Authors: Chufo Llorens,Chufo Lloréns
La tarde fue transcurriendo lentamente y el judío invitó a su mesa a sus amigos. Rivká se reunió con ellos. Baruj presidía la mesa y después de rezar el
Ha Motz
ordenó que se distribuyeran las viandas; Martí y Eudald degustaron aquella cena
kosher
con verdadera fruición y sin reparo alguno.
En la pequeña y vecina población de Sant Adrià, a la orilla derecha del Besós, existían desde los tiempos de Roma unos pequeños baños escasamente frecuentados que estaban alimentados por aguas corrientes, condición indispensable para que cumplieran las normas prescritas en los libros sagrados de los hebreos relativas a la purificación de las mujeres. Así pues, los judíos los habían transformado, pagando al conde el canon preestablecido, a fin de adecuar su uso a tal fin, ya que los gentiles de las clases menos favorecidas eran poco dados a la higiene corporal. Ruth y Batsheva, que acompañaba a su hermana en aquella ocasión, allá se dirigían, pues la primera había terminado su ciclo púrpura y al no poder entrar en el
Call
de Barcelona, debía llevar a cabo la purificación descrita en la Torá Iban en un carruaje de la casa de Martí, tirado por dos mulas castañas y conducido por Mohamed, el hijo de Omar, que ya había cumplido los trece años. Las hermanas charlaban en el interior de la carreta desinhibidas y sin temor de que sus palabras llegaran a oídos del muchacho, cosa harto improbable ya que amén del traqueteo, el carromato tenía la banqueta del pescante instalada en el exterior, y el muchacho andaba muy entretenido en la conducción de las mulas.
—Batsheva, jamás entenderé ciertas leyes de nuestro pueblo.
—¿A qué leyes te refieres, Ruth?
—Por ejemplo, a la que me obliga a acudir a los baños a purificarme cuando terminan los días de la mancha roja.
Batsheva hizo un gesto de exasperación. Conocía la afición de su hermana a cuestionarlo todo.
—Y ¿qué es lo que no comprendes?
—¿No hizo Yahvé a la mujer?
—Ésa es nuestra fe.
—¿Crees entonces que Yahvé pudo hacer algo imperfecto?
—No.
—Entonces, ¿de qué mancha debo hoy lavarme si nada tenemos que ver las mujeres con lo que nos ocurre todos los meses?
Batsheva se sorprendió.
—Piensas demasiado, hermana. Deja eso para los ancianos que son los que interpretan el Pentateuco. Dedica tus afanes a las tareas que nos son más propias.
—No me conformo, hermana. No quiero ser como una acémila que no se cuestiona las órdenes que recibe.
—Deja las disquisiciones para los sabios. Ellos las discuten todos los días hasta la extenuación.
—Éste es el mal de nuestro pueblo: las mujeres no pensamos y los hombres se pasan la vida en vanos razonamientos que a nada conducen, para acabar sometidos al pueblo que nos acoge.
—En verdad, eres incorregible... Desbarras, Ruth. ¿No cambiarás nunca?
—Te quiero mucho, Batsheva, pero no me he de conformar con ser una sumisa esposa judía. Antes lo sospechaba y ahora lo sé con certeza. Fuera del
Call
existe otra vida infinitamente más apasionante, y ahora que la he conocido me niego a enclaustrarme de nuevo.
—Sé que siempre tuviste un gramo de locura, pero a esa locura deberé mi bien. Por tanto, bendita sea.
—¿Qué quieres decir? —se sorprendió Ruth.
—Tengo algo que contarte: esta semana acudirá a nuestra casa el casamentero de los Melamed a fin de concertar el matrimonio con nuestro padre.
Los ojos de Ruth se abrieron como platos.
—¡Cuánto me alegro por ti, Batsheva! De manera que el soso de Ishaí Melamed se ha decidido.
—Lo han nombrado
chazan.
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Eso le proporcionará un nuevo ingreso y ya podrá independizarse.
—Nada me debéis, muy al contrario, yo estoy en deuda con vosotros.
—Ahora la que nada entiende soy yo.
—Si la noche de Abenamar, entre aquella inmensa barahúnda no llegáis a soltar mi mano y no llego a perderos, jamás hubiera conocido la felicidad.
—¿De qué estás hablando?
—Hermana, amo a Martí Barbany con todas las fuerzas de mi corazón, y de momento me conformo con poder respirar el mismo aire que él el resto de mis días.
—Pero Ruth, siempre creí que esa fijación tuya era cosa de niña; él es cristiano y nuestra ley jamás te permitirá ni siquiera soñar con él.
—Si fuera necesario y tuviera la dicha de que reparara en mí, no me importaría hacerme de su religión y renegar de nuestra ley.
—Nuestro padre se moriría.
—No te preocupes: te he hecho una confidencia que no ha de ocurrir, tristemente para mí. Pero no lo dudes, seré de él o de nadie.
—La compasión de Yahvé caiga sobre ti y te ilumine.
El silbido de Mohamed deteniendo a las acémilas les indicó que habían llegado a su destino. Ambas muchachas descendieron de la galera y tras indicar al joven que las aguardara fuera, se introdujeron en la instalación. Era ésta una construcción de piedra compuesta de cuatro cuerpos, tres de ellos en tierra firme mientras que el cuarto tenía su mitad prácticamente introducida en las aguas del río Besós. Una mujer de mediana edad estaba al cargo del recinto. Las dos hermanas se acercaron al mostrador.
—Alabado sea Yahvé, Señor del universo.
—Alabado sea el Único y el Perfecto. ¿Qué se os ofrece?
—Venimos a la purificación.
—¿Ambas?
—No, solamente yo —dijo Ruth.
—¿Traéis lo necesario?
—Lo traigo.
Al decir esto último mostró Ruth una bolsa de lona en la que portaba los pomos con los aceites requeridos para el rito que marcaba el culto.
—Si gustáis, podéis aguardar en la sala adjunta —dijo la mujer dirigiéndose a Batsheva—. Y vos, seguidme.
—No te haré esperar mucho, hermana, enseguida termino.
Ruth siguió a la mujer y llegó a una estancia en una de cuyas esquinas había una jofaina alzada sobre patas de hierro; arrumbados a la pared había sendos bancos de piedra y sobre ellos una hilera de cuernos de venado invertidos podían utilizarse como perchas.
—Cuando hayáis terminado, tocad la campanilla y acudiré a buscaros, no vaya a ser que os encontréis a la salida con otra que venga a lo mismo y que se avergüence de verse en tal circunstancia. Ya sabéis que la ley exige practicar la ceremonia en solitario.
Tras este parlamento, la encargada se retiró silenciosamente cerrando tras de sí la gruesa puerta.
Ruth se quedó sola y pensativa. Se sentó en uno de los bancos y se desprendió de las
sankas;
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luego, ya descalza, se puso en pie y fue despojándose de la túnica, la
almejía
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y finalmente de la camisa y las calzas. Después de colgar todas las prendas en las perchas, tomó los aceites indispensables para la ceremonia y los dejó en el borde de la inmensa bañera de piedra excavada en la roca. Finalmente se introdujo en el agua corriente que entraba por un agujero y salía por otro. Pese a que ya era junio un escalofrío recorrió su cuerpo esbelto como un junco e hizo que los picos de sus senos se irguieran orgullosos cual rojas cerezas, y sin saber por qué su mente evocó las manos de Martí y el roce del agua le pareció una caricia.
En el solemne salón de trofeos y armaduras del Palacio Condal tenía lugar una oscura reunión. En ocasiones singulares el lobo puede pactar con el zorro, si de matar ovejas se trata. Los conspiradores eran dos personajes de noble sangre aunque pocas gotas de auténtica nobleza corriera por sus venas. Ambos habían acudido al encuentro aguijoneados por un motivo común.
El primero era Pedro Ramón, hijo mayor del conde de Barcelona, el segundo Marçal de Sant Jaume, poderoso aristócrata y rehén durante meses del rey moro de Sevilla al-Mutamid. Ambos, instalados en un lejano rincón de la estancia junto a una de las ventanas por la que entraban los últimos rayos del sol de junio, comentaban y se consolaban mutuamente de sus desdichas.
—Harto estoy de aguantar impertinencias y creedme si os digo que un día me habrán de hallar con mal cuerpo y ese día puede ocurrir cualquier cosa.
El que así hablaba era Pedro Ramón.
—Y eso lo decís vos, que habéis podido dedicar este último año a lo que os ha convenido. Imaginaos que sin comerlo ni beberlo os halláis rehén de un infiel que os coarta vuestra libertad. Me han utilizado como moneda de cambio y a mi regreso, y ante toda la corte, ni siquiera he sido nombrado en el capítulo de gratitudes.
—Tened paciencia. En esta corte manda una ramera que tiene sorbido el seso a mi padre.
—¿Paciencia, decís? Mi oscuro sacrificio en nada me ha favorecido, pero en cambio ha rentado un montón de maravedíes a las arcas condales. Pues bien, la otra noche ni siquiera fui mencionado.
—No os quejéis: a mí ni se me invitó. Imagino que caí en desgracia la noche del intercambio. Mi padre está viejo y permitió que el moro le faltara al respeto ante toda la legación, y porque le aconsejé delante de todos que tratara al infiel como debía, fui reprendido en público y vejado. Esto es lo único que he sacado de todo el negocio.
—¿Ya sabéis lo que se murmura? —dijo Marçal de Sant Jaume, después de una pausa.
—Tantas cosas... ¿A cuál os referís?
—Al reparto de beneficios.
—Imagino que servirán para pagar las soldadas de la hueste y saldar las deudas adquiridas con los condes que acompañaron a mi padre a la aventura.
—Y a regalías para la condesa, que ha sacado para sus caprichos una suma desorbitada.
La mirada de Pedro Ramón se ensombreció.
—¿Quién os ha dicho eso?
—Es vox pópuli. Ese enano entrometido que le sirve a la vez de bufón y de nigromante va propalando la buena nueva por palacio, y presumiendo de las calzas nuevas y de la túnica que ha sacado él de la aventura.
—Y yo, el primogénito, hambreando acá y acullá unas monedas para cumplir con los compromisos a los que me obliga el mantenimiento de mis derechos.
—¿A qué compromisos os referís?
—A los de ganar devotos para mi causa. ¿Acaso creéis que los futuros cortesanos son gratuitos? Sin ir más lejos, el otro día, el consejero de abastos, Bernat Montcusí, rompió una lanza en mi favor. Esos gestos cuestan sinecuras y mercedes, y todo se resume en buenos dineros. Mi manera de recaudar no consiste precisamente en abrirme de piernas, que es lo que hace la condesa para obtener prebendas para su gemelo preferido, al que sin duda pretende exaltar a costa de mis derechos.
—Tenéis mucho tiempo: todavía es pequeño.
—Hay que ocuparse ahora de él. Luego crecerá y puede volverse peligroso.
—Pues cuando llegue el momento, contad con un incondicional más, eso sin pedir nada a cambio. Creo que los conocimientos adquiridos durante este largo tiempo sobre las maneras de hacer de los infieles os pueden rendir grandes servicios.
—No dudéis que sabré compensaros por vuestra fidelidad, pero antes debo reclamar mis derechos. ¿Sabéis el montante que ha sacado la ramera a mi padre?
—Se habla de quinientos maravedíes.
Por la tarde, un malhumorado Pedro Ramón accedía a las estancias privadas de la condesa sin dar tiempo a ser anunciado.
Almodis estaba acompañada por tres de sus damas; la primera de ellas, Lionor, jugaba con las pequeñas Inés y Sancha, y en su pequeño escabel, hueco como un pavo real, ataviado con su túnica nueva, estaba Delfín, que en aquel momento leía en voz alta para deleite de todos una novela bizantina. Al abrirse la puerta violentamente, las llamas de los candiles y candelabros que iluminaban la estancia parpadearon haciendo que la luz vacilase.
El exaltado joven avanzó hasta situarse a menos de tres pasos del pequeño trono y bruscamente espetó:
—¿Cuál ha sido el precio que le habéis sacado a mi padre en esta ocasión?
—Buenas noches, Pedro. ¿A qué debo el gusto de vuestra visita? —replicó la condesa, que pretendía dar al primogénito de su marido una lección de modales ante todos sus fieles.
—Dejaos de vacuas ceremonias. Vos y yo lo tenemos todo hablado.
Almodis se negó a dejarse provocar y ordenó a sus damas que se retiraran llevándose a las pequeñas. Cuando iban a hacerlo Lionor y Delfín, la condesa dijo en voz alta:
—Vosotros quedaos, necesito que alguien sea testigo de lo que aquí ocurra. No vaya a ser que este desconsiderado acuda después a su padre aduciendo palabras que aquí no se hayan pronunciado. No sería la primera vez.
—Me ponéis a la altura de vuestros sirvientes, pero no importa: ya estoy acostumbrado a vuestras desconsideraciones y desplantes. Mis quejas son tan numerosas como las estrellas de los cielos y vuestros ultrajes tan abundantes como las mismas. Lo que tengo que deciros está en boca de todo el personal de palacio, por tanto no importa que vuestros criados estén presentes. Imagino que la correveidile que os trajisteis de Francia y el aborto que entretiene vuestras veladas estarán al cabo de la calle de todo lo que se rumorea en las cocinas.
Lionor y Delfín habían ocupado sus respectivos lugares y, sin dejar de mirar a su ama, escuchaban, boquiabiertos, las venenosas invectivas que aquella boca iba lanzando contra ellos.
—Todo el mundo conoce vuestro talante y a nadie escarnecen vuestros sarcasmos —respondió Almodis—. Ya sabéis que no ofende quien quiere sino quien puede. Acabemos de una vez. ¿Qué es lo que os ha movido, en esta ocasión, a entrar en mis aposentos sin llamar y sin haber sido convocado?
Cuando los nervios le acuciaban, Pedro Ramón bizqueaba notoriamente.
—El verme una vez más postergado y humillado ante toda la corte.
—No entiendo adonde queréis ir a parar. Nada ha dependido de mí y en todo caso deberéis reclamar a vuestro padre, que es sin duda el ofendido por vuestro comportamiento en la jornada del rescate, según me han informado.
—Os han informado mal. Nada hice en mi provecho. Confundís la dignidad de la defensa de los intereses del condado, que me impulsó a impedir la humillación de nuestro estandarte, con mezquinos intereses personales.
—Suponiendo que las razones que alegáis sean como decís, las perdisteis en la forma que empleasteis.
—Señora, es muy fácil juzgar unos hechos desde la tranquilidad de vuestros aposentos. La situación no era ésta. La tensión embargaba a todos los componentes de la legación y fue entonces, en aquel momento, cuando había que preservar la reputación del condado. Además, no sé por qué intento explicaros situaciones de guerra: sois una mujer con las limitaciones que esta condición comporta, y no he venido a eso.