Authors: Chufo Llorens,Chufo Lloréns
Una noche, entrada ya la primavera, estaban junto a las brasas tomando una taza de hierbas que recogía el individuo y que inducían al sueño. Los demás ya se habían recogido y una pareja de aquellos miserables copulaba bajo una manta.
—Dichosos ellos que aún pueden —comentó Cugat—. A mí ya se me ha podrido la verga y el trozo que me queda ya no se hincha.
—A mí lo único que me hace vibrar es el odio. He de encontrar la manera de echarlo fuera: quisiera salir un solo día para matar a ese canalla. Luego, ya nada me importará —repuso Edelmunda con voz ronca.
—No es preciso estar en el sitio. Directamente no puedes vengarte; por tanto has de poner los medios para que alguien lo haga por ti.
—No te entiendo, Cugat.
—Es muy fácil: sólo hace falta encontrar a un sicario que haga el trabajo; teniendo dineros, como me has dicho que tienes, no habrá dificultad.
—¿Qué puedo hacer desde aquí? —preguntó Edelmunda, moviendo la cabeza en señal de impotencia.
—Dar argumentos a ese hombre al que tu enemigo ha robado su amada y que sin duda lo odia más que tú misma.
—¿Y cómo consigo llegar hasta él?
—Seguro que alguno de los guardianes admite sobornos. El día que está de guardia un tal Oleguer, deja que mi compadre se acerque hasta el margen del arroyo e incluso me ha permitido hablar con él.
—Pero mi enemigo es poderoso y está en Barcelona rodeado de guardias.
—Ese otro es igualmente poderoso; proporciónale los motivos pertinentes.
—¿Cómo voy a hacerlo desde este agujero?
—Envíale una misiva explicando los hechos. Él decidirá lo que hay que hacer.
—¿Y quién puede ser el mensajero?
—Me enteraré de las guardias de Oleguer para que puedas acceder a él; estoy seguro de que, si le pagas bien, puede ser tu correo.
—Y ¿cómo sabré que no se queda mi dinero y se deshace de la misiva?
—Oblígale a traer un recibo con la firma del destinatario.
—Lo malo es que no conozco la rúbrica de la persona que ha de recibir el recado.
—Pero él no lo sabe —contestó Cugat, y el amargado corazón de Edelmunda se llenó de esperanza.
Los últimos meses del año 1057 fueron para Ruth una de las épocas más felices de su vida. Los días pasaban maravillosamente iguales y a ella le bastaba estar cerca de su amado. El único inconveniente era que veía en contadas ocasiones a su madre y a su hermana Batsheva. Su padre, enojado con ella, la castigaba con su ausencia, pero la vida cerca de Martí la compensaba de cualquier sentimiento de nostalgia. Por las mañanas, Martí le permitía acompañarlo, siempre con la debida indumentaria y teniendo en cuenta el lugar y las gentes que tuviera que ver. Las dos cosas que más placían a la muchacha eran las salidas hacia la puerta de Regomir camino de las atarazanas, a cuya altura echaban el hierro los bajeles de la naviera que lucían orgullosamente en su estandarte la M y la B entrelazadas, y al caer la tarde, las conversaciones que mantenía con aquel hombre que le había robado el corazón desde que era una niña.
—¿Os dais cuenta de que el destino es voluble y caprichoso?
—¿Por qué decís esto, Ruth?
—A vuestro regreso siempre me faltaban horas para escuchar los relatos sobre vuestros viajes y ahora soy la única interlocutora de los mismos. ¡Me gusta tanto poder vivir en vuestro mundo en vez de estar constreñida por las costumbres de mi pueblo, dentro del
Call
!
—Es una circunstancia pasajera, vuestro padre hallará los medios para que con el tiempo las aguas vuelvan a su cauce.
—¡Qué poco conocéis al pueblo judío! La tradición es una losa pesada que gravita sobre nuestras vidas, en especial sobre la de las mujeres.
—En vuestra religión hay tradiciones ventajosas; lo que ocurre es que nunca llueve a gusto de todos.
—Decidme alguna. Mirad a mis hermanas, pendientes de que padre apruebe su matrimonio con hombres que ni siquiera saben si aman o no...
—Me consta que vuestro padre lo hará con más criterio por su experiencia y conocimientos. La llamarada de la pasión, que todo lo consume y que es lo que guía a la juventud, es un resplandor pasajero. Entre mi gente, también ocurre, tal vez sin el rango de ley que entre los vuestros tiene, pero sometido al peso de la costumbre. Y la costumbre con el paso del tiempo se convierte en ley.
—Entonces, ¿insinuáis que vuestra bella historia de amor, de haberse consumado, hubiera sido un fracaso?
El fino sentido de la polémica de Ruth, heredado sin duda de su progenitor, conseguía turbar a Martí, que sin embargo aguardaba con deleite todo el día a que llegara la noche para entablar aquellas enriquecedoras charlas con su protegida.
En aquel brete estaba cuando apareció en el quicio de la puerta de la terraza la entrañable figura de Omar.
—¿Puedo, señor?
—Tú siempre puedes, Omar.
El moro se adelantó y, como de costumbre, se detuvo a unos pasos de donde estaba su amo.
—Dime, ¿qué te trae por aquí a estas horas en vez de estar con los tuyos descansando? Vas a conseguir que Naima, Mohamed y la pequeña Amina me odien.
—Bien sabéis, amo, que mi familia ruega a Alá en la última oración de la noche que os conserve la vida muchos años.
—Durante mucho tiempo nada me importó perderla, pero el bueno de Eudald, como casi siempre, tuvo razón: los más bellos sueños quedan atrás y nacen otros. La vida puede mucho. —Si Martí hubiera observado los ojos de Ruth, habría percibido un brillo especial en sus pupilas—. Y bien, Omar, te escucho.
—Veréis, amo. El caso es que esta mañana estaba en el comercio cuando Mohamed me avisó que un hombre deseaba hablar conmigo de algo importante. Alguien que querrá pedir trabajo o algún parroquiano que deseará elevar una queja por el trato recibido, pensé. Le hice pasar. Al punto, subiendo la escalerilla que da al altillo se presentó un individuo que por su actitud se veía su calidad de soldado, pero vestido como un comerciante.
»"¿Sois Omar, el apoderado de Martí Barbany?", me espetó.
»"El mismo", respondí. "¿Quién sois vos?"
»"Eso no importa. Traigo una encomienda de suma importancia para Martí Barbany y se me ha ordenado que se la entregue a un tal Omar. Se me da una higa su contenido y no me interesa que sepa nadie que he sido el mensajero, tal vez porque debía estar ahora mismo en otra parte. Si no la aceptáis, allá vos, siempre que me signéis una rúbrica que asevere que yo he estado aquí y que os la he querido entregar. A partir de ahí nada me incumbe."
»Al escuchar sus palabras intuí que de algo importante se trataba y que la persona que la enviaba os conocía. El caso es que rubriqué un papiro y acepté la entrega.
—¿De qué se trataba?
Omar rebuscó en el fondo de su faltriquera de cuero y de ella extrajo un rollo de pergamino sellado, que entregó a Martí.
Éste se alzó de su silla y tomando de las manos de su criado el pergamino, se acercó a un candil, observando el sello de lacre con detenimiento sin reconocerlo. Rompió el contraste y desplegó el pergamino.
A medida que sus ojos recorrían las apretadas líneas de letras su rostro se iba ensombreciendo.
15 de diciembre de 1057
Señor:
No me conocéis, pero yo os conozco bien. Lo que os voy a relatar es la pura verdad y en estas líneas encontraréis las garantías de que lo que os refiero es cierto como cierto es que el sol sale todos los días. Cabría que imaginarais que la que esto suscribe anida en su corazón afanes de venganza, lo que es totalmente injusto, ya que, estando próxima mi última hora, lo único que pretendo es poner mi alma en paz con Dios.
Vuestra amada Laia, como bien sabéis, murió lanzándose al vacío desde el muro de la residencia del consejero del conde, Bernat Montcusí. Vos cenabais allí aquella malhadada noche. Los motivos que la impulsaron a tan desesperado acto os son desconocidos, pero no para mí, que viví su locura día a día. Sé con certeza cuáles fueron esas razones: el violador fue quien más y mejor debía haber cuidado de ella. Bernat Montcusí fue esa persona y el estupro no ocurrió una sola vez, sino que se prolongó durante largo tiempo. El ascendiente que sobre ella tenía como marido de su pobre madre fue una cosa más, pero no la definitoria. Su alegría y su compañera era Aixa, la esclava que vos le regalasteis, ¿vais coligiendo cómo puede una desconocida estar al tanto de todas esta cosas, si no fuera porque son verdad y porque estuve muy próxima? Pues bien, la esclava fue encarcelada y sometida a tormento y a un sinfín de vejaciones, que incluyeron un perenne ayuno para obligar a Laia a acceder a la torpe pasión de su padrastro. Perdió la flor de su virginidad en el altar de la concupiscencia de un sátiro que la quería para él y solamente para él. Pero las cosas se tuercen y no siempre ocurren como se planean. Laia concibió un hijo deforme que perdió al nacer, pero durante el tiempo de la gestación a Montcusí, que ya había obtenido el logro de su deseo, le interesó que vos la desposarais y adoptarais a la criatura. La razón la desconozco.
Todo mi aserto os puede sonar a patrañas de vieja, pero lo que os diré a continuación os hará entender que es cierto, ya que lo uno sin lo otro no tendría sentido.
Se os dijo, y todo el mundo lo creyó, que vuestra esclava Aixa había muerto de peste. Pues bien, no es así: Aixa estaba encerrada, no sé si lo está todavía, en la casa fortificada de Terrassa, propiedad de Bernat Montcusí. Si allá os dirigís y no la encontráis viva os podrán dar razón de lo ocurrido. Demandad a su alcaide, Fabià de Claramunt, para que os diga dónde está la esclava que se hallaba en las mazmorras de la fortificación. Si lo que os cuento de Aixa no es verdad, podéis pensar que lo anterior tampoco lo es, que es una farsa y que yo puedo ocultar una aviesa intención hacia el consejero condal, pero si mi aserto resulta verdadero, entended que el resto de la historia también lo es.
Haced con esta información lo que os plazca. Yo ya puedo morir en paz.
Edelmunda, antigua sirvienta de don Bernat Montcusí
El color huyó del rostro de Martí, al punto que Ruth se alzó de su asiento y se acercó presta, mientras Omar, que reclamaba a gritos que alguien trajera un vaso de vino, le sujetaba por los brazos y le obligaba a sentarse.
Al día siguiente, un palidísimo Martí, vestido completamente de negro, aguardaba en la sala capitular de la seo a que Eudald Llobet, a la luz de una candela, terminara de leer la carta que le había entregado. Aquella noche había sido una de las más largas de su vida. En cuanto leyó la carta, y a pesar de la inquietud de Ruth, se había retirado a sus aposentos. La imagen de su querida Laia, violentada por su malvado padrastro mientras él disfrutaba de su aventura por el mundo, llenó su corazón de remordimiento. Como una fiera enjaulada, había dado rienda suelta a su ira golpeando con furia puertas y muebles, hasta que el agotamiento y el llanto le hicieron postrarse. Ahora, pasado un tiempo, esa ira se había convertido en un rencor sordo, y en sus enrojecidos ojos anidaba la llama obsesiva de la venganza y el dolor.
El canónigo apartó los ojos del pergamino y alzó la mirada hacia su amigo.
—¿Qué me decís, Eudald?
El sacerdote dudó.
—Sería muy largo de explicar y es muy complejo.
—¿Entiendo entonces que vos sabíais algo de todo esto?
—Bien, lo que un sacerdote escucha en confesión queda en el más absoluto secreto.
—¡Pero vos sois mi amigo! —replicó Martí, alzando la voz.
—Ello no me exime de mis obligaciones para con mis votos. Cristo es mi mejor amigo y al único que no puedo desairar.
—Me habéis decepcionado, Eudald.
—Tuve una difícil elección: erais vos o mis obligaciones como eclesiástico. Creedme, Martí, he sufrido mucho y cumplir con mi deber me ha costado muchas horas de sueño.
—Pero entonces... ¿Debo creer que admitís una monstruosidad semejante sin tomar partido?
—El hábito que visto es mi partido. Yo no debo admitir nada ni rechazar nada; mi misión es odiar el pecado y compadecerme del pecador, y de ser posible procurar la paz a su conciencia. No puedo defraudar la confianza que, como religioso, ha depositado en mí Pedro, a través de la Iglesia, otorgándome el poder de perdonar los pecados a aquellos que acudan a mí arrepentidos, y mucho menos relatar a alguien lo oído en confesión.
—Entonces, ¿admitís haber oído tamaña felonía?
—Martí, no me obliguéis a faltar a mis votos. Os repito que no está en mi mano juzgar a nadie: mi misión es perdonar. Lo único que me cabe hacer es, a partir de este documento, darme por enterado.
A Martí le temblaban las manos y parecía dispuesto a cometer cualquier acto.
—Cuidad las decisiones que, a partir de ahora, pretendáis tomar. El consejero es uno de los
prohomes
de Barcelona, el conde lo tiene en gran estima y sus tentáculos llegan a todas partes.
—Si no obro en conciencia, como vos, no podré volver a mirarme a un espejo sin que la náusea venga a mi encuentro.
—¿Qué pretendéis hacer?
—Me gustaría matarlo con mis propias manos —dijo Martí, con el rostro contraído por la ira.
El padre Llobet lo miró con severidad.
—Lo sé, lo sé —murmuró el joven—, ¿qué vais a decirme vos, sino que obre con prudencia?
—Puedo deciros, además, que el consejero no se halla en la ciudad. Ha partido con la comitiva del conde a Murcia —aclaró el religioso, dando gracias a Dios por ello—. Y por lo que sé, la campaña será larga...
Martí bajó la cabeza, intentando disipar el rencor que le corroía las entrañas.
—Muy bien, esperaré. Pero os prometo algo: de momento, ni un solo mancuso de todo lo que negocie o haga revertirá en sus arcas. El mero pensamiento me repugna.
—A mí me repugna tanto o más que a vos, pero tened en cuenta que las consecuencias pueden ser graves, no únicamente para vos sino para todo lo que os atañe, tanto bienes como personas.
Martí se puso en pie.
—Ha llegado la hora de definirse, padre. ¿Puedo contar con vos o no?
—En todo aquello que no afecte a mis votos. Como hombre y como padrino vuestro que me siento, desde luego.
Pese a que sus ojos se llenaron de lágrimas, el tono de Martí se mantuvo firme.
—Entonces os propongo que confirmemos si es o no verdad que Aixa vive o murió de peste. ¿Tenéis alguna idea al respecto?