Authors: Chufo Llorens,Chufo Lloréns
Rivká, la esposa de Baruj, iba y venía trasegando una frasca de fino cristal, rellenado las copas; al otro lado de la puerta, una oculta Ruth aprovechaba la ocasión para escuchar lo que su padre conversaba con aquel amable y apuesto joven.
Benvenist hablaba en aquel instante.
—En primer lugar quiero deciros que según mis cuentas os podéis considerar un hombre rico. Muchos de los que se acercan al conde presumiendo de caudales, no tienen la liquidez de que gozáis vos.
—En vos tengo depositada toda mi confianza. Mi oficio es el trabajo, tal como me indicó que hiciera mi padre en su testamento, y la tranquilidad que representa saber que vos guardáis mi hacienda hace que me pueda dedicar plenamente a mi cometido, pero, os lo ruego, proseguid con la información que os demando.
—Veréis, Martí, no toda mercancía es de libre tránsito. Hay cosas que se pueden exportar a una ciudad o a un reino y en cambio llevarlas a otro está totalmente prohibido.
—Y ¿de qué depende?
—De muchas circunstancias, como si se está en guerra con algún aliado de los condados de Barcelona, Gerona y Osona; si esta exportación puede llegar a significar una futura competencia o meramente si a algún gran comerciante no le parece oportuno.
—Y lo que embarque en un puerto, ¿quién deberá controlarlo?
—Deberéis someteros a las leyes de cada reino visitado, y en ese punto radicará el gran beneficio de vuestra singladura, ya que lo que prohíbe Barcelona lo autoriza Génova, y lo que ésta obsta, conviene a Venecia o a Constantinopla. La mercancía de cada viaje es competencia del puerto donde se carga y, por ende, del condado, ciudad o reino donde éste se halle. Vuestra responsabilidad será debida a cada uno de dichos puertos, de manera que por encima de la pericia del capitán de la nave, que el viaje sea un éxito o un fracaso dependerá de la habilidad comercial del armador, en este caso de vos.
—¿Y si durante la planificación del viaje surgiera la ocasión de mercar algo cuyo transporte no figurara en ninguna relación de cosas prohibidas? ¿Qué es lo que debo hacer?
—Declararlo a su desembarque. Nada os podrán objetar ni os podrán aplicar sanción alguna.
—Y ¿cómo puedo yo valorar una nueva mercancía para asegurarla según nuestro trato si al ser nueva desconozco sus peculiaridades y el peligro de su transporte?
—No os apuréis por ello. En cada puerto al que arribéis hallaréis a personas de nuestra nación, que ponderarán el riesgo y el coste de la mercancía que queráis embarcar; en cualquier caso nosotros avalaremos su decisión y la palabra empeñada. Lo que ellos determinen será ley para nosotros.
—Otra cosa me inquieta, maestro.
—No me llaméis así. Los conocimientos que os puedo transmitir son más fruto de la experiencia de los años que del estudio. Pero, decidme, ¿qué duda os asalta?
—Veréis, ¿cómo me entenderé para poder llevar a cabo mis transacciones?
—Allá donde vayáis, los nuestros os proporcionarán un truchimán, pero para desempeñaros en el tráfico normal de cada día, con vuestro latín os sobra. En todos los pueblos del Mediterráneo donde Roma impuso su presencia se habla un latín más o menos adecuado a cada uno de ellos. Conociendo el de estos pagos, entenderéis todos los demás.
Las preguntas con las que Martí atosigaba a su amigo eran múltiples y referidas a mil situaciones y lugares, y las respuestas del mismo abarcaban todos los campos.
—Perdonad mi insistencia y el abuso que hago de vuestra persona —le decía Martí, cuyo afán por saber no parecía tener fin.
—No tengáis reparo alguno. De alguna manera los nuestros van a ser vuestros socios. Y ahora, si me excusáis un instante, mi vejiga no admite espera, es algo que con los años se torna en vergonzante esclavitud de la que no escapan ricos ni pobres, ni condes ni mendigos.
—Por favor, Baruj, estáis en vuestra casa y yo no soy más que una molestia que vuestro cálido verbo atonta hasta el punto que se me pasa el tiempo sin tener en cuenta que las más elementales reglas de cortesía señalan que un huésped no debe jamás demorar su partida cuando el sol se ha puesto.
El cambista se levantó y, tras asegurar a su joven invitado que nada le causaba más placer que sus visitas, partió a aliviarse.
Apenas lo había hecho cuando Ruth entró en la estancia y, a pesar de la severa mirada que le dirigió su madre, se acercó a Martí y le ofreció otra ronda del dorado líquido de su frasca.
—Me ha parecido oír que partís para un largo viaje —dijo la muchacha, como si no hubiera oído los mil detalles de éste.
—Así es. Me he metido en un negocio que me es desconocido y he de poner mi empeño para dominarlo. Por eso necesito del buen consejo de tu padre para mejor llevar a cabo mi propósito.
—¿Os vais muy lejos?
—Tan lejos como el tiempo y las circunstancias de la mar me permitan.
—Qué envidia me dais —dijo la niña, entrecerrando los ojos—: conoceréis mundo y viviréis experiencias que enriquecerán vuestros recuerdos. Si vuelvo a nacer quiero ser hombre. La vida de una muchacha judía es aburrida y monótona. Depende además de la voluntad de su padre y del capricho del destino que le aporte un buen marido o un viejo.
Rivká fue a intervenir, pero Martí se le adelantó.
—No creo yo que tu padre te imponga a alguien que no sea de tu agrado. Tienes la suerte de ser la hija de un hombre excepcional y muy condescendiente.
En ese momento, se oyó un estrépito en la cocina y Rivká, no sin lanzar antes una mirada de advertencia, de la que Ruth fingió no darse cuenta, fue a ver qué había sucedido.
—Podéis tener razón, pero sé que si me enamorara de un cristiano jamás daría su consentimiento —dijo la chica, ahora que ninguno de sus progenitores estaba delante.
—Pero lo normal es que te atraiga más un joven de tu religión que tenga tus mismas costumbres en vez de otro que sea ajeno a ellas; además, seguro que conocerás a más judíos que a gentiles.
—No es condición segura —dijo la niña, con un mohín—. Por ejemplo, os he conocido a vos que frecuentáis esta casa y que sois grato a los ojos de mi padre.
A Martí la naturalidad de la muchacha le amilanaba y conseguía ponerlo nervioso.
—Eres una niña adorable y de infinitas cualidades, pero has aludido anteriormente a la posibilidad de casarte con un viejo, y no quisiera añadir al problema que representa mi religión el agravante de mi avanzada edad comparada con tus jóvenes años.
—Yo nunca diría que sois viejo.
Martí ya no sabía qué argumentar ante la intrepidez de la audaz jovencita cuando la voz de Baruj le sacó del apuro.
—Ruth. ¿Qué es lo que haces, molestando a nuestro huésped?
—Nada, padre mío. Me estaba explicando el maravilloso viaje que va a emprender y yo le atendía gustosamente para intentar paliar el tedio de vuestra ausencia, pero ya me voy. ¿De verdad que no deseáis que vuelva a llenar vuestra copa? —anunció ofreciendo la frasca.
—Nuestro huésped no quiere nada más y yo lo único que deseo es que te retires —argumentó el judío.
La muchacha se retiró tras un gracioso saludo.
—Perdonadla, es muy joven, tiene la cabeza llena de pájaros y no conoce todavía la medida de las cosas.
—Es una encantadora criatura y no deberéis pasar el menor inconveniente para encontrarle el apropiado marido.
—Mucho me temo que de las tres hijas que tengo, ésta va a ser la que me cause mayores contratiempos al respecto de casarla con quien convenga. La mayor contraerá matrimonio el próximo año con un muchacho de Besalú de inmejorables informes cuyo padre regenta el negocio de los baños; a la segunda la casaré con el hijo mayor del rabino Shemuel Melamed, con quien ya he acordado la boda, pero temo que esta pequeña rechazará a cualquier hombre que le propongamos yo o su madre. Y estoy seguro de que, si éste no es de su agrado, ella acabará saliéndose con la suya.
Las órdenes que tenía el padre Llobet eran claras. El clérigo debía acudir a palacio por las mañanas a decir misa en la capilla privada de la condesa y a confesarla mientras la anunciada excomunión no se hiciera firme. Si la temida orden llegaba desde Roma, entonces y solamente entonces, dejaría de hacerlo, ya que una persona excomulgada no podía acercarse a los sacramentos. Pese a todo ello, su conciencia le dictaba otra cosa.
El sacerdote había aceptado su nuevo cargo por el fallecimiento de su antecesor. Cuando su superior le ordenó tal cometido, su reacción primera fue rechazarlo, pues la experiencia adquirida a través de su agitada vida le aconsejaba mantenerse alejado de los poderosos y de influencias mundanas que no traían otra cosa que problemas que solamente compensaban a aquellos que pretendieran medrar a costa de lo que fuere, lo que no era su caso.
No podía negarse a sí mismo que acudió a la cita con prevención. La manera de llegar a la corte de la condesa Almodis no era precisamente la más apropiada; sin embargo, sus convicciones cristianas se resintieron al conocerla y, a través de su trato, su alma de soldado entendió que aquella mujer, si salvaba el escollo de la excomunión, iba a ser infinitamente más útil para el condado de Barcelona que la repudiada Blanca de Ampurias. Hasta sus oídos había llegado la historia de su encuentro con los piratas y, pese a ser consciente de cuánto se agrandan los hechos al pasar de boca en boca, tuvo ocasión, dada su vieja amistad, de entrevistarse con Gilbert d'Estruc, jefe de la expedición, que le relató punto por punto lo ocurrido la infausta noche del abordaje en cala Montjoi. Su viejo instinto de guerrero se estremeció ante el demostrado valor de la condesa y desde aquel momento la trató con admiración y simpatía.
Su tarea comenzaba muy de mañana. Tras los rezos de prima acudía a palacio y se disponía a aguardar en el banquillo del confesonario de la recoleta capilla privada a que su única feligresa acudiera a su encuentro. Ésta aparecía puntualmente acompañada por sus damas de honor y por un hombrecillo, Delfín, se llamaba, enano y contrahecho, que al parecer gozaba de toda su confianza. Sus entrevistas eran meras conversaciones, pues desde el primer día quiso Llobet dejar clara su postura.
—Mirad, señora —le dijo—. Vos y yo sabemos que estáis viviendo en adulterio flagrante con el consabido escándalo de vuestros súbditos. Pese a ser consciente de que mi decisión puede acarrearme consecuencias funestas, quiero que sepáis que no os daré la absolución si no mostráis dolor de contrición y propósito de enmienda de no volver a caer. Como sé que no vais a cumplir las condiciones que requiere el sagrado sacramento, para nada sirve que os arrodilléis ante mí. Hasta que anulen desde Roma vuestro anterior matrimonio, cosa por lo visto bastante asequible para vos, pues ya lo habéis conseguido otras dos veces, y contraigáis sagrado vínculo con el conde, si es que también éste consigue lo mismo, no contéis con mi anuencia. Si no os parece bien, me daré por despachado el primer día, y otro clérigo más complaciente, que sin duda encontraréis, se ocupará de la paz de vuestro espíritu.
La respuesta altiva de la condesa sorprendió al padre Llobet.
—En primer lugar, a partir de hoy mismo, vos y yo hablaremos sentados a la misma altura en sendos escabeles, ya que al no ser digna de recibir la absolución, no me estoy confesando con un ministro del Señor y en este caso la que hace el honor de sentar a su altura a un simple clérigo es la condesa de Barcelona. En cuanto a si os quedáis o no, la que debo decidirlo soy yo: ni siquiera el conde de Barcelona intervendrá en cosa que solamente a mí atañe. Quiero además que sepáis que, desde este momento, os tomo como consejero espiritual y que si algo jamás me ha gustado es el talante de falsa servidumbre que adoptan casi todos aquellos que se acercan a los poderosos. Me ha gustado sobremanera vuestra claridad y me agradaría que con el tiempo llegarais a ser mi amigo.
Desde aquel día las charlas con la condesa constituyeron para el padre Llobet, junto con las que mantenía de vez en cuando con Baruj Benvenist, una pócima beneficiosa para su intelecto. La inteligencia de sus argumentos y la agudeza de sus réplicas sorprendían día sí, día también al muy erudito arcediano que anteriormente había sido un hombre de guerra. Recordaba la aguda argumentación de Almodis al respecto de sus pecados.
—Tengo una duda que me asalta y quiero consultárosla.
—Os escucho, condesa.
—Sé bien que no podéis absolver mi pecado, pues no pienso ni por ensalmo apartarme de Ramón; sí, en cambio, estoy arrepentida de otras faltas que me atormentan, como por ejemplo de haber matado a un hombre. ¿Podéis perdonar esta falta que creo me aparta de Jesucristo y dejar a un lado lo que tanto preocupa a la Iglesia y que en cambio en nada afecta a mi conciencia?
—Señora, el sacramento de la confesión no es feria donde se pueda adquirir aparte la mercancía que más os convenga. Los pecados forman un todo y no podemos discernir unos de otros; el sacramento de la confesión tiene sus normas y no podemos adecuarlas a nuestras conveniencias, al igual que se ajusta la ropa.
—El Señor dice: «Los pecados que retengáis serán retenidos y los que perdonéis serán perdonados». ¿Por qué no me retenéis uno y me libráis de todos los demás, sobre todo aquel que corroe mi conciencia? Si algo me ocurriera ya explicaré allá arriba a quien corresponda que me casaron sin mi consentimiento la primera vez y la segunda me entregaron a un viejo por cuestión de Estado. ¿Es que una mujer no tiene derecho a decidir su vida y ha de estar siempre sometida a la conveniencia de los hombres?
—Señora, las cuestiones de alta política no entran en los negocios de este pobre clérigo. Si cada princesa o señora de estos reinos tuviere la capacidad de romper a su capricho el sagrado vínculo por no estar conforme con el destino que le ha sido asignado, todo el andamiaje de la cristiandad se vendría abajo como castillo de arena.
—Pero comprended que es mi vida, que solamente la voy a vivir una vez y que mi humilde persona no es quién para sostener sobre sus débiles hombros todo el armazón de los reinos de este mundo. Cuando en mi tumba coloquen una lápida en la que se lea un bajorrelieve que diga «Aquí yace Almodis», mi paso por este valle de lágrimas habrá finiquitado y es mi deseo que, a partir de este momento, sea lo más grato posible. Mi ración de lágrimas ya se ha consumido.
Ésta y otras argumentaciones tan agudas como coherentes desarmaban al clérigo, que en multitud de ocasiones no sabía qué argüir.