Te Daré la Tierra (23 page)

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Authors: Chufo Llorens,Chufo Lloréns

BOOK: Te Daré la Tierra
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Martí no cabía en sí de asombro.

—Pero decidme, señor, ¿qué os impide hacer el negocio vosotros mismos?

—Sería demasiado arriesgado: necesitamos gentes resueltas, de confianza y dispuestas a correr riesgos que por nuestra condición de judíos nos están vetados.

—¿Cuál sería entonces vuestro beneficio?

—Ahora llego. El mar está lleno de peligros, la naturaleza es ingobernable, las tempestades, las excesivas bonanzas, los piratas y los enemigos están al acecho. Nuestro negocio es el siguiente: uno de nuestros asociados os comprará en cada puerto la mercancía que embarquéis, a un precio pactado, y también el barco. Caso de que una tempestad os arruine el viaje, nada perderéis, pues ni la carga ni la nave serán vuestras: la pérdida por tanto será para nosotros.

—No os comprendo.

El judío prosiguió como si no hubiera sido interrumpido.

—Pero en caso de que lleguéis a buen fin, al arribar a puerto volveréis a comprar el barco y la mercancía a un precio superior: el diferencial será nuestro beneficio. Si conseguimos tener varios navíos en el mar, caso de que uno se pierda, los demás compensarán dicha pérdida y a la larga los riesgos serán mínimos. A vos os asegura un beneficio calculado del flete que será vuestro negocio; el nuestro es comerciar con la seguridad de los navíos, lo que con el tiempo nos rendirá ganancias.

—¿Y qué ocurriría si el primer viaje fracasa?

—Somos un pueblo que trabaja pacientemente y sabemos que a la larga este proceder nos dará resultados.

Martí partió de la casa de Benvenist con la cabeza llena de proyectos y habiendo ya calculado con éste cuánto podría invertir de la herencia de su padre para hacerse con la mitad de un barco que cubriera sus expectativas.

26
La travesía

Septiembre de 1052

La nave cabeceaba violentamente zarandeada por las olas del temporal, como si fuera un corcho a merced del viento. El mar se había cubierto de blancas crestas de espuma y el plomizo cielo se abría, rasgado por rayos, vomitando una lluvia que impedía la visión de algo que estuviera a más de un palmo de las narices de la aterrorizada tripulación. Nada quedaba en su lugar al haberse roto la eslinga de la estiba. En cubierta, los hombres se esforzaban intentando acondicionar los bultos sueltos que se deslizaban de proa a popa y de babor a estribor sin control alguno, y a la vez cumplir las órdenes del capitán que, desde el castillo de popa, luchaba por que su voz llegara hasta ellos venciendo el ruido infernal de la tempestad, a fin de realizar la maniobra. El piloto permanecía amarrado a la rueda obligando al timón de respeto a luchar con la inercia del barco. La orden había sido clara y terminante. Todo el velamen había sido arriado y sólo el foque de proa permanecía izado.
La Valerosa,
cuyas cuadernas crujían doloridas como el costillar de un inmenso animal herido, intentaba hacer una bordada y, dando la popa al temporal, acercarse a la costa para intentar refugiarse en alguna de las muchas calas que se abrían en aquel litoral. A media maniobra uno de los gruesos cabos que obligaban al barco, mediante un polipasto, a obedecer al gobernalle, se había partido y la galera quedó unos momentos de través. En estas condiciones la maniobra era sumamente arriesgada. El cómitre, gritando como un energúmeno y haciendo restallar su látigo sobre las espaldas de aquella turba de desgraciados, intentaba atender las órdenes del capitán. Los remos de babor batían el mar mientras los de estribor permanecían dentro del agua para ayudar al timón de respeto. La tramontana alzaba montañas de agua y el castigado casco alzaba el mascarón de proa intentando superarlas para a continuación descender hasta la sima de aquel infierno líquido que amenazaba con tragarse aquella cáscara de nuez como si fuera un juguete roto. La nave hundía su proa en el mar, y sin tiempo para recuperarse era barrida de nuevo por la siguiente embestida. La noche, iluminada por relámpagos, mostraba una claridad casi diurna y algo fantasmagórica. El capitán, veterano y oriundo de aquellas latitudes, intentaba en los momentos de claridad y haciendo visera con su diestra para proteger sus ojos de los rociones de mar y lluvia, otear la costa por ver si conseguía intuir la entrada de una de aquellas calas que tan bien conocía desde su niñez, con el fin de resguardar su nave y salvar de esta manera la preciosa mercancía que le habían confiado. Finalmente, su instinto le indicó que había doblado el cabo, pues al punto amainó el empuje de las olas y el maderamen de la nave disminuyó sus crujidos. Todas las miradas de la marinería convergieron en el castillo de popa aliviadas y agradecidas al hombre que por el momento había salvado sus vidas; más aún la de los galeotes que, amarrados de un tobillo a los respectivos bancos mediante cadenas, eran conscientes de que su destino estaba inextricablemente unido a la suerte que corriera el navío. Fueron adentrándose en la rada que ya el capitán había identificado como cala Montjoi, y una vez a cubierto ordenó la boga avante, maniobrando para que el bajel quedara proa a la salida; luego prescribió alzar remos, a la vez que el proel echaba el rezón de proa y soltaba cadena suficiente para que sus zarpas se aferraran al limo del fondo. Cuando comprobó que el hierro no garreaba hizo enrollar los restos destrozados del aparejo principal; afirmó la botavara y observó el estado en que se hallaba la cubierta del barco. Entonces ordenó amarrar los bultos sueltos a los lugares respectivos a fin de asegurar de nuevo la estiba destrozada por la fuerza del temporal.

La noche, allá dentro y protegida la rada por la punta del cabo, se había tornado mansa: el temporal huía por poniente con tanta prisa que se hacía imposible creer que poco antes el bajel hubiera estado a punto de bajar a los infiernos; entonces, después de hacer prender el fanal de popa y ordenar el resto de operaciones que harían que aquel desbarajuste volviera a convertirse en un navío, el capitán descendió la escalerilla que conducía al camarote situado en popa bajo su cabina y con los nudillos golpeó la puertecilla que guardaba la intimidad del pequeño aposento. Una voz sonó queda e interrogante.

—¿Quién es?

—El capitán, señora.

Se oyó un murmullo y finalmente la puerta se abrió.

La pieza era relativamente amplia: a ambos lados había dos catres amarrados con pernos a las respectivas amuras; en medio, una mesilla baja sujeta a la tablazón del suelo; sobre ésta, una ventana de pequeños cristales emplomados en la parte superior de la obra muerta del casco permitía que la luz iluminara la estancia en las horas diurnas y a la vez observar la estela que la nave iba dejando en su avance sobre las aguas. Se apreciaba desde ella el mástil en el que ondeaba el gallardete con el escudo de Barcelona y, firmemente aferrado sobre el codaste, el fanal que alumbraba la popa del bajel y que, junto a la luz de tope que lucía en la punta del palo mayor, indicaba la presencia del navío en las noches cerradas para de esta manera prevenir los posibles percances y choques propios de las atracadas en puntos donde la confluencia de barcos fuera numerosa. Al otro lado de la cámara y junto a la puerta, se hallaban un armario y un cofre inmenso dentro del cual habían subido a bordo a una de las pasajeras y que en aquellos momentos contenía todos sus efectos personales.

A la luz que entraba por el ventanillo el capitán observó a las dos mujeres. El semblante de la dama de compañía evidenciaba el tremendo pánico que había pasado; en cambio el de la condesa, pese a mostrar en su talante las señales de la angustia sufrida, aparecía sereno.

—Al llegar a Barcelona se os sabrá agradecer, capitán, la pericia y la serenidad que habéis mostrado en tan comprometido envite —dijo Almodis con voz amable.

—Creo, señora, que ésta es la obligación de un marino responsable y no he hecho otra cosa que cumplir con ella.

—Vos sabéis que en ocasiones no es fácil y no todo el mundo es capaz de ello.

—Me abrumáis, señora. Conozco bien a quien me confió vuestra custodia, mal podía yo defraudarlo.

—Decidme, capitán, ¿qué ha sido de mis hombres?

—Ha sido un mal trago para todos: si a los hombres de mar el temporal los ha afectado, poco acostumbrados a estar sobre la cubierta de un barco han debido pasarlo muy mal. De cualquier manera, debo deciros que los caballeros de vuestra escolta han demostrado un valor singular.

—Os ruego, capitán, que mandéis llamar a Delfín y al caballero Gilbert d'Estruc.

—Al instante, señora. Si no ordenáis otra cosa espero que descanséis esta noche. Mañana, si Dios lo quiere, llegaremos a Barcelona.

Doña Lionor, la dama de compañía de Almodis, aún no se había recuperado del tremendo susto cuando los nudillos del capitán sonaron en la puerta.

—Adelante —ordenó Almodis.

Don Gilbert d'Estruc se personó ante Almodis gorra en mano y pálido el semblante.

—Perdonad a vuestro secretario: no está en condiciones de levantarse de su camastro, y lo comprendo. Mis hombres también están afectados por el temporal. En cuanto a mí, debo deciros que pese a haber navegado en otras ocasiones jamás había pasado por trance semejante. Por cierto, señora, que os veo poco afectada.

—Señor d'Estruc, en mi situación los problemas que me acucian son demasiado importantes para que un balanceo más o menos fuerte me llegue a turbar.

En aquel instante la voz del vigía instalado en la cofa llegó, distante y sin embargo clara.

—¡Botes a estribor!

Cuando el caballero se precipitó hacia el ventanal de popa para tratar de observar la certeza del anuncio, ya la voz del segundo contramaestre se hacía oír en cubierta.

—¡Todo el mundo a las armas!

De entre la niebla, llegadas desde tierra con la pala de los remos envuelta en arpillera para disimular el chapoteo, aparecieron dos chalupas con más de veinte hombres armados hasta los dientes, cuya actitud presagiaba otro peligro inminente.

Gilbert d'Estruc se hizo cargo al momento del peligro que amenazaba a su señora.

—¡Condesa, no hay tiempo que perder! ¡Resguardaos de nuevo en el baúl y no salgáis hasta que pase el peligro o todos hayamos sido muertos!

—Mi señora, haced lo que os dice el capitán y dejadme vestir vuestras ropas —intervino Lionor, pálida como un cadáver—. Así pensarán que soy yo la dama y podréis ganar tiempo.

Almodis se volvió hacia su dama de compañía con una sonrisa de agradecimiento.

—Gracias, mi dama, has tenido una feliz ocurrencia. Señor, dadme vuestra daga y contadme entre vuestros caballeros.

—Señora, me ponéis en un brete, las disposiciones son...

—Ahora, señor, quien dispone soy yo... ¡Y rápido, que el tiempo apremia! Dádmela, id a cubierta y disponed la defensa de la nave.

Gilbert d'Estruc, después de entregar el puñal que llevaba al cinto a su señora, abandonó la cámara. Sus caballeros, ya recuperados, aguardaban en la puerta de la cabina. Bernat de Gurb, Guerau de Cabrera, Perelló Alemany, Guillem de Muntanyola y Guillem d'Oló pasado ya el efecto del temporal permanecían, espada en mano, aguardando órdenes, dispuestos a entregar su vida por la condesa.

La marinería se había pertrechado para defenderse; en sus manos llevaban hierros, dagas, bicheros, calabrotes y cuantos instrumentos contundentes o cortantes hubieran podido hallar en la nave. Cuando las dos mujeres se quedaron solas, Almodis ordenó:

—¡Vístete con mis mejores galas y colócate al fondo de la cabina! ¡Presto!

Un gran tumulto invadía la nave. Los asaltantes se encaramaban por la borda mediante cuerdas lanzadas que mordían cualquier punto de la goleta con los curvos garfios de sus ganchos de abordaje. Almodis, a través de la mirilla de la puerta de su cámara, observaba los acontecimientos. Los hombres de Gilbert d'Estruc se batían sin arredrarse. Pronto se dio cuenta de quién era el que comandaba aquella tropa de facinerosos. Prototipo de piratas, o mejor de bandidos, ya que el ataque provenía de tierra, no de otro bajel. El hombre esgrimía en una mano un alfanje moruno y en la otra una gumía, un parche tapaba uno de sus ojos y un rojo pañuelo cubría su cabeza. La batalla se desencadenaba a todo lo largo del barco y las fuerzas andaban equilibradas. En un momento dado, los avatares de la lucha obligaron a Gilbert y a sus caballeros a desplazarse para defender el castillo de popa, ya que si éste caía en manos de los atacantes la suerte del barco estaba echada. En aquel momento, y viendo que el corsario se acercaba al camarote dispuesto a entrar en él, Almodis ordenó a Lionor:

—Voy a abrir la puerta. Deja que te ataque. Es un mal menor... Y no temas, no te voy a dejar sola en este envite.

Tras este discurso y después de descorrer la tranca, la condesa abrió la tapa del inmenso baúl y se ocultó en su interior sin dejar de observar la cámara a través de las rejillas que habían dispuesto como respiradero. El bandido, con la cimitarra presta, entró en el camarote; cuando vio a una mujer ricamente ataviada al fondo de la cámara, una aviesa sonrisa se dibujó en su torcido rostro. Bien podía representar un suculento rescate, además de la posibilidad de probar unas carnes exquisitas. El facineroso atrancó la puerta, envainó la daga y dejó el sable sobre uno de los lechos; de inmediato se precipitó sobre una aterrada dama que en aquellos momentos entendió que su última hora había llegado. Cuando estaba ya dispuesto a rasgar el brial de la pobre doña Lionor, el rostro del pirata adquirió el pálido tinte de la muerte. Almodis, amparándose en el creciente barullo exterior, había salido del arcón y sin pensárselo dos veces había clavado la daga que le había suministrado Gilbert d'Estruc entre los omóplatos del pirata. Éste se desplomó, aferrado a las ropas de doña Lionor y arrastrándola en su caída.

—Lionor, no es tiempo de desmayos: álzate y alcánzame el sable de abordaje que está tras de ti.

La aterrorizada mujer no sabía lo que pasaba por la cabeza de su ama.

—Pero, señora, ¿qué vais a hacer ahora?

—Aprovechar la ventaja que nos ha deparado el destino. ¡Dámelo! No me hagas perder un tiempo precioso.

La aterrorizada dueña alcanzó el inmenso sable y se lo entregó a su señora.

La condesa lo aferró firmemente y, descargando un terrible mandoble sobre la nuca del caído, desgajó la cabeza del tronco. Un torrente de sangre inundó el camarote, salpicando las ropas de la dama de compañía.

En el exterior la lucha era encarnizada; ninguna de las dos partes conseguía hacerse con la iniciativa del combate. Se luchaba cuerpo a cuerpo en todas las secciones de la nave. Súbitamente un asombrado Gilbert d'Estruc observó cómo la condesa Almodis ascendía por la escalerilla que conducía al castillo de popa portando sujeta por los cabellos la cabeza sangrante del jefe de los asaltantes. Llegando a lo alto se colocó tras la barandilla que separaba el castillete, y en la oscuridad de la noche, alumbrada por el reflejo del fuego que ardía tras ella, como un ser salido de las profundidades del averno, mostró el sangriento despojo y gritó:

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