Authors: Chufo Llorens,Chufo Lloréns
Ramón Berenguer I, apodado el Viejo, era el único de entre los condes catalanes cuyo título,
Comes Civitatis Barcinonensis,
se remontaba en el tiempo hasta los reyes visigodos. Ejercía su mando en los condados de Barcelona, Gerona y Osona; en el primero, real, cual si de un auténtico soberano se tratara; en los otros dos, teórico. Su problema era que durante años había aguardado la renuncia o la muerte de su abuela, la temible Ermesenda de Carcasona, ya que sin ese requisito no podía obtener el poder absoluto en el condado pirenaico. La vieja dama se cuidó muy mucho de asegurar su defensa entregando la mano de su hija Estefanía, tía de Ramón Berenguer I, al normando Roger de Toëny a cambio de la protección de sus fieras compañías normandas, aunque el precio de este amparo fuera el disgusto de los súbditos de la muy noble ciudad de Gerona, por los abusos de la soldadesca. De tal manera que Ramón Berenguer I, a pesar de ser nominalmente conde de Barcelona y Gerona, no era precisamente quien mandaba en el condado del norte. Muchos eran los motivos de las desavenencias con su abuela, la condesa Ermesenda, y casi se perdía en su memoria la raíz del problema, al que luego se había añadido el carácter de la vieja dama.
En cambio, la que sí reinaba de manera absoluta en su corazón era la condesa Almodis de la Marca que regía su voluntad hasta tal punto que, a través de él, ejercía su poder sobre los barceloneses con mano de hierro. Su ambición era ilimitada e intentaba por todos los medios asegurar su futuro y el de los dos hijos gemelos habidos de su ayuntamiento pecaminoso con Ramón Berenguer de Barcelona, por si los hados del destino le eran de nuevo desfavorables y volvía a ser repudiada como le había sucedido ya en algún matrimonio anterior.
Desde el primer momento, el desencuentro del primogénito de Ramón y su madrastra fue evidente. Pedro Ramón se creía postergado por Almodis y relegado a ocupar un papel secundario en la corte e imaginaba que lo mismo sucedería en las disposiciones hereditarias de su padre, quien sin duda, a tenor de los signos externos, favorecería a uno de sus medio hermanos. Las tensiones entre ambos personajes eran evidentes y continuas, y no habían hecho más que crecer en los tres años que duraba la unión de los condes. Los gritos, las invectivas y los portazos ya no extrañaban a nadie en palacio, y los encuentros entre ambos eran cada vez más desabridos.
El día había amanecido apacible, y, sin embargo, algo flotaba en el ambiente. Las gentes de palacio iban y venían a sus quehaceres con singular silencio: todos presentían al trueno que precede a la tormenta. En el jardín de los rosales, doña Lionor, la primera dama de la condesa Almodis, que, en compañía de Delfín, en aquel momento y por orden de su ama, estaba cuidando las rosas, se alarmó ante los gritos e improperios que se oían a través del ventanal abierto. La voz de su ama era inconfundible.
—¡Estoy de vos hasta el mismísimo copete de la coronilla! Solamente Dios sabe el ejercicio de paciencia que debo realizar para soportar diariamente vuestras diatribas y vuestras faltas de respeto. Mi confesor, el padre Llobet, que siempre atiende a mis escrúpulos y dudas, es testigo de ello.
—¡Soy yo, señora, quien debe reprimirse ante los desafueros que se pretenden cometer contra el heredero legítimo de los derechos de mi padre, que por primogenitura me pertenecen!
—Nadie os niega la condición a la que aludís, pero vuestro padre hará con los bienes y posesiones adquiridas por sus méritos lo que más le convenga. Vos tenéis derecho a las posesiones y castillos que él a su vez recibió de sus mayores, y eso si él no determina otra cosa, pero no sobre los adquiridos por conquista, compra o mediante inteligentes pactos, en los que creo haber desempeñado algún papel. Mi confesor me aconseja...
—Señora, os ruego que no añadáis a vuestras arteras argumentaciones el aval de vuestro confesor. Una excomulgada no tiene derecho a los sacramentos y si lo acepta el padre Llobet es porque es un corrupto. Por tanto os ruego que no pretendáis avalar vuestros planes con sus mendaces opiniones que no son otra cosa que el intento de medrar a vuestra sombra, que al fin y a la postre no es otra cosa que la prolongación de la de mi padre.
Supo Lionor, pues conocía bien a su ama, que en aquel instante se producía entre ambos personajes una tensa pausa y que una leve coloración escarlata se insinuaría, sin duda, en una de las venas de su cuello. Luego la voz de su señora sonó de nuevo contenida, colérica y acerada.
—Pedro, estáis rebasando con creces los diques de mi paciencia. Vuestro padre ha comprado, a instancias mías, los condados de Carcasona y Razè y creo que por los méritos que habéis adquirido hasta ahora, son una cumplida herencia para cualquier noble por ambicioso que sea. No abuséis de la magnanimidad de vuestro padre porque la cuerda se romperá por el punto más débil.
—¿Os dais cuenta? ¡Me queréis desterrar y me amenazáis! Decidme entonces, ¿quién heredará Barcelona y Gerona? Vuestros gemelos... O mejor dicho, vuestro predilecto, que no es otro que Ramón, claro está. Pretendéis conculcar mis derechos de la forma más vil a fin de favorecer al bastardo de uno de vuestros hijos.
—¡No os permito que habléis así de vuestro hermano!
—¿Qué es lo que no me permitís, señora? ¿Que asigne la palabra apropiada a la situación que ha originado vuestra vida pecaminosa? Tengo entendido que los hijos habidos fuera del matrimonio con una barragana son bastardos. El término no lo he inventado yo, y tened en cuenta que he respetado la nobleza de sangre de mi padre y en su honor no he dicho adulterinos.
—¡Retiraos de mi presencia u os haré echar a cintarazos por la guardia!
Las discusiones debidas al carácter del primogénito de su marido eran continuas. La excomunión que pesaba sobre la pareja condal había impedido que el sueño de su boda se hiciera realidad. La oposición abierta de la abuela de Ramón Berenguer, la temible Ermesenda de Carcasona, había contribuido a ello. Las gentes de palacio, apenas intuida la tormenta, procuraban no darse por enterados, sin tomar partido declarado por uno u otro, pues nadie sabía lo que podía reservar el futuro y nadie deseaba comprometerse. La condesa Almodis tenía únicamente tres firmes aliados: Delfín, el enano; su dama Lionor, y su confesor, el padre Llobet, que consideraba que si el primogénito llegaba a gobernar algún día, malos tiempos se cernirían sobre el condado de Barcelona.
—Cada día que pasa temo que un desastre se cierna sobre nuestra señora.
La que de esta manera se expresaba era Lionor. Delfín la escuchaba sentado en un peldaño de la escalera, mientras con su navaja esculpía en un trozo de madera la imagen de un caballito que pensaba regalar a los pequeños condes.
—Ignoro el momento, pero sé que un día u otro, entre estas paredes se desarrollará un drama.
—¿Es premonición o mera opinión?
—Fue en su día un pálpito y ahora es una certeza.
—¿Lo sabe nuestra ama?
—Desde antes de que nacieran los condesitos.
—Eso es terrible.
—Peor aún. En palacio ocurrirá una gran desgracia, pero otra mayor se abatirá sobre el condado de manera que vendrán días de fuego y lágrimas.
—¿Cómo podéis estar seguro de estas cosas?
—Tengo un don. Nuestra ama lo ha comprobado en varias ocasiones.
—¿Y no hacéis nada para remediar tanta desgracia?
—Nadie puede hacer nada. Lo que debe ocurrir, ocurre.
—Me cuesta creer en augurios.
—¿Por qué creéis entonces en los profetas del Antiguo Testamento?
—Porque me lo manda la Santa Madre Iglesia.
Delfín se sacudió de las piernecillas las virutas de madera y descendió de un salto de su improvisado sitial.
—Allá cada cual con sus creencias, pero tened en cuenta que lo que os digo es tan cierto como que estáis aquí hablando conmigo. Os lo repito: vendrán tiempos terribles y vos y yo permaneceremos juntos. Lo único diferente será que cambiaremos de amo.
—¿Lo sabe la señora?
—Si me hubiera atrevido a relatar tal cosa ya no estaría aquí conversando con vos.
El padre Llobet andaba aquella mañana de octubre en el
scriptorium
de la catedral revisando códices antiguos y conversando con los hermanos que dedicaban sus esfuerzos a enriquecer la importante biblioteca de la Pia Almoina. Un equipo de competentes eclesiásticos se ocupaba de todos los menesteres. A un costado dos hermanos
percamenarius
trataban las pieles de oveja, carnero y cabra a fin de adecuarlas al destino al que habían sido designadas. El primero las sumergía en una solución de cal para eliminar las impurezas y el resto de pelo del animal, y tras mantenerlas en remojo, el segundo las tensaba en un cuadrante de durísima madera y las raspaba con piedra pómez a fin de suavizarlas. Luego venía un elaborado y complicado proceso que convertiría el resultado en pergamino. Con él se hacían los pliegos, donde posteriormente un amanuense trazaría las guías horizontales para que la escritura no se desviara, marcando en el margen vertical unos pequeños puntos a fin de que el interlineado fuera simétrico, usando para ello instrumentos como el
cincinius
y el
punctorum.
Luego, instalados frente a frente en grandes escritorios inclinados a dos aguas y bajo un atril en el que se colocaba el libro o documento que debía ser trabajado, entraban en función, cronológicamente, los copistas que dedicaban sus esfuerzos a reproducir el texto y los correctores, que pulían el escrito de faltas raspando el pergamino o aplicando una solución ácida que diluía la tinta y permitía escribir encima; posteriormente recaía la tarea en un rubricante, que en rojo u ocre trazaba las letras capitulares y los títulos, y por último el iluminador remataba el trabajo ornamentando el códice con dibujos verticales en los márgenes y adornando las letras capitulares con complicados arabescos. Para ello empleaba minio rojo y otros pigmentos, como el azul y el verde que conseguían de restos de vegetales o minerales molidos para, finalmente y en ocasiones sobresalientes, añadir una finísima capa de polvo de oro que enriquecía y solemnizaba el trabajo. Tras este proceso se pasaba ya a la encuadernación.
Eudald Llobet trataba en aquel instante con el padre Vicenç, el bibliotecario, de la conveniencia de traducir nuevamente a Aristóteles, cuando el discreto aviso de un fámulo le indicó que una visita le reclamaba con premura en la portería. El padre Llobet se despidió de su hermano en Cristo y mientras se dirigía a la salita adjunta a la recepción de visitantes fue pensando quién sería el que sin previa cita reclamaba urgentemente su presencia. Cuando enfiló el largo pasillo que desembocaba en la pieza, pudo ver de lejos a un hombre joven que observaba con detenimiento las dos tablas policromadas que ornaban el lienzo de pared del fondo de la sala. En la figura del visitante la pareció descubrir un aire familiar. El perfil le mostraba a un hombre bien vestido que lucía una túnica de terciopelo granate que le llegaba a medio muslo; medias de estameña oro viejo y borceguíes de piel de potro y cubría su cabeza un gorro milanés. A medida que se aproximaba observó detenidamente su rostro y su corazón comenzó a latir más deprisa. Aquella nariz y el cuadrado mentón cubierto por una recortada barba traían a su memoria un semblante de otro tiempo muy lejano y sin embargo tan próximo a su memoria. El padre Llobet, cosa desusada en aquel sagrado recinto en el que siempre reinaba la paz y el sosiego, apresuró el paso mientras, con un tono enronquecido por la emoción, exclamaba:
—¡Martí! ¡Sois Martí!
El joven, al escuchar su nombre, giró noventa grados y lanzando su birreta sobre el brazo de uno de los divanes destinados a los visitantes, se precipitó pasillo adelante hasta encajarse en el abrazo del inmenso fraile. Ambos hombres permanecieron abrazados sin emitir palabra. Luego el padre Llobet apartó a Martí por los hombros para observarle mejor. Lo que vieron sus ojos le sorprendió. En lugar del joven que, iba ya para dos años, había partido de Barcelona, se encontraba a un hombre, vivo retrato del soldado que había sido su camarada. La expresión decidida, el gesto recio y un algo de misterio en el fondo de su mirada.
—¿Cuándo habéis regresado?
—Mi nave fondeó en la playa de Montjuïc ayer por la tarde. Mil asuntos me han reclamado desde la llegada, pero excepto ver a Laia, nada me ha interesado tanto como el hablar con vos.
Tomando a Martí por el brazo, el religioso le condujo hasta un rincón alejado de la entrada donde iban a poder hablar sin interrupciones.
Acomodados ambos hombres en sitiales, bajo la bilobulada ventana, comenzaron a satisfacer con detalle sus mutuas curiosidades.
—Habladme en primer lugar de vuestro viaje.
—El tema da para muchas veladas —dijo Martí, en tono más sosegado del que recordaba el canónigo—, y por mucho que me esfuerce siempre dejaré algo en el tintero.
—En algún momento deberéis comenzar: empecemos hoy.
Martí se explayó durante un largo rato, contando al sacerdote las vicisitudes de su periplo. Llobet le interrumpió pidiendo aclaraciones en muchos puntos y al final del relato el eclesiástico se había hecho una somera idea de las aventuras del hijo de su amigo predilecto.
—Tiempo habrá de que me expliquéis con detalle el tema del fuego griego. Mi curiosidad de soldado me había impelido, en infinidad de ocasiones, a explorar en los pergaminos y los códices de la biblioteca, abusando de mi condición de arcediano, la composición de tal maravilla, pero entendí que la fórmula se había perdido en la noche de los tiempos. ¿Sois consciente de lo que puede representar su conocimiento para el rey o soberano que se haga con la mezcla?
—La verdad es que únicamente imaginé su beneficio encaminado a favorecer el progreso en la vida cotidiana de los hombres.
—Pues creedme, si estáis pensando en importar el producto haced por convencer a quien convenga que el negro y espeso fluido sólo sirve para ser quemado y proporcionar luz y calor. Nada digáis de la fórmula hallada. Hay secretos que la humanidad debe ignorar hasta su mayoría de edad y mi experiencia me dice que los príncipes maduran en cordura y sapiencia aún más despacio que los hombres del común. Y ahora, decidme: ¿habéis visitado a Baruj?
—Aún no. En la escala de mis afectos estabais vos antes; mañana he concertado a través de Omar, una cita con él. Mi visita es inaplazable. Siguiendo e interpretando las nuevas que le he ido enviando, su diligencia ha hecho que mi nave haya ya partido en éste su primer viaje con la bodega llena y las instrucciones pertinentes al respecto de lo que debe cargar y descargar en los distintos puertos que vaya tocando. Jofre es un gran marino, me han informado que ha escogido la tripulación con esmero a fin de cumplir los plazos y las fechas puntualmente. Los augurios no pueden ser mejores, al punto que pienso vender alguno de los molinos de Magòria y con este dinero iniciar la construcción de dos bajeles más. Por cierto, debo daros las gracias por el bautizo de mi embarcación, intuyo que el nombre de
Eulàlia
le dará suerte.