Authors: Chufo Llorens,Chufo Lloréns
—¿Y el notario mayor que ha de dar fe del encuentro? ¿Qué me decís?
—Tenía mis órdenes, y en caso de no llegar a tiempo le acusaré de desacato. Es un súbdito como otro y, aunque distinguido, se halla bajo mi autoridad. Cumplid pues vuestro cometido.
Olderich se separó del conde y se dirigió diligentemente al encuentro del contramaestre de la playa que, junto a la falúa condal, que flotaba mansamente a escasa distancia de la arena, aguardaba las órdenes pertinentes.
Era ésta una embarcación de treinta pies, pintada de azul y plata, servida por doce pares de remos, con la caña del timón a popa y algo alzada, que mostraba a la altura del través y a media eslora una cabina regia forrada con panes de oro, en la que se podían acomodar hasta ocho personas, cómodamente instaladas en regios asientos tapizados de damasco granate y amarillo, los colores del condado de Barcelona. Los bateleros, vistiendo túnicas cortas con los colores de los Berenguer y calzones azules, aguardaban inmóviles en sus respectivos bancos a que el conde y sus distinguidos acompañantes tuvieran a bien subir a bordo. En la orilla misma, y con las calzas arremangadas hasta media pierna, aguardaban los porteadores de las angarillas que por parejas conducirían a los nobles señores hasta la falúa a fin de que no se mojaran los pies.
En ello estaban cuando un grito de júbilo escapó de las gargantas de los presentes cuando la silueta de
La Valerosa
asomó en el horizonte.
Aguardaron un buen rato antes de embarcar.
Realizada la embarazosa maniobra de subir a todo el cortejo en la falúa, los bateleros introdujeron sus remos en la mar y, al ritmo que marcaba el timonel, comenzaron a bogar hacia la boya flotante pintada con los colores condales que mediante una cadena estaba sujeta a una gran piedra que permanecía fija sobre el fondo arenoso. Cuando la falúa llegó al punto de encuentro, la galera estaba echando ya el hierro al fondo. Las embarcaciones quedaron abarloadas y desde la cubierta de la galera lanzaron una escalerilla de cuerda que se deslizó hasta el guardamancebos de la pequeña embarcación. Sin tener en cuenta el protocolo, el conde Ramón Berenguer I de Barcelona se precipitó enloquecido hacia el primer travesaño sin esperar a que un caballero de su escolta sujetara la culebreante escalerilla. Tras él fueron todos los demás. Al llegar a bordo, los caballeros que tantas penalidades habían sufrido por cumplir con su deber de vasallaje dedicaron a su señor una calurosa ovación; los abrazos y los parabienes entre la escolta del conde, que iba ascendiendo desde la falúa, y los recién llegados fueron interminables y efusivos. Gilbert d'Estruc, Perelló Alemany, Bernat de Gurb, Guerau de Cabrera, Guillem de Muntanyola y Guillem d'Oló fueron literalmente estrujados por sus compañeros.
Después de las efusiones y tras abrazar a sus caballeros uno por uno, Ramón Berenguer hizo un aparte con Gilbert d'Estruc.
—¿Dónde está la condesa? —preguntó, con la voz teñida de impaciencia.
—Componiéndose en su cámara para recibiros. Me ha dicho antes de atracar que hasta que su dama os avise, no entréis en su alcoba.
—Entonces, mientras tanto, contadme, mi buen Gilbert.
—Mi señor —respondió éste, cuyo rostro acusaba el cansancio del viaje—, largo y farragoso será el relato. Tiempo habrá para iros dando cuenta de nuestras vicisitudes durante tantas jornadas, pero algo os diré: de no haber sido por el valor y la entereza que ha mostrado la condesa, este grupo de hombres avezados en la lucha y de esforzados marinos tal vez hoy no estaría aquí para contarlo.
—¡Contadme qué pasó, por Dios! Así se me hará más llevadera la espera.
D'Estruc explicó a su señor punto por punto la actuación de Almodis durante el terrible ataque pirata.
—Sin duda puedo afirmar, mi señor, que además de una esposa habéis ganado un esforzado caballero que honrará vuestras huestes.
La puertecilla del camarote se abrió y apareció en ella doña Lionor.
—Mi señor —dijo con una reverencia—, la condesa Almodis os recibirá ahora.
El poderoso soberano de Barcelona se introdujo en la estancia con el talante de un joven que tiene su primer encuentro amoroso.
La pareja estuvo encerrada en la cámara del capitán durante un largo rato. Al anochecer, la chalupa condal, rodeada por las iluminadas barcas de los pescadores repletas de gente, llegaba a la playa donde el pueblo, enterado del hecho, aguardaba paciente para acompañar a su nueva señora hasta enfrente de la iglesia de Sant Jaume. Llevaban cirios y velones, y las ovaciones eran tan fuertes que, después de llegar a palacio, Almodis se vio obligada a salir a saludar a la multitud. La guardia se las vio y se las deseó para controlar con sus alabardas a la enfervorizada muchedumbre.
Una sola persona permanecía ajena al general regocijo de la plebe: Pedro Ramón, primogénito de Ramón Berenguer y de su primera esposa, la difunta Elisabet de Barcelona, observaba, oculto tras un espeso cortinaje y desde un balconcillo lateral del segundo piso, el perfil de la barragana que pretendía usurpar sus derechos y que en aquellos momentos correspondía con la mano alzada a los vítores del populacho.
Barcelona, 1053
Martí decidió aprovechar la coyuntura de que los negocios que de alguna manera compartía con Bernat Montcusí iban viento en popa para osar acercarse al importante personaje con una petición que guardaba una segunda intención en la trastienda de su mente. Tocó la campanilla del saloncito donde acostumbraba a planear sus negocios y al instante compareció Caterina.
—¿No está Omar?
—Ha salido, amo.
—No me llaméis amo, Caterina, que no me agrada; ¿sabéis dónde ha ido?
—Creo que a los molinos, pues lo he visto partir a caballo y si va a una encomienda dentro de los muros de la ciudad, lo hace a pie.
—Está bien, preparadme la túnica azul y las calzas grises, y decid a la cocina que no me esperen.
—Al momento, amo... perdón..., señor.
Al cabo de un rato salía Martí, hecho un brazo de mar, a su comisión.
Conrad Brufau, el secretario cuya voluntad se había ganado desde el primer día, sabía que su jefe siempre recibía a Martí sin necesidad de que éste hiciera antesala.
—Mi señor os recibirá apenas salga de su despacho el intendente general de palacio.
Un noble provinciano que aguardaba ser recibido se atrevió a protestar.
—Eso será después que yo exponga mi queja al consejero de abastos de la ciudad.
Conrad Brufau se encaró con él.
—¿Pretendéis enseñarme mi trabajo?
—Solamente sé que es mi vez y que si el señor quiere entrar será después de mí.
—Si estáis dispuesto a que vuestra pretensión, sea la que sea, termine denegada, entonces entraré en el despacho del consejero y le comunicaré que por encima de su orden se ha impuesto vuestra voluntad y que don Martí Barbany está aguardando. Entonces veréis cómo os despacha con una negativa inmediata y hace pasar a este caballero que tiene la prioridad de acceder ante mi señor apenas se presente. Si así lo preferís, os anunciaré de inmediato.
—Perdonad mi pretensión —murmuró el caballero—. Ignoraba que las órdenes del consejero fueran tales y admito que los asuntos del condado están por encima de las necesidades de un particular.
Martí, que había aprendido a manejarse entre los cortesanos, asistía impertérrito a la discusión que se había establecido entre el visitante y el funcionario.
Brufau partió a anunciar al visitante y el provinciano quedó asombrado cuando observó que el encopetado personaje aparecía en el quicio de la puerta de su gabinete para recibir al recién llegado, que se presentaba ante él llevando una bolsa en bandolera.
A la vez que cerraba la puerta, el consejero tomó a Martí familiarmente por el brazo y le acompañó de esta guisa hasta una de las dos sillas que había frente a su mesa.
—¡Qué agradable sorpresa, querido joven! Tal vez seáis la única persona del condado que en cada ocasión que solicita audiencia me transmite una alegría.
Martí, despojándose de su sobretodo y depositándolo en la silla que quedaba libre, respondió:
—Eso procuro, señor. En primer lugar porque los negocios me dejan poco tiempo para molestaros y en segundo, porque sé y me consta lo escaso del vuestro.
Bernat Montcusí se repantigó en su silla, cruzó las manos y dijo:
—Y bien, os escucho.
En aquel momento Martí tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no delatar su zozobra. Sin embargo, la escasa experiencia que tenía hasta el momento le hizo abordar el discurso halagando la avaricia del consejero. Primeramente, se despojó de la bolsa que portaba en bandolera y la depositó sobre la mesa. Ante la mirada interrogante del otro aclaró:
—Aquí tenéis, señor, vuestra parte del pacto que sellé con vos.
Al pronunciar estas palabras, empujó la bolsa hacia el consejero.
—¿Qué es lo que me traéis aquí?
—Vedlo vos mismo.
Montcusí, sin dejar de mirarle a los ojos, desató cuidadosamente las guitas que cerraban la embocadura y abrió con sumo cuidado la bolsa. Martí pudo observar un taimado brillo en sus ojos de zorro.
—¿Qué es esto?
—La porción que os pertenece según lo estipulado.
—Así a bulto, puedo deciros que es mucho más de lo que me corresponde.
—Cierto, mas como debo dejar mis asuntos en manos de personas de mi confianza, pues voy a ausentarme un tiempo, pienso que es de justicia adelantaros la participación que os corresponderá el próximo año; si a mi vuelta fuera más, ajustaré la cuenta, pero en ningún caso deseo que mi ausencia repercuta en vuestra parte.
—¿Debo entender que vais a conocer mundo en el barco que habéis comprado a una viuda mallorquina?
El rostro de Martí acusó el efecto de la noticia.
—No exactamente, la nave aún no está a punto, pero sí, voy a embarcar... ¿Cómo sabéis tal cosa? No he dicho nada a nadie.
—El viento que trae y lleva lo que sucede en Barcelona llega fácilmente a mis oídos.
Martí entendió la sutileza.
—Creo que el ayudar a un amigo de la infancia que estaba en un mal paso no compete a nadie, amén de que el padre Llobet predica siempre que lo que hace la mano derecha no debe conocerlo la izquierda —afirmó Martí.
—Evangélica respuesta.
—Pues sí, quiero conocer mundo y mejor ocasión no se me va a presentar. Los negocios marchan viento en popa, en el condado reina la paz y tengo a las personas adecuadas para cuidar de mis asuntos.
—Querréis decir nuestros —corrigió Montcusí con una débil sonrisa.
—Por supuesto. Ya veis que os entrego por adelantado los ingresos que todavía no se han producido.
—Y decidme, ya que en parte me concierne, ¿quiénes son estas personas?
—Mi esclavo Omar, que es ducho en todo aquello que concierne al
agri.
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El mismo padre Llobet, que cautelará mis dineros, y un competente
dayan
del
Call,
avispado hombre de negocios, que velará por las compras y las ventas de nuestro mercado.
—Lo conozco bien y me complace vuestra elección. Por lo que a mí respecta, me satisface que dejéis nuestro asunto en manos de Baruj Benvenist, pero entended que no admitiré que se refiera a mi persona para nada: si no es con mi físico no quiero tratar con judío alguno.
A Martí no le extrañó que el consejero de abastos conociera la identidad del judío y se apresuró a replicar:
—Por eso os he liquidado los posibles beneficios antes de mi partida, y sabed que asimismo, por si algo me sucediera, he dispuesto en mi testamento que el padre Llobet, el albacea, os entregue la parte que os correspondiera.
—Sabia medida.
Martí supo que en aquel instante iba a poner en juego su futuro.
—Y bien, joven, ¿cuándo pensáis partir?
—Dentro de unos meses.
El consejero se dispuso a levantarse de la silla.
—Está bien, si no necesitáis nada más de mi persona...
A Martí se le subió el corazón a la boca.
—Veréis, señor. Se me había ocurrido que dado que me habéis honrado con vuestra confianza y he tenido el honor de comer en vuestra casa varias veces, me gustaría corresponder a tanta gentileza haciendo llegar a vuestra hija una muestra de mi más rendida admiración y respeto.
El rostro del consejero cambió ligeramente.
—Os escucho.
—La primera vez que mis ojos vieron a vuestra hija no fue en vuestra mansión.
—¿Dónde pues? —preguntó Montcusí, cuyo tono dejaba entrever una mezcla de desconfianza y curiosidad.
—Hace ya tiempo, en el mercado de esclavos al que acudí para proveerme de servicio.
—¿Y bien?
—Pues aquel día me encapriché de una musulmana, una excelente cantante que ha alegrado muchas de mis veladas a lo largo del verano.
—¿Y qué tiene eso que ver con nosotros?
—El caso es que vuestra hija pujó contra mí en aquella ocasión, pues también quería a Aixa, que así se llama, pero al fin fui yo el que se hizo con ella.
—Proseguid.
—He pensado que como voy a estar ausente mucho tiempo y como prenda de gratitud a vuestra persona, me placería sobremanera que Aixa alegrara las veladas de vuestra hija, ya que a mí no va a poder rendirme sus servicios durante mucho tiempo y es una pena que cualidades tan excepcionales, que como veréis son muchas, se desperdicien neciamente.
La pausa que hizo Bernat Montcusí pareció durar una eternidad. Luego habló claro y despacio:
—Mi querido joven. Me rentáis grandes beneficios y me agradaría que nuestra relación fuera plácida y duradera. Si así lo entendéis será mucho mejor para los dos. Mi hija, que debo deciros es mi hijastra, pues me casé con su madre siendo ésta viuda, se ha constituido, al faltarme ésta, en el centro de mi vida. Cierto es que un día u otro deberá tomar esposo si es que no quiere entrar de novicia en un convento, cosa que por otra parte me colmaría de gozo. El hecho de aceptar vuestro ofrecimiento no quiere decir que os dé la menor esperanza de llegar a representar algo para ella. Sois un joven al que adornan las mejores prendas, pero no sois ciudadano de la ciudad. Quiero que entendáis que en tanto no consigáis la ciudadanía en Barcelona, cosa harto complicada, no podréis aspirar a su mano. ¿He hablado claro?
—Desde luego, señor.