Authors: Chufo Llorens,Chufo Lloréns
—Nada nuevo me decís, pero recalco: lo que me contáis, ¿ya ha sucedido?
—Por el momento y antes de mi partida todavía no. Había ya repudiado a Blanca de Ampurias, dama de grandes cualidades con la que había contraído nupcias apenas ha un año, hija del conde Hugo, vecino de Gerona, con quien durante una eternidad mantuve incontables pleitos. La ofensa ha sido inconmensurable y me ha situado en una posición precaria de por sí insostenible que sé bien querrá aprovechar. Pero aquí no acaban los problemas políticos. Perdonadme que les dedique tanto tiempo, pero el conde Mir Geribert, que tiene la osadía de proclamarse príncipe de Olèrdola, ante la debilidad que tal situación provocará en el condado de Barcelona, se burlará de los derechos de mi otro nieto Sancho Berenguer y se apoderará del Llobregat. Creedme, santidad, que estoy desolada.
Víctor II meditó unos instantes en silencio.
—¿Qué es lo que proponéis, condesa, y qué es lo que puede Roma hacer para aliviar esta situación y defender la cristiandad de vuestras gentes?
—Santo padre, me habéis convocado ante vos, por lo que imagino que esta situación inquieta a la Iglesia. Creo que de vos depende sajar la herida e impedir que esta gangrena lo emponzoñe todo. Vos, paternidad, tenéis el arma capaz de atajar este mal.
—¿Cuál creéis que es esa arma, vos que conocéis tan de cerca a las buenas gentes de Cataluña?
Ermesenda no se arredró y musitó, en voz baja pero firme:
—La excomunión, santo padre.
Víctor II frunció el entrecejo en señal de profunda preocupación.
—No pensaba yo llegar a tanto. Lo que me proponéis es muy grave, condesa.
—Más graves serán sus consecuencias si no obráis con celeridad.
—¿Qué opináis de la propuesta de la condesa de Gerona, Bilardi?
El camarlengo, que estaba a un lado, expectante, respondió en tono moderado y político:
—Si no hubiera otra solución me plantearía la posibilidad, pero es tan grave que tal vez sea peor el remedio que la enfermedad. Creo que es mejor meditar algo más el tema: no es bueno tomar decisiones en caliente.
—¿Y vos, obispo?
Al ser interrogado, Guillem de Balsareny se planteó la disyuntiva de ayudar a la condesa o mostrar un talante más conciliador. Finalmente optó por lo primero.
—Paternidad, no soy yo, pobre sacerdote, la persona adecuada para opinar en asunto de tal trascendencia, pero ya que me preguntáis y como sujeto enterado de las cuestiones de Cataluña, creo que la Iglesia no debe permitir que una ofensa tal ocurra en su jurisdicción. ¿Qué opinarán los súbditos si esa licencia se otorga a los poderosos? ¿Quién no osará repudiar a su mujer si el precio de ese hecho es ínfimo?
Ermesenda aprovechó el apoyo de su obispo.
—Veréis, santo padre: si excomulgáis a mi nieto y a su barragana, otorgaréis a sus súbditos el derecho a la desobediencia, y un príncipe si pierde la
auctoritas
queda desarmado e inerme ante sus enemigos.
—Está bien, condesa. Sea. Guillem, tenedme puntualmente al corriente de cuanto suceda en Barcelona. Si las sospechas que todos abrigamos se cumplen, excomulgaremos a esa pareja de insensatos. Entonces, condesa, cuando todo el poder recaiga en vuestras manos, no olvidéis jamás quién os lo ha otorgado y obrad en consecuencia.
—Pero santidad... —terció Bilardi.
Víctor II respondió.
—No es tiempo de sutilezas, cardenal. Hay demasiadas cosas en juego y la autoridad del Papa puede quedar en entredicho. —Luego se dirigió a Ermesenda—. Si lo que intuís sucede, contad con mi beneplácito y ayuda.
—No dudéis jamás de mi persona. Amén de fiel creyente cumplidora de los mandamientos de la ley, soy persona agradecida.
—Entonces, condesa, id en paz y que Dios os guarde.
—Que Él quede con vos.
Mientras Bilardi se disponía a acompañar a Ermesenda y al obispo a sus habitaciones, la condesa hizo descender sobre su rostro el borde de su velo. Si Guillem hubiera podido ver su semblante hubiera observado cómo una sonrisa triunfal amanecía en sus labios.
Tolosa, septiembre de 1052
El grupo no era precisamente numeroso. Dos jinetes trotaban delante de un pesado carruaje de cuatro ruedas que en sus portezuelas lucía el escudo del condado tolosano; las bajadas cortinillas de cuero encerado impedían ver el interior y a la vez salvaguardaban a los pasajeros del polvo del camino. De su baste tiraba un tronco de seis caballos; en el pescante había un cochero, látigo en mano, y montado a horcajadas sobre el primer animal, un joven postillón. Tras el carruaje y cubriendo la retaguardia, ocho soldados con lanza y broquel, luciendo asimismo, en las gualdrapas de sus caballos, los colores de Tolosa, y tras el último hombre y en reata, sujeta a su arzón mediante una cuerda, trotaba Hermosa, la yegua de la condesa. Habían dejado atrás el Garona, que bajaba crecido, y llevaban viajando casi todo el día. Habían realizado ya dos cambios de cabalgaduras. El capitán que mandaba la tropa oteaba inquieto el horizonte temiendo que un cielo gris en panza de burro que se cerraba amenazante se abriera de repente para descargar un aguacero que presumía temible. Conociendo el carácter de su ama, no osaba ordenar una parada en busca de refugio, porque la orden que había recibido a la salida era la de atravesar el bosque de Cerignac antes de que oscureciera. Dentro del carruaje se acomodaban la condesa Almodis, el bufón Delfín y Lionor, su primera camarera. La condesa de Tolosa había escogido con sumo cuido a esta última de entre toda su corte, por ser una dama en la que depositaba su plena confianza y que había optado, pese al riesgo que ello acarreaba, por acompañar a su señora y seguir su destino.
—Delfín, creo que el momento ha llegado —susurró Almodis.
El enano se removió, inquieto.
—Ciertamente ama, estamos llegando a la mitad del bosque. Según nos informó el caballero Gilbert d'Estruc, poco ha de faltar para el encuentro. ¿Estáis preparada?
—Desde el lejano día que visitó el castillo el conde, estoy más que dispuesta. Es la espera lo que está acabando conmigo —respondió Almodis con un suspiro.
—¿Creéis que todo saldrá bien, señora? —preguntó Lionor, visiblemente pálida.
Cuando Almodis se disponía a contestar a su camarera, el carruaje crujió sacudido por un frenazo brutal. Un sinfín de juramentos se escucharon en el exterior, seguidos de un batir de cascos. De lo alto de la arboleda habían caído sendos lazos que aprisionaban al cochero y al postillón, prendiéndolos por la cintura, manteniéndolos en vilo sobre el carruaje; la portezuela del lado del camino se abrió de golpe y por ella apareció el rostro ennegrecido de Gilbert d'Estruc, acompañado de otro individuo barbudo y de aspecto peligroso.
Unas breves órdenes los conminaron a descender del carruaje. En cuanto Almodis puso el pie en tierra, supo por la actitud de Gilbert d'Estruc que su escolta estaba dispuesta a defender a su condesa y que por lo tanto se ponía en práctica la segunda opción del plan. Todo sucedió en un instante. El asta de una flecha fue a clavarse en la axila del jefe de los hombres de Tolosa. Un grupo de facinerosos rodeaba a la tropa; los hombres que habían galopado delante del carro estaban desmontados y desarmados. Lionor y Delfín habían descendido y aguardaban a su lado sin atreverse a musitar palabra alguna. De las ramas bajas de los frondosos árboles se descolgaron tres ballesteros con el arma a punto y el carcaj repleto a la espalda. Detrás de Almodis se habían colocado Gilbert d'Estruc y su barbudo compañero: el primero la sujetaba por la cintura y le había colocado una afilada daga en la garganta.
—Como podéis ver, capitán, luchar y resistirse sería un desatino. Creo que vuestro señor podrá pasar un tiempo sin su querida esposa, tal vez incluso le sirva de descanso, antes de desembolsar una cantidad que para él no es nada y que a nosotros nos arreglará el invierno.
Los soldados aguardaban órdenes de su jefe, que sangraba profusamente por la herida de la ballesta en tanto que los atacantes, vestidos todos a cuál más andrajoso, se mantenían alerta atentos a la menor indicación del hombre que amenazaba a Almodis.
—A nada conducirá que intentéis defenderme, capitán —exclamó la condesa con un hilo de voz—. La partida está perdida. Estos malandrines no quieren otra cosa que un rescate... —Al ver que el capitán titubeaba, añadió—: No os preocupéis, en cuanto sea libre diré a mi esposo que he dado yo la orden de rendición. Ahora haced lo que os digan, por Dios bendito.
El soldado aún dudaba.
La voz de D'Estruc sonó autoritaria, aunque preñada de cierta sorna.
—La dama dice bien, capitán. Vuestro honor quedará a salvo, más que si volvéis a Tolosa con el cadáver de la condesa.
El capitán abatió su espada y dio orden a la escolta que hiciera lo mismo.
—Eso está mejor, habéis obrado con prudencia. Hoy la fortuna no os ha sido propicia, pero vuestra actitud ha hecho que exista un mañana y otra nueva oportunidad que en caso contrario no hubierais tenido.
A continuación todo transcurrió con rapidez. Los hombres fueron desmontados, el tronco de caballos desenganchado y espantado mediante el fuego de unas antorchas. En cuanto desaparecieron, arrastrando bridas y cadenas, cada uno de los asaltantes ató al arzón de su silla un caballo de los sorprendidos soldados; luego, tras serles arrebatadas todas las azagayas y las flechas, D'Estruc dio órdenes para que se les respetaran las dagas y las espadas y el cochero y el postillón fueron liberados de sus ataduras.
—Ved que nos portamos como auténticos caballeros y no os dejamos en medio del bosque inermes a merced de cualquier bestia que os pueda salir al paso. Lo único es que el camino se os hará más largo, cosa que nos conviene para tener tiempo de realizar nuestros planes. En fecha próxima, si el conde de Tolosa se porta tan juiciosamente como su capitán, podréis tener la alegría de recibir en el castillo a vuestra condesa.
El capitán de la tropa ni tan siquiera se dignó responder a aquel facineroso, y sujetándose la base del asta que sobresalía de su axila con la otra mano, se dirigió a su señora en tono abatido pero con una nota de orgullo.
—Condesa, de no mediar vuestra orden, sabéis que hubiera muerto por vos. Comunicaré a vuestro esposo el resultado de tan aciaga jornada y aguardaré con ansia la ocasión de devolver el golpe a esa ralea de desalmados.
—Id, capitán, y sabed que vuestra honra quedará indemne. Los acontecimientos decidirán por todos nosotros, no somos más que hojas movidas por el viento del destino —respondió Almodis, intentando mostrar una tristeza que estaba lejos de sentir.
La partida de bandoleros montó en sus respectivos caballos y a la grupa de los equinos de Gilbert d'Estruc, Perelló Alemany y Guillem d'Oló lo hicieron Almodis, su dama Lionor y el pequeño Delfín, al que no le llegaba la túnica al cuerpo. Hermosa iba sujeta a la silla de uno de ellos.
Barcelona, septiembre de 1052
La mansión del consejero del conde, Bernat Montcusí, estaba situada en los aledaños del Castellvell. Uno de sus costados se apoyaba en la muralla de la ciudad, de manera que al camino de ronda de la misma se accedía desde su residencia. Su construcción, solidez y altura contrastaba con las de los edificios vecinos, que a su lado parecían casas de labriegos. Constaba de planta y dos pisos, más una galería cubierta por un tejadillo soportado por arcos simétricos. A la entrada se abría un arco que daba a un pequeño patio de armas, provisto de dependencias para la guardia. En la parte posterior, y rodeado por una tapia de piedra ornada por una espesísima enredadera, lucía un jardín poblado de arbustos, parterres frutales y caminos que conducían a un estanque artificial en el que unas carpas saltarinas hacían las delicias de los visitantes. En el ángulo más alejado de la casa, una pérgola cubierta de enramada hacía las veces de comedor de verano cuando la canícula atormentaba la ciudad. Hacia esta mansión encaminó los pasos de su caballo un Martí Barbany que todavía no acababa de creerse la buena estrella que presidía su suerte desde que había pisado Barcelona. Al llegar al portal descabalgó y entregó las riendas de su cabalgadura a un palafrenero que acudió desde el interior a hacerse cargo de ella y que, avisado de que alguien venía a almorzar con su amo, demandó su nombre y condición.
—Soy Martí Barbany y estoy citado con el consejero del conde.
—El muy ilustre Bernat Montcusí os aguarda en la glorieta del jardín. Si sois tan amable y tenéis la gentileza de seguirme...
El criado se adelantó y entró en el patio de carruajes llevando de la brida la montura de Martí y éste, sacudiéndose el polvo de las perneras, siguió tras él. Llegando al arco que delimitaba la entrada de las caballerizas, el hombre entregó el animal a uno de los mozos de cuadra que salió a su encuentro y con un leve gesto indicó al joven que le acompañara. Traspasaron ambos el fresco umbral de la vivienda y entraron en un pasadizo de ladrillo cocido que rodeaba la mansión y desembocaba directamente en el jardín. Allí, su acompañante cedió su cuidado a la atención de un mayordomo sin duda de mayor rango que, tras hacerse cargo de su ligera capa y de su sombrero de felpa, le condujo hacia la glorieta. A medida que avanzaba, Martí observaba con ojos curiosos de hombre de campo aquella maravilla de simétrico vergel. Los sombreados caminos, los regates de agua, los ordenados parterres... Todo requería unos cuidados que únicamente podían prodigar las manos de gentes traídas de otras latitudes y expertas, al igual que su Omar, en el uso del agua.
Sus ojos divisaron al consejero que, sentado bajo el emparrado de la glorieta, soportaba el rigor de la canícula sorbiendo una bebida que le servía de una frasca de cristal veneciano un muchachito que por su tez quizá fuera andalusí, mientras otro de aspecto parecido venteaba suavemente el aire con un inmenso abanico de plumas de marabú.
De nuevo un hormigueo creciente le atenazó las corvas, que cedió sin embargo al ver la ancha sonrisa que asomó a los labios de Bernat Montcusí. El criado desapareció con una inclinación de cabeza y dejó a un atribulado Martí frente al hombre tal vez más influyente en la corte de Ramón Berenguer I, conde de Barcelona, tras el senescal Gualbert Amat, el veguer Olderich de Pellicer y el notario mayor, Guillem de Valderribes.
—Estimado joven, habéis tomado posesión de vuestra casa.