Malena tiene doce años cuando recibe, sin razón, y sin derecho alguno, de manos de su abuelo el último tesoro que conserva la familia: una esmeralda antigua, sin tallar, de la que ella nunca podrá hablar porque algún día le salvará la vida. A partir de entonces, esa niña desorientada y perpleja, que reza en silencio para volverse niño porque presiente que jamás conseguirá parecerse a su hermana melliza, Reina, la mujer perfecta, empieza a sospechar que no es la primera Fernández de Alcántara incapaz de encontrar el lugar adecuado en el mundo que la rodea. Se propone entonces desenmarañar el laberinto de secretos que late bajo la apacible piel de su familia, una ejemplar familia burguesa madrileña. A la sombra de una vieja maldición, Malena aprende a mirarse, como en un espejo, en la memoria de quienes se creyeron malditos antes que ella y descubre, mientras va llegando a la madurez, un reflejo de sus miedos y de su amor en la sucesión de mujeres imperfectas que la precedieron. Y es que no hay otra maldición que la vida, ni otra culpa que atreverse a vivirla.
Almudena Grandes
Malena es un nombre de tango
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nalasss17.08.12
Título original:
Malena es un nombre de tango
Almudena Grandes, 1994.
Diseño/retoque portada: Sylvia Sanders/nalasss
Editor original: nalasss (v1.0)
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A mi padre,
a la memoria de mi madre,
y a la leyenda de mi bisabuelo Moisés Grandes
Odio y amo.
Siento ambas cosas y estoy agonizando.
Catulo
No hay carga más pesada que una mujer liviana.
Miguel de Cervantes
La memoria no es más que otra manera de inventar.
Eduardo Mendicutti
Existen tres tipos fundamentales de mujeres: la puta, la madre, y la puta madre.
Bigas Luna
Parándome, miré los ornamentos de la fachada. Sobre la puerta, una inscripción decía «Hareton Earnshaw, 1500». Aves carniceras de formas extrañas y niños en posturas lascivas enmarcaban la inscripción.
Emily Brontë,
Cumbres Borrascosas
Pacita tenía los ojos verdes, siempre abiertos, y labios de india, como los míos, que cerraba rozándolos apenas, entre las comisuras el hueco suficiente para franquear el paso a un delgado hilo de baba blanca que se escurría despacio, estancándose a veces al borde de la barbilla. Era una criatura abrumadoramente hermosa, la más guapa de las hijas de mi abuela, el cabello espeso, castaño y ondulado, una nariz difícil, perfecta en cada perfil, el cuello largo, lujoso, y una línea impecable, de arrogante belleza, uniendo la rígida elegancia de la mandíbula con la tensa blandura de un escote color caramelo, al que aquellos grotescos vestidos de mujer consciente de su cuerpo que ella nunca eligió otorgaban una fabulosa y cruel relevancia. Nunca la vi de pie, pero sus piernas ágiles, compactas, la robustez que matizaba el brillo de unas medias de nailon que jamás se vieron expuestas a sufrir herida alguna, no merecían el destino al que las abocó para siempre el implacable síndrome de nombre anglosajón que paralizó su desarrollo neuronal cuando aún no había aprendido a mantener la cabeza erguida. Desde entonces, nada había cambiado, y nada cambiaría jamás, para aquel eterno bebé de tres meses. Pacita ya había cumplido veinticuatro años, pero sólo su padre la llamaba Paz.
Yo estaba escondida detrás del castaño de Indias y recuerdo las pequeñas esferas erizadas de pinchos que asomaban entre las hojas, así que debíamos estar en primavera, quizás ya en la frontera del verano, y supongo que me faltaba poco para cumplir nueve años, tal vez diez, pero seguro que era domingo, porque todos los domingos, después de oír misa de doce, íbamos con mamá a tomar el aperitivo a casa de los abuelos, un sombrío palacete de tres pisos con jardín, Martínez Campos casi esquina con Zurbano, que ahora es la sede española de un banco belga. Cuando hacía buen tiempo, Pacita estaba siempre a la sombra de la higuera, atada a una silla de ruedas especial con tres correas, una sobre el pecho, otra en la cintura, y una tercera, la más gruesa, entre aquélla y el extremo del asiento, para evitar que se escurriera y se cayera al suelo, y apenas distinguía su silueta entre los barrotes de la verja, yo fijaba la vista precisamente allí, en la grava, el único lugar donde estaba segura de no poder verla, y trataba de disimular las huellas de un tormento semanal, colorado y caliente, la inexplicable vergüenza que arrasaba mi cuerpo en llamas feroces mientras escuchaba el impúdico concierto de palabritas que mi madre y mi hermana, como todas las demás mujeres de la familia, dedicaban a coro a mi pobre tía, aquella torpe bestia imbécil que no podía verlas mientras contemplaba el mundo con sus dos ojos verdes, siempre abiertos, siempre abrumadoramente hermosos y vacíos.
—¡Hola! — decía mi madre, como si estuviera encantada de tropezársela, poniendo morritos y chasqueando la lengua rítmicamente contra el paladar, como se hace para llamar la atención de los bebés auténticos, los niños que miran, y al mirar escuchan, y al escuchar aprenden—. ¡Hola, Pacita, cariño! ¿Cómo estás, cielo? ¡Qué buen día hace hoy!, ¿eh?, ¡menuda suerte, toda la mañana al sol!
—¡Pacita, Pacita! — la llamaba Reina, ladeando alternativamente la cabeza a un lado ya otro—. Cucú… ¡Tras! Cucú… ¡Tras, tras!
Y la cogían de la mano, y acariciaban sus rodillas, y la pellizcaban en la cara, y le arreglaban la falda, y daban palmitas, y hacían los cinco lobitos, y sonreían todo el tiempo, como si estuvieran muy contentas de sí mismas, muy satisfechas de estar haciendo lo que había que hacer, mientras yo las miraba desde lejos, haciéndome la loca a sus espaldas por si colaba, pero no colaba nunca.
—¡Malena! — antes o después, mi madre volvía la cabeza para encontrarme—. ¿No le dices nada a Pacita?
—Hola, Pacita —cantaba yo entonces, mi voz degradándose contra mi voluntad hasta quedar reducida aun ridículo susurro—. ¿Qué tal, Pacita, qué tal?
Y yo también la cogía de la mano, que siempre estaba fría, y siempre húmeda, y viscosa de babas y de una maloliente mezcla de restos de papilla y crema perfumada, y la miraba a los ojos y lo que veía en ellos me estremecía de miedo, y me sentía tan culpable del asco egoísta que Pacita me inspiraba, que entonces, cada mañana de domingo, con más intensidad, con más pasión que nunca, le rogaba a la Virgen que me concediera aquel pequeño milagro privado, y durante el resto de la mañana, mientras permanecía cautiva en aquella casa odiosa, rezaba sin parar, siempre en silencio, Virgen Santa, Madre Mía, hazme este favor y no te pediré nada más en toda mi vida, anda, si no es difícil, a ti no te cuesta trabajo… Mis primos varones no saludaban a Pacita, no tenían que besarla, ni acariciarla, no la tocaban nunca.
Pero aquella mañana, emboscada en la sombra del castaño de Indias, ya no rezaba, no hacía falta rezar. El estaba sentado en una silla, al lado de su hija, y su simple presencia, una fuerza más poderosa que el viento, más que la lluvia, o el frío que confinaba a mi tía durante todo el invierno entre los muros de su cuarto, había abortado ya, desde su inicio, la profana ceremonia de todos los domingos, para exponerme a un peligro mayor, de incalculables aristas, porque de todas las cosas que me daban miedo en el caserón de Martínez Campos, su sombra era sin duda la más aterradora. Mi abuelo Pedro había nacido sesenta años justos antes de que yo naciera, y era malo. Nadie me lo había advertido nunca, y nadie tampoco me había explicado nunca por qué, pero yo respiraba en el aire aquella verdad amarga desde que tenía memoria, los muebles lo susurraban, los olores lo confirmaban, los árboles lo propagaban, y hasta el suelo parecía crujir bajo sus suelas para avisarme a tiempo de la proximidad de ese hombre extraño, demasiado alto, demasiado tieso, demasiado duro, y encanecido, y brusco, y fuerte, y soberbio, para mirar con unos ojos tan cansados, bajo el pavoroso trazo de dos cejas tajantes, anchas e hirsutas, de un blanco purísimo.
Mi abuelo no era mudo, pero no hablaba nunca. Apenas despegaba los labios durante un instante cuando el infantil lastre de su buena educación desplazaba a su adulta vocación de fantasma encarnado, y si se tropezaba con nosotros por el pasillo nos saludaba, y si no le quedaba más remedio que despedirnos, nos despedía, pero jamás intervenía en las conversaciones, nunca nos llamaba, ni nos besaba, no nos hacía la visita. Pasaba la mayor parte del tiempo con Pacita, sombra incapaz de apreciar la calidad de su silencio, y su vida era tan misteriosa, al menos, como tenebrosa su reputación. De vez en cuando, antes de salir de casa, mamá nos advertía que su padre estaba de viaje, y nunca daba más pistas, no mencionaba el lugar al que se había marchado ni la fecha de su regreso, todo lo contrario de lo que sucedía con las eternas vacaciones de su hermana melliza, mi tía Magda, el otro miembro de la familia que se pasaba la vida viajando, pero de quien siempre sabíamos dónde estaba, porque lo anunciaba antes de irse, y luego mandaba postales, y hasta traía regalos a la vuelta. El, sin embargo, podía llevar ya semanas en Madrid sin que nos diéramos cuenta, porque se pasaba los días encerrado en el despacho del primer piso y sólo se dejaba ver por la planta baja a las horas de comer, y eso cuando no comía con Paz, a solas. Ahora estaba sentado a su lado, mirando hacia delante sin fijar los ojos en ningún punto concreto, y yo le estudiaba al acecho de cualquier descuido, la menor oportunidad de cruzar corriendo el jardín en dirección al salón, donde mis padres y mi hermana seguían celebrando con el resto de la familia el aniversario, cumpleaños o defunción de alguien, a juzgar por el confuso murmullo que escapaba de las ventanas entornadas. Seguro que ya se han zampado toda la tortilla, pensé, mientras lamentaba amargamente haberme rezagado a posta, como todos los domingos, lo justo para que los demás entraran juntos en la casa caminando más aprisa que de costumbre, sin advertir que me dejaban descolgada, a merced de la furia de aquel hombre terrible. Y sin embargo, agazapada tras el castaño de Indias, me sentía tan segura que la primera vez que le escuché, no pude creer que fuera él quien me estaba hablando.
—¿Qué haces ahí escondida, Malena? Ven aquí conmigo, anda.
Estoy absolutamente segura de que nunca hasta entonces me había dirigido tantas palabras juntas, pero no contesté, no me moví, no respiré siquiera. La voz que acababa de escuchar tenía un sonido tan familiar, y a la vez tan extraño para mí, como la del panadero, o la del cobrador del autobús, esa clase de personas a las que se puede ver todos los días, durante toda una vida, pero a las que sólo se oye pronunciar, a lo sumo, una docena de frases que casi siempre son las mismas. En los labios de mi abuelo, siempre eran las mismas y no llegaban a la media docena, hola, dame un beso, toma un chupa chups, vete con tu madre, adiós. La novedad me aterraba.
—¿Sabes cuál es el animal más tonto de la Creación? — prosiguió en voz alta, clara, reventando el código que él mismo se había impuesto, y obedecido con rigor hasta aquel momento—. Yo te lo diré. Es la gallina. ¿Y sabes por qué?
—No —contesté con un hilo de voz desde detrás del castaño, sin atreverme a salir todavía.
—Pues porque si a una gallina le pones delante un trozo de tela metálica del tamaño de ese árbol, poco más o menos, y colocas al otro lado un puñado de grano, estará toda su vida rompiéndose el pico contra el alambre y nunca se le ocurrirá rodear el obstáculo para llegar a la comida. Por eso es la más tonta.