Te Daré la Tierra (63 page)

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Authors: Chufo Llorens,Chufo Lloréns

BOOK: Te Daré la Tierra
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—Confieso que así fue, señor, pero tened en cuenta que Terrassa no es ya una masía fortificada, por más que la rodee un muro, y que me siento mucho más recaudador de vuestros impuestos que otra cosa. Estamos en paz con nuestros vecinos y en todos estos años jamás había ocurrido nada digno de mención.

—Eso no excusa vuestra negligencia.

—Querréis decir la negligencia del oficial que pusisteis al frente de la guarnición; la vigilancia escapa a mi negociado. Ya sabéis que dejé de ser alcaide hace años. De cualquier manera, creyendo interpretar vuestros deseos, he castigado al jefe de la guardia por su molicie.

Por el momento Bernat dejó de lado el tema de la grave falta y se adentró en otros parajes que le eran mucho más interesantes.

—¿Nadie os resultó conocido?

—Era noche oscura. Me sorprendieron en el primer sueño, no hubo daño ni se derramó una gota de sangre. Por más que no era necesario indagar, el que parecía llevar el mando del grupo no hizo nada por ocultar su nombre.

—¿Y quién dijo ser?

—Se presentó como Martí Barbany de Montgrí y dijo que os conocía bien.

Fabià de Claramunt observó unos gruesos goterones de sudor que comenzaban a resbalar sobre el enrojecido rostro del consejero. Éste se sobrepaso y ordenó:

—Proseguid.

—Eran unos quince o veinte hombres, a cuyo mando iba un corpulento individuo. El que se dio a conocer asumió la total responsabilidad de la acción.

—¿Entonces?

—Entonces, señor, me obligaron a abrir la celda donde estaba recluida la esclava, y antes de llevársela me demostraron que la mujer era quien decían, pues en el documento notarial de manumisión que presentaron y que databa de varios años figuraba la anomalía que mostraba bajo su axila derecha: un pequeño trébol de cuatro hojas, perfectamente dibujado.

—¿Decís que estaba manumitida?

—Eso he dicho.

—¿Qué ocurrió después?

—Pidieron ropas para ella, que me ocupé personalmente de entregar, y partieron no sin avisar que nadie saliera tras ellos ya que, de hacerlo, los obligaríamos a defenderse.

—¿Y eso fue todo?

—Eso fue todo.

Bernat Montcusí guardó silencio un instante; luego se alzó de su sitial y comenzó a dar grandes zancadas por la estancia.

Súbitamente se dirigió a su visitante.

—Como comprenderéis, no vais a salir indemne de este trance. Aunque, debido a vuestra dimisión incomprensible del cargo, no erais el responsable de la seguridad de Terrassa, vuestra autoridad estaba por encima del oficial designado para ello. La prueba es que, con muy buen criterio, lo habéis castigado.

El hombre respondió serenamente.

—No era mi misión vigilar el predio. Y si consideráis que es insuficiente motivo dimitir cuando no se está conforme con una acción que repugna los sentimientos cristianos más íntimos, entonces evidentemente juzgáis con criterios diferentes a los que me enseñaron.

—Nada hay por encima de la ley, y la nuestra dice que un administrador debe obedecer las órdenes de su señor.

—Perdonad que disienta. Por encima de la ley está la conciencia de cada uno y a la mía repugna el sacar los ojos a un semejante y cortarle la lengua. En cuanto a nuestro pacto, recordad que no era el de un siervo con su señor: soy un hombre libre y acepté un cargo.

—¡Entonces daos por despedido y ateneos a las consecuencias!

—No es necesario. Antes de venir ya había pensado devolveros las llaves de Terrassa.

Y dejando un aro con todas las llaves de las dependencias de la masía, Fabià de Claramunt salió de la estancia.

85
La voz silenciosa

Con los meses, Aixa se iba reponiendo lentamente de los años pasados en aquel infierno. El físico Halevi acudía todas las mañanas a visitar a la deteriorada criatura y se admiraba de la resistencia de su cuerpo y de la fortaleza de su espíritu. Nadie hubiera sobrevivido en aquellas condiciones infrahumanas de soledad y con el sufrimiento que debería haber representado la terrible ceguera y la amputación de su lengua. Su único contacto humano durante este tiempo había sido la visita de su carcelero, que cada día le traía la sopa con toda la vianda desmenuzada dentro. Era evidente que Bernat Montcusí deseaba que viviera largos años aquel tormento. Cuando Martí le explicó cuál había sido el final de Laia, una lágrima temblorosa afloró de sus cuencas vacías y un gemido lacerante se escapó de su garganta.

Ruth sufría en silencio y su buen corazón la impelía a ocuparse de aquella desvalida, adivinando sus deseos y anticipándose a ellos. Entre la historia que le relató Martí, y un lenguaje codificado que mediante un leve tacto en el dorso de la mano y asentimientos de cabeza por parte de Aixa, con el paso del tiempo, habían establecido las dos mujeres, se fue haciendo cargo de su drama y captó el inmenso sacrificio que, por amor a su amiga, había llevado a cabo Laia. Llegó de esta manera a la conclusión de que su tarea iba a resultar quimérica. Hubiera preferido disputar el amor de Martí a una mujer de carne y hueso antes que luchar con el recuerdo de aquel espectro adornado por el perfume imperecedero de la ausencia y el sacrificio.

Como de costumbre, después de la cena Martí y Ruth departían bajo los soportales de la elevada terraza desde la que se divisaba el arenal donde, en aquella ocasión, estaban varados dos de los bajeles de la flota de Martí, que se componía ya por entonces de doce barcos. En aquellos años se habían perdido dos embarcaciones: una debida a una tempestad en el golfo de León y la otra a causa de un asalto pirata.

—No puedo dejar de considerar hasta dónde llega la maldad de los hombres, Martí. Las bestias salvajes matan para comer, pero no se recrean en el odio llevando a cabo crueldades gratuitas como la sufrida por Aixa.

—Sois una niña, Ruth. El hombre es más brutal que los lobos. El solo hecho de la esclavitud me repugna y si bien no puedo ir contra la costumbre establecida y tengo esclavos, intento mejorar su condición en la medida de lo posible. Bien sabéis cómo son tratados en esta casa.

—Mi padre siempre ha sostenido lo mismo. Además, en los tiempos que corremos el que ahora es libre puede mañana acabar en esta triste condición ya sea por un accidente en el mar, una algara de piratas en la costa o a consecuencia del pillaje de una guerra en la frontera. Por cierto, me han dicho que la expedición a Murcia ha regresado. ¿Habéis tenido noticias del consejero?

—Aún no, pero las espero con ansia —dijo Martí, con los ojos llenos de rabia.

—Tened cuidado, Martí. Ese hombre ha demostrado lo que es con Aixa: acumula mucho poder y puede haceros un daño irreparable.

—Parecéis el padre Llobet. No tengáis miedo: ya no soy el muchacho que llegó hace seis años a Barcelona. He recorrido medio mundo, he atravesado mares y desiertos. Sé cuidarme bien. A él no le interesa que esto se sepa, porque caería en el deshonor.

—Las cosas hay que demostrarlas, no es suficiente que os consten a vos. Tengo miedo.

Martí le acarició la barbilla.

—Hablemos de vuestras cosas. Me ha dicho Andreu que ha venido a veros vuestra madre.

—Apenas habíais salido, después de comer. Andaba, por cierto, algo preocupada y me ha dicho que mi padre quería veros.

—¿Os ha dicho para qué?

—Nada me ha dicho, aparte de que no era urgente. Por cierto, está muy feliz de que pueda seguir los ritos de mi religión bajo vuestro techo. De cualquier manera me ha recomendado que lo haga con mucha discreción.

—Cuando la vea se lo diré yo mismo, pero si no, decidle que no pase cuidado: nadie de mi casa os delatará.

Andreu Codina, el mayordomo, llamó discretamente a la puerta de la terraza.

—Dime, Andreu.

—Señor, en el zaguán os espera un mensajero del
officium
de abastos.

—¿A estas horas? —preguntó Ruth, extrañada.

—Así es, señor. ¿Queréis que os excuse?

—Muy al contrario. Lo estaba esperando y no os podéis imaginar con qué ansias.

—¿No os lo decía, Martí? ¡Tened mucho cuidado! —exclamó Ruth.

Martí se alzó de la silla y acudió al vestíbulo. Un mandado del negociado de abastos y mercados le aguardaba con un mensaje en la mano.

—¿Don Martí Barbany de Montgrí?

—Estáis hablando con él.

—Traigo para vos un mensaje que os debo de entregar en mano.

—Pues no os demoréis.

—Debéis hacer constar que lo habéis recibido.

Al decir esto, el individuo le entregó un documento que Martí leyó atentamente y que luego, tras ordenar a Andreu que le suministrara un cálamo y un tinterillo, rubricó y devolvió al hombre. El mensajero, cumplido el requisito, entregó la notificación oficial.

Apenas se hubo ido, Martí rasgo el sello de lacre y se dispuso a leer. A diferencia de la correspondencia que había mantenido hasta entonces con Bernat, era ésta una notificación que ordenaba oficialmente su presencia, sin excusa, en el
officium
el jueves día 6 a primera hora de la mañana.

86
Descubriendo el juego

Martí se acicaló y compuso para la ocasión. Hacía mucho tiempo que no había visto al consejero y el hacerlo tras conocer todo lo que ahora sabía despertaba en él intensos sentimientos.

Desde la muerte de Laia sus vestimentas eran siempre negras. En aquella ocasión tuvo un cuidado especial para que ni una nota de color luciera en su indumentaria. Inclusive las calzas y los escarpines de piel de gamo que lucía reflejaban el luto que llevaba en el alma.

Cuando estuvo compuesto y tras la enésima recomendación de Ruth partió hacia la esperada encomienda, con el corazón encogido por el odio.

Apenas salió de casa, no pudo impedir que su memoria le devolviera a la primera vez que acudió al negociado de mercados y de abastos. ¡Cuán lejana y diferente era la circunstancia! Gracias a la herencia de su progenitor, empleada con sagacidad y tesón, a su buena estrella y a su coraje, Martí se había convertido en un hombre muy rico y pensó que si no para otra cosa, los dineros y las posesiones le habían servido para darle una seguridad y un aplomo de los que carecía la lejana vez de su primera visita.

El trayecto desde su casa cerca de Sant Miquel hasta la oficina de mercados y abastos le sirvió para ir repasando mentalmente todas las medidas que había adoptado para cubrirse en previsión del paso que iba a dar. El consejero podía convertirse en un terrible enemigo y cualquier precaución era poca. Cuantos menos argumentos pudiera esgrimir en su contra mejor le irían las cosas. Hacía cosa de un mes había traspasado todos sus negocios en el pequeño comercio y las ferias a un hombre llamado Tomàs Cardeny, que era el mayor tenedor de esclavos de Barcelona; en cuanto a las viñas y a los molinos de Magòria, los había vendido y comprado nuevas embarcaciones, además de invertir en la ampliación de sus astilleros, dotándolos de fundiciones y herrerías así como también de dos tinglados que podían alojar dos naves antes de armar los aparejos, de manera que ahora todos sus negocios se hallaban extramuros y por tanto no dependían de las autoridades de la ciudad. Finalmente, en la costa, al lado del cementerio judío situado en la falda de la montaña de Montjuïc del lado del Llobregat, había habilitado unas cuevas donde almacenaba las ánforas del aceite negro fuera de la ciudad, teniendo en cuenta lo peligroso de su trasiego y lo delicado de su almacenamiento; en su entrada había edificado una caseta en la que se alojaban los guardianes que cuidaban de la vigilancia de tan arriesgado producto.

Llegado a su destino, tenso pero decidido, subió la escalera de mármol con balaustres de hierro que conducía a la galería porticada del primer piso.

En el pasillo y junto a las dependencias apreció el trasiego humano de siempre. Las gentes iban y venían a sus negocios, pero en aquellos años la cantidad de demandantes se había multiplicado. Apenas llegado a las puertas de las dependencias del consejero, su secretario Conrad Brufau lo divisó. El hombre, pálido y nervioso, anunció a Martí que el intendente había dado órdenes de que en cuanto llegara fuera introducido a su presencia; por la actitud del individuo, Martí intuyó que la entrevista iba a ser definitiva. El secretario lo condujo hasta el despacho y se retiró, cerrando las puertas al salir.

Nada había cambiado allí. La chimenea, el inmenso reloj de arena, la gran mesa. La sangre le empezó a hervir en las venas cuando observó que sobre el cuero de la gran mesa continuaba el pequeño caballete que soportaba el cuadrito con la imborrable imagen de la muchacha de los ojos grises que parecían querer decirle algo.

La pequeña puerta situada detrás de la mesa se abrió y apareció en su quicio la oronda y odiosa figura de Bernat Montcusí.

Los dos hombres se midieron en la distancia.

Luego el consejero avanzó y se sentó en su elegante sitial indicando a Martí, con el gesto, que hiciera lo propio.

Una pausa tensa como el odio que embargaba el alma de Barbany se hizo patente.

—Mucha agua ha pasado bajo los puentes desde la última vez que tuve el placer de recibiros —dijo Montcusí.

—Y muchas cosas han sucedido en este tiempo —replicó Martí, intentando controlar el temblor de su voz.

—Y no todas buenas.

—Desde luego.

Otra pausa. El consejero, que continuaba con la inveterada costumbre de sostener entre sus dedos una pluma de ganso antes de acometer una cuestión peliaguda, tomó de la bandeja que había a su derecha un cálamo de verdes tonalidades y se puso a juguetear con él.

—Comencemos por el principio. Ignoraba que os dedicarais a asaltar predios ajenos amparado en la nocturnidad y capitaneando una cuadrilla de malandrines.

—No os debe extrañar que alguien pretenda recuperar algo que le pertenece, y sois consciente de que el único camino para lograr el fin era éste.

—¿No creéis que mejor procede aquel que insta a la persona que recibió la prenda a reclamarla, si es que cree que tiene derechos?

—No, cuando el usufructuario sostiene que tal prenda no existe pues murió de peste.

—Equivocáis el verbo: decid mejor propietario. Si no recuerdo mal, me regalasteis la esclava.

—Tenéis mala memoria: regalé a vuestra hijastra la voz y el arte de Aixa. De vos solamente solicité autorización para ello.

Montcusí lanzó violentamente sobre la mesa la pluma de ganso.

—¡Dejaos de sutilezas y tened presente que nadie puede reírse de mí gratuitamente en todo el condado!

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