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Authors: Chufo Llorens,Chufo Lloréns

Te Daré la Tierra (68 page)

BOOK: Te Daré la Tierra
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Almodis se iba hartando de la situación y no estaba dispuesta a tolerar más impertinencias.

—Esta mujer, a la que tratáis con tanto descomedimiento, ha aportado ya a Barcelona más ventajas de las que aportaréis vos en toda vuestra vida.

—Sobre todo si se me margina totalmente y se intenta cercenar mis derechos.

—Todavía no ha llegado el momento de ejercerlos, suponiendo que vuestra conducta no lo impida.

—Eso es lo que procuráis lograr desde que habéis entrado en la vida de esta familia.

—Bien, acabemos con esta bufonada. ¿Qué pretendéis en esta ocasión?

—Tengo entendido que mi padre, el conde, ha tenido a bien pagaros no sé qué servicios aunque lo sospecho. Bien, creo que puede hacer lo que quiera con sus dineros, pero no con los míos. Por tanto os requiero que me devolváis la parte que me corresponde.

La condesa meditó profundamente su respuesta.

—Lo que vuestro padre pueda hacer con sus dineros, como decís, no es de mi incumbencia y si ha tenido a bien considerar mis desvelos por todo lo que he hecho y hago por el condado, a él deberéis reclamar. En cuanto a mí, todo lo que puedo hacer por vos es dar orden de incluiros en la lista de mis menesterosos que reciben, cada mediodía, la sopa de los pobres en las puertas de la
seo,
puesto que lo que sois es un pobre de espíritu. Ahora, si no tenéis nada más que decirme, os ruego que me dejéis con las gentes que me proporcionan invariablemente mejores ratos que los que gozo cada vez que venís a decirme algo.

Delfín tuvo la desgracia de encontrarse en medio del paso cuando Pedro Ramón, rojo de ira, abandonó la estancia. El pequeño bufón acompañado por su diminuto escabel cayó al suelo a causa de la brutal patada que le propinó el irritado príncipe.

93
Viernes a mediodía

El viernes, cuando el volteo de las campanas anunciaba el Ángelus, un nervioso Martí Barbany acompañado del confesor de la condesa traspasaba las puertas del Palacio Condal invitado por Almodis. Eudald Llobet, que conocía el motivo de la cita, sonreía para sus adentros, ponderando la inmensa alegría que la nueva iba a proporcionar a su protegido. En tanto ascendían la escalinata de palacio, el buen clérigo meditaba sobre la gran diferencia que mediaba entre el jovencito que fue a su encuentro seis años atrás, y el hombre pleno y maduro que le acompañaba en aquella señalada ocasión. La diligencia, el incansable esfuerzo, la tenacidad, y por qué no decirlo, su buena estrella, habían catapultado a Martí hasta las cimas alcanzadas hasta aquel momento en los negocios. Sin embargo, en lo relativo a lo personal, la vida había sido dura en verdad con él. Martí mantenía el negro en sus ropajes desde la muerte de Laia y el cruel recuerdo de la terrible escena presenciaba sus insomnios.

—¿Tenéis idea del porqué de esta cita? —indagó Martí mientras avanzaban por los pasillos precedidos por un mayordomo de cámara.

—Lo desconozco, pero mi intuición basada en mis experiencias en palacio me avisa de que es para algo positivo.

—Dios lo quiera. Pero temo a esta gente. Son como el sol: hay que respetar siempre las distancias. Lejos de ellos te hielas y demasiado cerca te abrasas. En la corte es mejor pasar inadvertido.

—Vuestro aforismo no es del todo cierto. Yo mismo frecuento los aposentos de la condesa y vedme, tranquilo y relajado.

—Sin duda sois la excepción que confirma la regla.

En ésas andaban cuando se encontraron frente a las puertas que daban paso a los aposentos privados de Almodis.

El ujier de servicio, al ver al sacerdote que tenía paso franco a todas horas en palacio, abrió la puerta sin previo anuncio denotando con el gesto la alta consideración que merecía el eclesiástico entre todos aquellos que rendían servicio a la condesa.

Eudald Llobet se adelantó seguido de Martí. El hecho era el común de todos los días. Las visitas íntimas de Almodis se hacían sin tener en cuenta el rígido protocolo de palacio. Su primera dama, doña Lionor, doña Brígida y doña Bárbara, Delfín y un perro de aguas reciente regalo de su esposo iban a ser testigos de la escena.

Eudald se dirigió a la condesa desde el quicio de la entrada.

—Con vuestra venia, señora.

Almodis, dejando a un lado la labor que estaba haciendo, sonrió amablemente.

—Adelante, mi buen amigo. Vuestra presencia siempre es augurio de unos momentos amables. Veo que venís acompañado de una de las pocas personas de esta ciudad con las que me hallo en deuda.

Ambos hombres inclinaron la rodilla al llegar al escalón que antecedía al trono.

Nervioso, aunque sin embargo espontáneo, Martí no pudo impedir el responder al halago de la señora.

—Señora, el deudor siempre seré yo.

A Almodis le sorprendió el desparpajo de aquel vasallo.

—En este caso no es así. Una cualidad indispensable para un gobernante es recordar las promesas que hace a sus súbditos, y desde luego cumplirlas.

Martí se mantuvo expectante.

—¿Recordáis la promesa que os hice cuando la llegada del embajador del rey de Sevilla?

—Ciertamente, señora. Pero no fue un compromiso: más bien me lo tomé como una expresión de alegría ante la esperanza de que la ciudad mostrara un aspecto solemne y novedoso.

—Pues fue una promesa que tras los informes recibidos he decidido ampliar, y lamento que haya transcurrido tanto tiempo. Las responsabilidades del conde, mi esposo, y la campaña de Murcia han retrasado en demasía este momento tan trascendente.

Aquí, como avezada estadista, hizo una pausa para dilatar el efecto, y después de captar la atención de ambos visitantes, prosiguió:

—He recabado referencias exhaustivas sobre vos y debo decir, si trato de ser justa, que jamás recibí tanto elogio sobre una persona. Dicho lo cual procedo a declararos a pleno derecho ciudadano de Barcelona, con todo lo que este título conlleva.

—Señora, yo...

—¿No os ha indicado vuestro mentor, que está avezado en las costumbres palaciegas, que no es correcto interrumpir a la condesa? Bien, dada vuestra bisoñez en estos avatares, no os lo voy a tomar en cuenta. Prosigo: habiendo requerido de la generosidad del conde un gesto que subrayara este acontecimiento, os hago entrega en este instante de la condecoración que avala vuestro nuevo estatus, y además, aunque me consta que precisamente a vos no os hace falta, os entrego un saquito de monedas para que las repartáis en mi nombre entre los servidores de vuestra casa, para que celebren también vuestra buena estrella. El padre Llobet os informará de las ventajas que habéis obtenido desde este momento.

La condesa dio una breve palmada y compareció al punto un paje portando sobre un almohadón carmesí una medalla de oro y esmalte pendiente de una cinta de seda con las cuatro barras amarillas y rojas, y a su lado un saquito de terciopelo carmesí en el que figuraba bordado el escudo condal.

—Venid, acercaos.

Un asombrado Martí, empujado por el codo del canónigo, se acercó al estrado inclinando la cabeza.

Almodis, con gesto solemne, pasó la cinta alrededor de su cabeza y le hizo entrega del saquito.

Un orgulloso Martí retrocedió hasta la altura del sacerdote y apenas osó decir:

—Señora, todo esto es inmerecido.

—Pues haced por merecerlo, porque espero de vos grandes cosas.

Un orondo Llobet y un asombrado Barbany se retiraron despacio sin dar la espalda a la condesa. Ya en el pasillo, Martí preguntó a su amigo:

—¿Vos sabíais algo de todo esto?

El canónigo, socarrón, aclaró:

—La Iglesia siempre debe estar informada. Pero retiraos la condecoración y ved su reverso.

Martí hizo lo que le indicaba su amigo y dando la vuelta a la medalla leyó:

A Martí Barbany, que ha dado a la ciudad una nueva luz para alegría de sus habitantes y admiración de los extraños.

Almodis de la Marca, que espera todavía de él más grandes prodigios.

Al leerlo, Martí no pudo evitar pensar en lo mucho que habría deseado vivir este momento años antes y un escalofrío le enturbió la mirada.

94
Baruj y Montcusí

En la antesala del consejero de abastos, tres personajes destacaban entre la abigarrada clientela que aguardaba pacientemente ser recibida. Todos los presentes conocían la prevención con que Bernat Montcusí trataba a los componentes del
Call
y lo poco que le agradaba recibir judíos en el tiempo que destinaba a los ciudadanos de Barcelona. Las ceñidas túnicas, los picudos gorros y los ornados borceguíes llamaban poderosamente la atención. En uno de los bancos del fondo, Baruj Benvenist,
dayan
del
Call,
Eleazar Bensahadon, que hasta el año anterior había ejercido como preboste de los cambistas, y Asher, tesorero de los mismos, cuchicheaban quedamente en tanto aguardaban nerviosos y expectantes a ser recibidos por el poderoso personaje.

Eleazar Bensahadon interrogaba al tesorero.

—Y ¿cuándo os han dado cuenta de la calamidad?

—Ayer por la noche me enviaron desde la fundición recado del desastre y sin pérdida de tiempo fui en busca de Baruj. Era ya tiempo de queda y las puertas del
Call
estaban a punto de cerrarse, el mensajero tuvo que dormir en mi casa.

La voz del ujier sonó poderosa, convocando a la embajada judía.

Los tres hombres se levantaron y, seguidos por el murmullo de los presentes, se adentraron en el artesonado pasillo que conducía a las dependencias del consejero de abastos.

Conrad Brufau, que como buen secretario conocía la animadversión que las gentes de aquella raza provocaban en su jefe, los trató adustamente, como si el asunto fuera de su incumbencia.

—Sus mercedes han acudido con urgencias intempestivas y sin ser citados. Esperemos que el argumento tenga el fuste que decís. De no ser así temo traiga malas consecuencias. Descubríos, y aguardad, voy a consultar si podéis pasar ahora.

Los tres judíos dejaron sus picudos sombreros en un banco y aguardaron nerviosos y cariacontecidos a que el consejero diera su venia.

Al poco regresó el secretario comunicándoles que su señor, Bernat Montcusí, les aguardaba.

Baruj, Eleazar y Asher, por este orden, fueron introducidos en el soberbio despacho del poderoso personaje, y permanecieron junto a la puerta, respetuosos y expectantes. Montcusí les esperaba sentado detrás de su escritorio, fingiendo leer un inacabable pergamino. Súbitamente alzó el rostro, como si en aquel momento se diera cuenta de que alguien aguardaba, y comentó con un falso engolamiento:

—Pero pasen sus señorías... No os quedéis ahí como criados.

Los tres hombres avanzaron, y a una indicación del consejero dejaron sus capas sobre el brazo de sus respectivos asientos y se sentaron.

—Y bien, señorías, ¿qué urgente negocio me ha obligado a recibiros fuera de tiempo y de lugar?

Baruj Benvenist, sereno y comedido, tomó la palabra.

—Excelencia, un incidente muy enojoso para nosotros nos ha obligado a importunaros en momentos, como decís, inconvenientes. De no ser algo tan delicado, sabed que conocemos nuestro lugar y lo escaso de vuestro tiempo.

—Entonces no me obliguéis a perderlo en futilidades, e id al grano.

—Está bien, excelencia. El caso es que cumpliendo con vuestro encargo nos dispusimos a fundir los maravedíes del reino de Sevilla para convertirlos en mancusos catalanes con la efigie de nuestro conde en una de las caras y en la otra las armas del escudo de Barcelona.

—¿Y?

Prosiguió Bensahadon:

—Para ello tomamos del sótano de don Baruj todas las sacas y en una galera vigilada por nuestros mejores hombres, las condujimos a una fundición.

El rostro del consejero iba adquiriendo un tinte blanquecino.

—Proseguid.

Otra vez habló Baruj.

—Como no ignoráis, para poder estampar moneda nueva, lo primero es fabricar la materia prima necesaria para el trabajo. Para ello necesitamos fundir los maravedíes en un horno, separar el oro puro y mezclarlo con la necesaria plata para conseguir granalla, ya que si no las monedas resultantes serían en extremo maleables y no servirían para el uso a que está destinado el circulante.

—Y bien, ¿qué problema halláis en ello?

—Veréis, excelencia: al volcar las sacas en el horno vimos que era tan escaso el oro que recubría los maravedíes y tan abundantes los metales que constituían su esencia que es imposible destinarlo al uso que nos habéis encomendado.

—Escoria de plomo y cobre —añadió Asher.

Un silencio ominoso se abatió sobre la estancia.

—¿Me estáis diciendo que los maravedíes no valen?

—Son falsos, excelencia.

Bernat Montcusí abandonó el refugio de su macizo escritorio y comenzó a medir la estancia a grandes zancadas. Súbitamente se detuvo junto al inmenso reloj de arena y se encaró con Baruj.

—Creí que vuestro sótano era el lugar más seguro del condado.

—Y lo es, excelencia.

—¿Y me decís que los hombres que condujeron los maravedíes hasta el horno son de toda confianza?

—Lo son, excelencia. El tesorero acompañó la expedición y no hubo novedad remarcable.

—Y los hombres que manejan el horno, ¿también son de fiar?

—Pondría por ellos la mano en el fuego.

—Entonces, ¿dónde sospecháis que se produjo el cambio?

Los judíos se removieron inquietos en sus asientos.

—¿De qué cambio habláis, excelencia?

—Es evidente que en algún instante se produjo la permuta.

—Excelencia, ¿no insinuaréis que el hecho es responsabilidad nuestra?

—¿Tal vez vos insinuáis que la moneda que os entregué y que vos admitisteis no era de ley?

—Excelencia, nos dijisteis que el cobro del rescate se hizo de noche cuando ya la luna estaba muy alzada. ¿No es extraño que el infiel os quisiera pagar aquella misma noche y no, como se suele, al día siguiente? ¿No intuís que quizá quisiera aprovechar la oscuridad para sorprenderos en vuestra buena fe y de esta forma estafaros tan cuantiosa suma?

—¿No es menos cierto que los doctos prebostes de los cambistas admitisteis la moneda como buena y firmasteis los recibos pertinentes? ¿O es que intentáis sugerir que fui engañado por el moro perjudicando con mi incuria a mi señor?

—Nosotros, excelencia, nada sugerimos ni nada pretendemos ocultar, pero lo que es inapelable es que los maravedíes son falsos.

—Alguien habrá de responder de este desafuero.

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