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Authors: Chufo Llorens,Chufo Lloréns

Te Daré la Tierra (29 page)

BOOK: Te Daré la Tierra
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—¡Dadme una esperanza y levantaré el mundo! Saldré de viaje un año o más; a mi vuelta seré rico, y si sé que me aguardáis, no habrá barrera capaz de detenerme.

—Os aguardaré todo el tiempo que sea necesario y antes de entregarme a otro ingresaré en el convento por propia voluntad.

—Hasta que regrese de mi sueño quiero que me retengáis junto a vos, porque vivir lejos de vos será morir.

Luego la tomó tiernamente por la barbilla y la besó.

36
Delfín y Almodis

Hacía varios meses que Almodis había llegado a Barcelona, y su unión con Ramón Berenguer había transcurrido en medio de angustiosas situaciones. La excomunión anunciada por el obispo Odó de Montcada y aún no consumada, sumía en la inquietud no sólo a la noble pareja sino a todo el condado, y las algaradas callejeras entre los partidarios de la vieja condesa Ermesenda y de Almodis se sucedían ininterrumpidamente. El carácter de ambas mujeres no era precisamente el apropiado para establecer una relación pacífica entre ellas. Mientras tanto, la vida de la pareja condal se desarrollaba con dificultad, pues cada cual dedicaba sus afanes a las tareas propias de su estado y condición y por tanto las circunstancias tendían a separarlos. El conde andaba metido en hechos de guerra junto a su primo Ermengol d'Urgell, ya que ambos habían acudido en ayuda de Arnau Mir de Tost, señor de Ager y vasallo de Ramón, pues los hermanos Ahmad al-Muqtadir y Yusuf al-Muzaffar, que reinaban en Zaragoza y Lérida respectivamente, habían atacado la plaza de Ager y amenazaban la ciudad de Manresa. Fuera por ayudar a un noble amigo cuya fidelidad premió el de Barcelona cediéndole posteriormente la plaza de Camarasa, o para velar por sus derechos condales en contra de la levantisca nobleza, que muy paulatinamente iba cediendo sus prerrogativas y pretensiones a la más poderosa casa de todos los condados catalanes, el caso era que los amantes disfrutaban de pocos ratos de intimidad. La condesa, mientras tanto, dedicaba sus horas a obras pías: fundación de monasterios, atención a viudas y mendicantes, visitas de las obras de la nueva Seo, y a hacer las veces de juez presidiendo tribunales que atendían a pleitos por razón de propiedades, lindes y posesiones, o bien de bienes, derechos o esclavos. Cuando el tema atañía a sus propias tierras, se constituía en abogada defensora de los derechos que creía poseer ante las pretensiones de alguna que otra familia nobiliaria que se creía igual en alcurnia a los Berenguer, ya fueran los Sant Jaume, los Montcada, los Gelabert, los Folch o los Alemany.

Corrían tiempos revueltos y a las inquietudes propias de los mismos se añadía una circunstancia que agravaba la situación. La excomunión anunciada por Roma planeaba como un espectro y a muchos se les antojaba presagio de grandes calamidades e inclusive del fin de la independencia del condado y tal vez de una nueva invasión sarracena. En tahonas, tugurios y corrillos, no se hablaba de otra cosa. El clero, obedeciendo consignas de Roma, propalaba negros auspicios y en cualquier hecho natural se creía ver un mal vaticinio. Desde los púlpitos se mentaba al rey David y se comparaba la historia bíblica con la actitud del conde y se anunciaba que a su concupiscencia se debería cualquier maldición que recayera sobre Barcelona. En resumen, la situación se deterioraba por momentos y las peleas entre los partidarios del Papa y los del conde aumentaban día a día.

Almodis anhelaba un hijo que colmara las esperanzas de su esposo, ya que consideraba al primogénito, Pedro Ramón, habido de su unión con Elisabet poco menos que un inútil. Sus dos puntales en la corte barcelonesa eran Lionor, su dama de compañía a quien confiaba todos sus afanes, y Delfín, el enano que aliviaba sus ocios y con el que entablaba largas conversaciones que invariablemente versaban sobre el hecho de quedar embarazada. Dado que el abad Sant Genís se había quedado en Tolosa, había adoptado como nuevo confesor al padre Llobet, al que había conocido gracias a uno de sus cortesanos y que quizá era la única persona, de entre los nuevos conocidos, a la que había otorgado su confianza: no se fiaba de los untuosos y halagüeños cortesanos que diariamente la asediaban, y la imagen recia, más de guerrero que de clérigo, de aquel sacerdote que siempre decía lo que pensaba y que no acostumbraba a plegarse a su voluntad, era de su agrado.

Aquella mañana la condesa departía con Lionor en tanto ambas mujeres remataban un tapiz con hebras de colores.

—Dime, Lionor, ¿cuándo crees que voy a ser madre?

—Son cosas de natura, señora, y nada se puede predecir. Lo que sí os diré es que cuanto menos os preocupéis más fácil será que se completen vuestros deseos.

—Sin embargo, hay una condición que de no cumplirse hace imposible tal pretensión. Mi señor anda siempre en la guerra, y en la distancia es imposible la coyunda.

—En cambio cuando regrese se ha de volver el más fogoso de los amantes.

La condesa suspiró. Mirando a su alrededor, para asegurarse de que estaban a salvo de oídos indiscretos, prosiguió en voz baja:

—Cierto, Lionor, pero quiero hacerte una confidencia. Sé que no debiera y si mi madre estuviera aquí a ella me dirigiría, pero para hablar de ciertas cosas solamente te tengo a ti.

—Os escucho, señora. Ya sabéis que soy una tumba.

—Verás, cierto es que mi señor esposo se llega a mí lleno de fuego, pero...

—Pero ¿qué, mi señora?

—No sé cómo explicarme, pero me consta que estas cosas requieren su tiempo y...

Lionor la miró expectante.

—Pues que es como un volcán y su pasión se derrama sin dar tiempo a que sus humores cuajen dentro de mí. ¡Ea, ya lo he dicho!

La mujer se quedó unos instantes meditabunda.

—Cierto, señora, tendréis que remediar esa circunstancia.

—¿Y qué puedo hacer?

—Frecuentarlo, señora, que el hecho de teneros no constituya un acontecimiento, de esta manera se remansará y pondrá más pausa al acto.

—Pero Lionor, ¿qué puedo hacer yo si lo veo de uvas a brevas? ¿Acaso debo ir a la frontera a guerrear con el infiel?

—No habéis dicho ninguna tontería: los hombres son muy extraños y si os constituís en el reposo del guerrero y descansa en vos cada noche, no me he de equivocar si regresáis a Barcelona con el vientre ocupado. A veces un catre de campaña es mejor que el más mullido de los lechos.

La obsesión del hijo atosigaba a Almodis, pues sabía que la consolidación de sus derechos se haría firme en cuanto diera al conde un heredero, al punto que a raíz de la conversación con su dama, aprovechaba cualquier coyuntura para hablar del tema ya fuere con Delfín o con el padre Llobet. A cada uno de ellos asaeteaba con preguntas pertinentes a la idiosincrasia de su carácter o a la peculiaridad de su oficio.

La mañana de un lluvioso día en el que el enano la ayudaba a abonar sus plantas en el invernadero, lo cercó a preguntas al respecto de la obsesión que la acuciaba.

—Y, dime, Delfín, ¿qué piensas que ocurrirá cuando venza el tiempo? ¿Seré madre de un heredero o resultaré yerma? ¿Qué te dice tu instinto?

La voz aflautada del hombrecillo resonó por la bóveda.

—Ya os he dicho mil veces que mis pálpitos son repentinos. A veces versan sobre cosas intrascendentes y raramente acuden a mí cuando quiero forzar mi mente pretendiendo saber alguna cosa que realmente me interese o despierte mi curiosidad.

—Bien que lo sé, pero contesta, ¿no has tenido presagio alguno que me oriente al respecto?

—Un sueño, únicamente he tenido un sueño que no puedo considerar como augurio.

—¡Por Dios santo, Delfín! Cuéntame ahora mismo lo que has soñado. ¿No es cierto que José interpretó los sueños del faraón y que éstos resultaron ser un presagio?

A Delfín aún le escocían las frases que la condesa le espetó la noche que, tras el tremendo susto del ataque pirata, se introdujo en su camarote.

—Bien, si os interesa saber lo que sueña un cobarde, os lo diré.

—Delfín, créeme que no estoy para sutilezas. Si pretendes darme una lección te corresponderé de la única manera que todo el mundo entiende. Si lo prefieres, te vuelvo a preguntar lo mismo tras una tanda de latigazos. A ver si estás para juegos de palabras.

—Señora, me llamasteis boñiga delante de doña Lionor.

—En aquel momento te merecías lo que te dije y más aún, por cobarde, y no agotes mi paciencia que va siendo mucha. Explícame de una vez ese sueño.

El enano conocía muy bien sus límites, que eran unos cuando actuaba ejerciendo de bufón y otros mucho más ajustados cuando hablaba seriamente con su ama.

—Veréis, una noche, recién llegados, libé, quizá en demasía, de ese vino dulce propio de estas tierras y que llaman moscatel. Es un caldo traidor, pues aletarga el espíritu y no avisa, así que, cuando quise darme cuenta, ni fuerzas tuve para recluirme en mis aposentos y me quedé tirado sobre las balas de paja que guardan para dar de comer a las caballerías. Al punto mis luces se apagaron y tuve un extraño sueño.

—Déjate de rodeos, Delfín, y ve al grano.

—Está bien, señora, el caso es que estabais vos y doña Lionor en vuestro gabinete cuando un llanto agudo llamó vuestra atención. Al fondo, donde tenéis el tambor con el cañamazo en el que estáis trabajando, se veía un gran moisés con capacidad para varias criaturas. Vos y la dama os inclinasteis sobre él y observasteis cómo en su fondo había dos bultos. Al apartar la sabanita que los cubría pudisteis ver aterrorizadas cómo uno de los recién nacidos que allí había arañaba el rostro del otro, llenándolo de sangre.

—¿Y qué es lo que deduces de este desvarío?

—Yo nada, señora. Vos me habéis preguntado y yo os he explicado. Queríais saberlo y ya lo sabéis, éste fue mi sueño. Sin embargo, aún permanece en mi memoria el pálpito que os comuniqué allá en mi bosque el día que hicimos nuestro pacto de sangre, ¿recordáis? Seréis origen de una dinastía y creo que ha llegado el momento.

—Pero para eso debo ser madre.

—Desde luego.

La condesa se quedó unos instantes pensativa, pero luego, tras pasar su diestra por el rostro como quien quiere apartar algo, preguntó:

—Y bien, Delfín, tú que sales de palacio libremente y frecuentas figones, posadas y ventas, que te mezclas con el pueblo llano, ¿qué opinan las gentes de mí? ¿Me quieren o me odian?

—Depende, ama, de quien se trate.

—No seas tan misterioso y habla de una vez. ¿De qué depende?

—De la condición y de la cultura de cada quien.

—¿Y?

—Veréis, señora: el pueblo llano está asustado, teme perder la paz del condado; unos achacan al conde sus miedos y otros al Papa; al primero por yacer con vos sin estar debidamente casado y al segundo por meterse en asuntos que no son de su incumbencia, ya que afectan no a una sola familia, sino a muchas. Pero unos y otros andan poniendo su alma en paz con Dios por si acaso y gastan sus dineros en rogativas, ayunos y rosarios, pues su tranquilidad depende de la paz del condado: sin paz no hay comercio, y si la autoridad, por mor de vuestra presencia, se resiente, temen que el moro vuelva a atreverse a atacar Barcelona y de esa manera lo pierdan todo. Hay gentes que nunca habían confesado sus culpas en las iglesias y que ahora no se apartan del confesonario. De todo ello no son ajenos los clérigos que, desde los púlpitos, fomentan sus miedos y observo frecuentemente que los penitentes, apenas han lavado sus culpas, se acercan al cepillo de las ánimas y depositan su óbolo en el mismo. Es una manera como otra de recabar la indulgencia del Altísimo y pedir que guarde al condado del islam. Hay algunos que tienen en su mente, todavía, el recuerdo de Almanzor.

—Pero ¿crees que, caso de que finalmente se concretara la pena de excomunión, eso afectaría hasta este punto al porvenir del condado?

—Mi instinto me dice que de ninguna manera, pero los clérigos abusan de la candidez de las gentes y auguran un sinfín de desórdenes y de calamidades. Recuerdan que un conde o monarca excomulgado puede ser desobedecido y que, si tal cosa sucede, provocará la anarquía y el dinero carecerá de valor, de modo que se paralizará todo y la ciudad languidecerá, aunque por lo visto para ellos esto no reza: si creyeran que tal cosa va a ocurrir, ¿de qué les iban a servir las caridades que los fieles hacen en las iglesias por promesas hechas para salvaguardar la paz o como penitencia por sus confesadas culpas? Los dineros, que yo sepa, solamente sirven en este mundo. No creo yo que san Pedro cobre la entrada en el cielo en mancusos sargentianos o jafaríes.

—No te puedes imaginar cuánto me agradaría poder salir alguna noche contigo y mezclarme con el pueblo. Te diré más: el gobernante que no pone los medios para conocer de primera mano la opinión de sus súbditos, por muy buenos consejeros que tenga, siempre acabará errando.

—En eso os doy la razón, señora, pero es una quimera pretender salir de palacio de tapadillo burlando a vuestra ama, a vuestras camareras y a la guardia.

—No diría yo tanto, cosas más improbables han acaecido y de haberlas sabido antes, las hubiera tildado de imposibles.

—Todo está escrito, si algo ha de suceder sucede, pero vuestra pretensión, os repito, es asaz improbable.

—De cualquier manera no está de más poner los medios, siempre he creído en la facultad del ser humano para forzar el destino.

—Perdonad que os lo diga, pero seguís siendo la misma muchacha osada que conocí en la Marca.

37
Los consejos de Benvenist

La fiebre que acometió a Martí para iniciar su viaje tras el encuentro con Laia fue un tormento. Se pasó el verano yendo y viniendo de las viñas de Magòria a sus molinos, de éstos a su almacén intramuros y de allí a las atarazanas vigilando la puesta a punto de su bajel, para acabar cada noche en la casa de Baruj recabando información de mil detalles fundamentales si quería llevar a buen puerto sus empeños. El cambista era un pozo sin fondo de conocimientos y Martí sabía que su experiencia iba a resultar vital para llevar a cabo sus propósitos. Durante esos meses de actividad febril, y gracias a la colaboración de Aixa, mantuvo varios encuentros con Laia en la casa de su vieja aya en los que su incipiente amor fue afianzándose poco a poco.

Aquella noche estaba Martí sentado en el jardín del cambista, bajo el frondoso castaño, ante dos copas del excelente caldo que guardaba Baruj en su bodega, y asaeteaba a preguntas a su interlocutor, bebiendo de sus palabras y tomando buena nota de sus consejos.

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