Authors: Chufo Llorens,Chufo Lloréns
—Se me ocurre que hace mucho que tengo colgadas mi espada y mi adarga y tal vez haya llegado el momento de desempolvarlas.
Las sombras embozadas iban llegando por separado a la puerta de uno de los almacenes de la playa de Montjuïc mirando a uno y a otro lado, como conspiradores. Tras un toque en la misma dado con la empuñadura de algún puñal o daga, Omar la abría y, sin decir palabra, indicaba con el gesto que pasaran al fondo. Uno tras otro iban entrando los conjurados, aproximándose hacia una mesa que, iluminada por dos candiles, soportaba encima de ella un plano labrado sobre una inmensa vitela. Al ir descubriendo los rostros, Martí, que ejercía de anfitrión, fue reconociendo a Eudald Llobet, que vestía ropas de paisano, a Manipoulos, el capitán griego que había aportado el
Stella Maris
a su sociedad, y a Felet y Jofre, sus ahora socios y amigos de la infancia. Omar, que había cerrado las puertas del almacén donde se guardaban las herramientas propias de los carpinteros de ribera, calafateadores, herreros y caldereros, también se acercó. —Amo, todo está en calma. Cuando queráis podéis comenzar, yo me quedaré fuera vigilando. Si oís mi silbido es que alguien se acerca.
—Bien. Amigos, acercaos todos —musitó un pálido Martí.
Los recién llegados dejaron sus pertenencias sobre los escabeles que quedaban junto al tabique y se aproximaron.
—Si os parece, Eudald, explicad el asunto para el que han sido llamados mis capitanes. No quisiera que, al hacerlo yo, se vieran presionados.
El corpulento canónigo tomó la palabra.
—En primer lugar, me gustaría agradeceros la premura con la que habéis acudido al aviso de Martí. Más aun tratándose de una aventura que nada tiene que ver con la mar ni con los compromisos adquiridos. Él quiere que os sea muy bien explicada, ya que sus consecuencias pueden ser desagradables.
Jofre tomó la palabra en nombre de los tres.
—Creo poder afirmar que lo único que nos obliga es la amistad y devoción a nuestro amigo. Por lo demás, somos hombres. No creemos que en tierra nos aguarde un peligro mayor que los que hemos sufrido, y sin duda sufriremos, en la mar.
—Hay muchas clases de peligros: los unos son evidentes y los otros soterrados. Un escorpión bajo una roca puede ser infinitamente más peligroso que un lobo que viene de frente.
—Dejaos de circunloquios e id al meollo de la cuestión, aquí lo único que no sobra es tiempo —intervino Manipoulos.
—Bien, señores, se trata de deshacer un entuerto y reparar una injusticia. Pero sin duda en el lance torceremos la voluntad de alguien muy poderoso.
Un grupo compuesto por diecisiete personas —cuatro de ellas montadas en buenos caballos y el resto en dos carretas— avanzaba por caminos secundarios camino de Terrassa. Había evitado cruzar por poblado, ya que su aspecto era cualquier cosa menos tranquilizador. Cada uno de los tres capitanes había escogido para aquella empresa a los cuatro mejores hombres y lo más granado de sus patibularias tripulaciones. Eran gentes de la mar y si bien no hubieran diferido en demasía de los siniestros sujetos que poblaban cualquiera de los puertos del Mediterráneo, si hubieran viajado de día por el interior de Cataluña habrían llamado poderosamente la atención. Si no otra cosa, los habrían tomado por una partida de bandoleros a cuyo frente galopaba un gigantesco capitán. Eudald Llobet, que había excusado su ausencia alegando la comisión de un servicio de la condesa Almodis, comandaba la expedición montado en un poderoso garañón rememorando sus tiempos de soldado. Martí Jofre y Felet cabalgaban a su lado, en tanto que Omar y Manipoulos, que había preferido no cabalgar ya que sobre un caballo se sentía mucho más inestable que en la cubierta de su barco en una tempestad, conducían las carretas en cuyo interior se hacinaba la peculiar tropa, cargada con una serie de aparejos que iban a ser necesarios para la arriesgada misión.
Entrada la noche llegaron a su destino. Éste no era otro que una masía fortificada en las afueras de Terrassa. En un bosquecillo de abedules desde el que se veía su objetivo los cinco descabalgaron y cambiaron impresiones. Eudald, que llevaba la voz cantante ya que era el entendido en materia de asaltos a fortalezas, emitió su opinión.
—Si obramos en silencio y con cautela, no hemos de tener problema alguno.
—Explicaos —dijo Martí en un susurro.
—Éste no es un recinto inexpugnable: es más bien una masía fortificada donde reside sin duda el alcaide encargado de cobrar los impuestos del territorio. Fijaos que la misma torre que se destaca en el ángulo norte ni siquiera es almenada.
—¿Entonces?
—Mi consejo es el siguiente. En el extremo de dos de los lienzos de la muralla podéis observar que hay unos puestos que tendrán un par de adormilados centinelas. Hay que subir hasta ahí y, de una manera discreta, anularlos. Luego, los hombres que hayan ascendido deberán descender hasta el puesto de guardia en donde hallarán, dormidos o jugando a los dados, al resto de la vigilancia. En tanto dos o tres los controlan, el cuarto abrirá las puertas para que los demás puedan entrar. El resto será ya coser y cantar.
En aquel instante intervino Jofre.
—Martí, si me lo permites, esto es asunto mío.
Martí se volvió hacia su amigo.
—¿Qué piensas?
—Es fácil: lo he hecho con el mar revuelto en más de una ocasión. En las carretas he traído ganchos de abordaje. Déjame escoger a los hombres apropiados; los hay que suben por las jarcias como monos. En un santiamén estaremos arriba. Lo otro será como reducir a una tripulación sorprendida: espera junto a la puerta y todos estaréis dentro antes de que cante el gallo.
—Para lanzar los ganchos sin que el ruido del metal contra la piedra avise a las gentes de dentro, aprovechad las campanadas de maitines que sin duda sonarán —dijo Eudald—: son el último toque obligado. Luego, ya no volverán a repicar hasta el alba.
—Vamos pues, escoge a tus hombres —apostilló Martí, dirigiéndose a su amigo Jofre.
—Únicamente debes buscar a tres, yo también voy.
—Está bien, Felet. Nosotros aguardaremos aquí, entre la arboleda, hasta que se abra a la puerta. Entonces en una corta carrera estaremos dentro. Y una cosa más: recordad ambos que nadie debe nombrar a nadie. Quiero ser el único responsable de esta acción.
Todos asintieron.
Jofre se acercó al grupo que estaba aparte aguardando órdenes. Habló brevemente con ellos y enseguida salieron de él tres voluntarios: Beppo, un pisano, Jonat, al que llamaban el Mono por su facilidad para encaramarse por las jarcias, y Sisquet, un menorquín que andaba con él desde los tiempos dedicados a la piratería. El resto se apostó tras la primera fila de árboles.
Coincidiendo con el tañido de maitines, tres ganchos de abordaje mordieron los merlones de la muralla y por las cuerdas que de ellos pendían treparon como simios los asaltantes. Martí aguardó: el tiempo parecía haberse detenido. No se oyeron gritos ni ruidos. Finalmente la reforzada puerta de la entrada comenzó a abrirse y el resto de los conjurados, a cuyo frente desmintiendo su edad corría Eudald, accedió al interior del pequeño patio de armas en absoluto silencio. Jofre, con un dedo sobre los labios, reclamó la atención de Martí.
—Ha sido pan comido. En uno de los puestos no había nadie y en el otro había un adormilado centinela que está amordazado; Sisquet le está haciendo compañía.
Por la ventana del cuerpo de guardia se veía la pálida luz de un hachón. La puerta estaba ajustada. Cinco hombres descansaban en los jergones y otro intentaba calentarse un trozo de carne en las brasas de una pequeña chimenea.
Contando con el factor sorpresa, Eudald dio una patada a la puerta y se plantó en el centro de la estancia. Apenas se habían despertado aquellos infelices cuando al que intentaba calentar la carne se le cayó el plato de estaño al suelo y del tabuco del fondo apareció el oficial de guardia en camisa y ajustándose los calzones inquiriendo a voces qué era lo que estaba allí ocurriendo.
—No ha ocurrido ni va a ocurrir nada, siempre que seáis prudente y obedezcáis mis instrucciones.
Para quien no conociera su oficio de eclesiástico, el aspecto del padre Llobet era verdaderamente atemorizador por su gran corpachón; portaba en la diestra una enorme maza de combate rematada en su extremo con una bola de puntas de hierro.
—¿Quiénes sois y qué pretendéis?
—Soy yo el que da órdenes y hace preguntas.
El oficial miró a su alrededor y ante el aspecto del grupo dio por perdida la partida.
—¿Cuánta tropa tenéis a vuestras órdenes y dónde están?
—Veinticinco soldados, que duermen en el sótano del caserón.
—El lugar ¿tiene puerta? Y si así es, ¿se puede cerrar por fuera?
—Tiene puerta de dos hojas que se cierra ajustando un travesaño.
—Enviad a uno de vuestros hombres al que acompañarán dos de los míos. Si su imprudencia le guía a intentar avisar a sus compañeros, él y vos sois hombres muertos.
—Yo me ocupo de esto. —El que así habló fue Manipoulos.
El oficial mandó a uno de aquellos aterrorizados individuos a que cumpliera el cometido.
—Ahora nos vais a acompañar hasta los aposentos del alcaide, sin demora.
—En esta casa no hay alcaide, sólo un administrador. Digamos que el que está al mando militar de la guarnición soy yo. El que se ocupa de administrar los bienes del amo está en el dormitorio de la torre.
—Pues conducidnos hasta él.
El hombre pidió permiso para vestirse, cosa que hizo en presencia de otros dos de los asaltantes. Luego, ya adecentado, partió acompañado de Llobet, Martí y Jofre, en tanto el resto quedaba al cargo de Felet y sus hombres.
El lugar era un pequeño castillo de frontera con espacios reducidos y una sobria torre del homenaje de armazón de madera, alzada sobre un estribo de piedra. Subieron la escalera y se hallaron frente a la puerta del dormitorio del administrador.
Martí susurró las órdenes al oído del hombre.
El oficial golpeó con los nudillos la gruesa puerta y al poco una voz adormilada respondió desde dentro.
—¿Qué ocurre a estas horas?
—Don Fabià, tenemos un pequeño fuego en las cocinas, deberíais salir.
Un trasiego de ropas, las voces de dos personas, una de ellas femenina, y el arrastre de algo por el entarimado se escuchó desde el exterior. La puerta se abrió y con un candil en la mano apareció en el quicio la figura de un hombre apenas vestido, el cabello despeinado, que, sorprendido, intentó volver a entrar en el dormitorio, cosa que impidieron Jofre y Martí.
El hombre se dio por vencido. Sin embargo, y sin perder la compostura, argumentó:
—Señores, aquí adentro está mi esposa. Os ruego que procedáis como seres civilizados; yo haré lo que convenga.
—Nadie tiene intención de nada. Obrad con prudencia tal como decís y todo habrá sido un mal sueño.
Desde dentro se escuchó una voz femenina.
—¿Qué es lo que ocurre, Fabià?
—Nada, mujer, descansad. Un pequeño fuego en las cocinas de la tropa.
Martí con voz queda, ordenó:
—Llevadnos donde podamos hablar sin que nadie nos interrumpa.
El caballero abrió el paso y condujo a los inesperados visitantes hasta el salón principal, donde mandó a uno de sus hombres que avivara el fuego de la chimenea. Luego se volvió hacia sus nocturnos visitantes.
—¿Y bien, señores?
Martí tomó la palabra.
—Mi nombre es Martí Barbany. No es necesario que conozcáis ningún otro. Excusadnos ante tan extraña intromisión. Somos gentes de bien, nada habréis de temer si no intentáis interferir en nuestras intenciones.
El administrador respondió irónicamente.
—¿Gentes de bien que asaltan predios ajenos amparados en la noche? Raro me parece... Tened en cuenta que el brazo del amo de este lugar es largo.
—Conocemos bien a don Bernat Montcusí —apostilló Eudald.
El otro, al percatarse de que, a pesar de conocer el nombre de su señor, habían osado asaltar una propiedad que además era un regalo del conde de Barcelona, intuyó que el asunto tomaba otro cariz y que sus visitantes no eran precisamente unos cualquiera. De todas maneras, replicó:
—Las gentes de bien llegan por el día y llaman a las puertas. De todas maneras díganme lo que desean vuestras mercedes.
Ahora habló Martí.
—Veamos, ¿cuántos presos tenéis en las mazmorras de este castillo?
El hombre frunció el entrecejo. Algo raro intuía.
—En este castillo, que no es tal, hay dos mazmorras: una la empleamos para guardar forraje para el invierno y en la otra hay un preso.
—Mejor diréis: una presa.
—Efectivamente, así es.
—¿Cuánto tiempo lleva encerrada?
—No lo sé bien: unos tres años más o menos.
—Vais a conducirnos hasta ella.
Don Fabià nada respondió. En el fondo, el asunto de la presa le repugnaba y si algo sucedía que interrumpiera aquel desafuero, su corazón iba a alegrarse.
—Seguidme.
El grupo se puso en marcha. Después de descender de la pequeña torre, atravesaron el patio de armas, dejaron atrás el cuerpo de guardia y llegaron frente a una pequeña puerta. Allí el administrador ordenó al oficial que acercara el hachón de cera y que abriera la puerta. Un olor a forraje invadió el pasillo que se abría ante ellos En la primera celda, tal como había anunciado el administrador, se amontonaban debidamente ligadas unas balas de paja y otras de alfalfa. Al final se veía una puerta de la que salía un ligero resplandor. A ella se dirigieron. El del cirio detuvo su paso y alumbró con la luz su interior. Martí y Eudald se asomaron a la reja. En un banco rebullía un bulto que intentaba levantarse. Vestía un saco de esparto pasado por la cabeza y anudado a la cintura mediante un cíngulo de cuerda. La mujer, pues era una mujer, se puso en pie y apartó las guedejas del enmarañado cabello de su rostro. Martí, al divisar el terrible aspecto de su antigua esclava, prácticamente irreconocible, se tambaleó y tuvo que apoyarse en la húmeda pared.
—¡Abrid la puerta!
La orden que dio Llobet fue tajante.
El oficial tomó de un gancho del muro una gruesa llave e, introduciéndola en la cerradura, giró la falleba. La puerta crujió sobre sus goznes y a un empujón de Eudald se abrió del todo. Martí se precipitó hacia el interior y apenas tuvo tiempo de sujetar a Aixa, cuando ésta se desmayó en sus brazos. La recostaron en el camastro y con un cucharón que acercó uno de los hombres le dieron agua.