple, a más tardar el miércoles avistaremos la isla al amanecer por Paleaphapos y estaremos atracados frente al castillo de Famagusta, si tenemos la suerte de encontrar un fondeadero, a media tarde.
—¿Cuánto tiempo demoraréis allí?
—No os lo puedo precisar. Debo ver a individuos importantes, cuyo tiempo es escaso, en Nicosia, y esta gente no dispensa audiencias fácilmente.
—Entonces aprovecharé la estancia. Quiero llegar a las minas de cobre.
—Haréis bien en comerciar con él, es metal noble, muy demandado y de fácil transporte. Desde los tiempos de los apóstoles Pablo y Bernabé, los romanos ya lo buscaban con ahínco. Amén de que puedo daros la dirección de un tratante que anda muy metido en el negocio de metales y que desarrolla su actividad en Pelendri.
—Os quedaré sumamente agradecido. La diligencia es vital, ya que en cualquier momento pueden aparecer piratas y poner los caminos de la mar muy peligrosos.
—¿Y adónde os dirigiréis al salir de Ciprius?
—Mi siguiente parada es Malta.
—Para dirigiros ahí tendréis que buscar otro barco, yo debo partir para el puerto de Sidón, en Levante.
—Nunca os olvidaré, Basilis, y en cualquier circunstancia, sabed que en Barcelona tendréis siempre un amigo.
El griego, tomando un pergamino, un cálamo y un frasco de tinta, comenzó a escribir una carta de presentación a nombre de un chipriota, Theopanos Avidis, que vivía en los aledaños de Pelendri. Después de leerlo en voz alta a fin de que Martí tuviera constancia del escrito, enrolló el pergamino y lo selló con el marchamo de su anillo.
—Excusadme, pero debo hacerlo así. Es la única manera de que mi amigo tenga constancia de que soy yo quien os presenta.
A partir de aquel instante, los días se le hicieron eternos y el viaje interminable. Deseaba cuanto antes terminar de programar el recorrido de su nave y regresar a Barcelona para poder poner en marcha su arriesgado propósito, pero antes debería preparar el camino para que su bajel no perdiera ni un gramo de carga ni una milla de viaje. Ya fuera en guerra o en paz, no por ello se detenía el comercio: los barcos arribaban desde los puertos mediterráneos a Cataluña cargados de mercancías: sedas, brocados, arquetas de marfil y en muchas ocasiones esclavos, cuyo comercio, como muy bien sabía, estaba reservado a los judíos, y partían con herrajes, guarniciones, armaduras, paños de Tolosa y curtidos castellanos. Sin embargo, todas las noches al recogerse en su yacija, antes de que le alcanzara el sueño, le asaltaba un pálpito. Algo en su interior le decía que estaba a punto de hallar algo definitivo en su vida que le convertiría en un hombre inmensamente rico y que su destino se iba a sellar en Famagusta.
A Almodis le sorprendió el tumulto de voces que se escuchaban en la puerta del pabellón. La aguda de Delfín se confundía con la del capitán de la guardia, que le negaba el paso aduciendo que no tenía órdenes al respecto y que a aquella hora la señora descansaba. Una rara calma había invadido el campamento desde hacía meses, pues el grueso de la tropa había partido para preparar el asalto a Tortosa.
Al frente de sus huestes lo había hecho Ramón Berenguer luciendo su armadura de gala, rodeado por el estado mayor de sus capitanes y acompañado por su primo Ermengol d'Urgell. Recordaba Almodis la partida con una nitidez de imágenes sorprendente. Por la mañana y tras haber asistido a la misa en la explanada central oficiada por Odó de Montcada, obispo de Barcelona, había ayudado al conde, en la soledad de su cámara y auxiliada por dos escuderos, a vestir su armadura de guerra. Sobre la camisa vistió el acolchado gambax que le protegía de las rozaduras de la cota de malla de finos y trenzados eslabones; en las piernas llevaba una protección, también de malla. Una vez estuvo así cubierto pasaron todos al salón central de la inmensa tienda para que sus caballeros y ayudas de cámara le colocaran la armadura. En primer lugar le acondicionaron el peto y el espaldar; luego las hombreras, el brazal y el codal, las grebas que protegían sus pantorrillas y el faldar que salvaguardaba sus caderas. Luego le tocó el turno al quijote que cubría la parte anterior y posterior del muslo, a las rodilleras articuladas que permitían el juego de las rótulas, las espuelas y los escarpes. Por último, Guillem de Muntanyola y Guerau de Cabrera le entregaron un yelmo con morrión articulado que lucía una corona de oro cubierta por una cimera de plumas rojas y amarillas, los colores del escudo condal, que lucía el blasón de la casa de los Berenguer. El aspecto del conde de Barcelona era ciertamente impresionante, o así le pareció a Almodis. En la puerta de la tienda le aguardaban los palafreneros sujetando a un brioso corcel de guerra que piafaba excitado al oler el combate, equipado con silla de arzón, barda, petral y testera, y cuatro servidores que habrían de luchar, si llegaba el caso, junto al conde, llevando la cabalgadura de recambio debidamente equipada, espadas cortas y armadura ligera para poder ayudar a su señor a levantarse si era derribado, pues un caballero en tierra impedido por el peso de su armadura, caso de no poder alzarse y volver a montar, era presa fácil para el enemigo.
Almodis, que había negado durante aquellas semanas el ayuntamiento carnal a su amado, recordaba sus palabras antes de montar el inmenso corcel.
—Señora, tomaré Tortosa y os cederé sus parias. De no ser así, me habrán de traer muerto sobre mi escudo.
Ella, en un vistoso lance observado por todos, se deshizo del pañuelo que llevaba sobre los hombros y se lo entregó al conde. Éste se lo anudó en el antebrazo y, ayudado por sus palafreneros, montó sobre el bravo corcel, que con un ágil caracoleo y un fiero relincho que presagiaba batalla se puso al frente del bizarro ejército.
Ramón partió al frente de sus capitanes seguido por una imponente hueste capaz de amilanar con su sola presencia la más esforzada de las ciudades. En primer lugar, los escuadrones de caballería del condado de Barcelona y del de Urgell; después la música que habría de ritmar el paso, trompetas, añafiles, timbales, tambores, cuernos de órdenes; luego los infantes, equipados con pieles en las perneras ceñidas mediante tiras de cuero, con los escudos a la espalda sujetos por el tiracol, la bolsa de las vituallas en el costado, loriga con un revestimiento de tela para impedir el calentamiento de la cota de malla, y en la cabeza unos con bacinete de cuero endurecido y los más con yelmo con protección nasal; al costado, espadas cortas y lanzas. A continuación caminaban los barberos, sangradores, sajadores de miembros y fabricantes de ungüentos cicatrizantes y porteadores de parihuelas. Por último, y cubriendo la retaguardia, los arqueros con el arco a la espalda y la aljaba repleta de flechas y los honderos con sus hondas prestas y sus bolsas atiborradas de redondeadas piedras. Tras ellos cerraba la comitiva un sinfín de tropas auxiliares que se ocupaban de las necesidades propias de todo el ejército: cocineros, carpinteros expertos en fabricar torres de asalto y catapultas, zapadores, maestros constructores especialistas en puentes para vadear ríos, etc. Después, muy cerca pero a cierta distancia, avanzaba el inevitable flujo de gentes que, como las lampreas al tiburón, siguen a los ejércitos para vivir a su costa: mercaderes vendedores de mil cosas, magos, encantadores, curanderos, tahúres, prestamistas judíos y una serie de mujeres de toda índole, unas, esposas de soldados inclusive con hijos, y la inevitable multitud de rameras de flácidos senos, que portadoras muchas de ellas de ocultas enfermedades se dedicaban al solaz de la tropa cuando ésta acampaba.
De este acontecer hacía ya tres meses, la comitiva había partido en noviembre de 1053.
La tropa llegó a los aledaños de Tortosa y montó un campamento impresionante con intenciones disuasorias. Las tiendas se perdían de vista en la lejanía. Desde las almenas de las murallas, los defensores se asomaban entre los merlones de la ciudadela y comentaban con desánimo las circunstancias que presagiaban un infausto destino para los habitantes de la ciudad. El emir transmitía al rey sus impresiones y éste se lamentaba de que sus diferencias con el primo de Lérida le hubieran impedido recibir refuerzos. La duda entre defender su suerte o rendir la ciudad al invasor para evitar males mayores, le asaltaba de continuo. El sitio se presumía largo y sangriento, pero su experiencia le avisaba que cuanto más contrariedades sufriera el enemigo mayor sería su venganza al caer la plaza. La fama del conde de Barcelona era legendaria y Muhammad II no cejaba en su hábito de consultar astrólogos y adivinadores que le indicaran su destino. Las escaramuzas habían comenzado, y a las piedras que lanzaban las catapultas de los sitiadores, respondían los defensores de la ciudad lanzando sobre las huestes del atacante nubes de flechas que dificultaban cualquier intento de aproximarse a las murallas. Dos hechos influyeron en la decisión del rey. El primero fue la aparición en el campo de batalla de dos inmensas torres de asalto de tres pisos, dotadas de ruedas y cubiertas por pieles de animales sin curtir, empapadas en agua para impedir que la brea ardiente, lanzada por los defensores desde las ladroneras, hiciera presa en ellas; los ingenios iban provistos de un ariete en el piso inferior para atacar las puertas desde cubierto, en el segundo aguardaban las tropas que secundarían al primer asalto y en el último un pequeño puente levadizo que, plegado, hacía las veces de escudo protector, provisto de dientes de hierro para que al bajarlo hicieran presa en el lugar donde hubieran mordido. Estos artilugios, arrastrados por una reata de mulas, se acercaban desde la ribera del río y eran capaces de alojar a trescientos combatientes. El segundo motivo que consideraba Muhammad II era la certeza de que uno de los grandes aljibes de reserva de aguas de Tortosa había sufrido la acción de los zapadores del ejército de Berenguer, especialistas en trabajos bajo tierra, que habían agujereado su ángulo interior de manera que el valiosísimo líquido se escapaba sin remedio y el nivel del agua descendía a ojos vistas.
Una noche, una terrible pesadilla precipitó su decisión. Hizo llamar a su lado a su principal dragomán y le comunicó sus inquietudes. Había soñado que una luna preñada de sangre se hundía en la reserva que en aquel momento se estaba vaciando y teñía sus aguas de un rojo infinito que se desbordaba por las calles e inundaba todos los barrios llegando a desbordar las murallas.