Authors: Chufo Llorens,Chufo Lloréns
—¡No os podéis imaginar cómo os he envidiado y cuántas veces, aquí mismo, he pensado en vos!
—Lo comprendo, a mí a vuestra edad me ocurría lo mismo: pensaba que mis horizontes eran estrechos y que jamás saldría de mis predios... Y ya veis, he rodado por casi todo el Mediterráneo. Pero os daréis cuenta de que todo llega, vuestro padre os encontrará un buen marido y dentro de pocos años veréis que vuestra vida ha dado un giro de noventa grados.
—Puede, pero creo que no me casaré jamás.
—¿Por qué decís tal cosa?
—Pálpitos de mujer.
—¿No os gusta ningún muchacho?
—Tal vez, pero él apenas sabe que existo.
En aquel instante la puerta de la galería se abrió y asomó por ella la figura inconfundible de Baruj, que se precipitó hacia Martí con el abrazo presto: todo su ser denotaba la alegría del encuentro. Éste se puso en pie y ambos hombres se abrazaron ante la mirada picara y algo contrariada de la muchacha, a la que la interrupción había disgustado, pues le privaba de la posibilidad de seguir hablando con aquel amigo de su padre que de siempre la había tratado como una chica mayor.
—¡Qué inmensa alegría, muchacho...! A mis años, alguna vez sospeché que tal vez ya no volviera a veros.
—Yahvé os ha guardado. Os encuentro mejor que antes de mi partida.
—El tiempo, inexorable, pasa para todos: cuando se es joven se madura, cuando se es anciano se envejece. Pero sentémonos dentro, porque el sol se pondrá pronto y hará frío. ¡Hay tanto que decir! Y a ti, hija mía, te agradezco tus desvelos, pero ahora retírate y déjanos solos.
La joven fingió no oír a su padre y entró con ellos en el salón, donde simuló entretenerse ordenando unos almohadones.
—Ruth, despídete del señor Barbany y retírate. Tengo un universo de cosas que hablar con él.
El judío remarcó lo de «señor» para indicarle a su hija que el tratamiento informal que había dado a Martí no le agradaba.
—Padre, si me lo permitís me encantaría quedarme y lo haría sin intervenir ni molestaros. Las andanzas de Martí por el mundo ampliarían mis conocimientos en mayor medida que otras cosas.
—Ruth, tienes el don de la inoportunidad. Lo que debo hablar con nuestro huésped no te atañe en medida alguna. Si quieres ampliar tus conocimientos, rogaré al rabino que te enseña nuestra religión junto a Batsheva te dedique algún tiempo a ti sola, para que tengas ocasión de preguntarle cuantas cuestiones te intriguen.
—¡Nunca me entendéis! —explotó Ruth—. Me queréis en casa como una lerda, estudiando los aburridos textos de nuestra religión, aprendiendo platos
kosher,
haciendo pasteles y realizando tareas propias de criadas.
—¡Retírate inmediatamente de mi presencia! Luego hablaremos, jovencita.
La muchacha se retiró sin despedirse ante la sonrisa burlona de Martí.
—Perdonadla, la adolescencia es complicada y para esta hija mía parece serlo más aún —dijo el anciano Baruj ahogando un suspiro.
—No os excuséis, Baruj, tiene un carácter decidido que personalmente me encanta; tal como se presenta el futuro, le va a servir de mucho.
Tras este preámbulo, ambos hombres se instalaron en el salón para compartir una charla que tenía trazas de alargarse mucho.
La tarde fue pasando y desde las aventuras del viaje hasta las increíbles puertas que el prestigio del judío le había abierto, todo fue saliendo. El judío se había provisto de un cálamo, tintero y un pliego de papel, y apoyado en la mesa iba tomando nota de cuantas cuestiones despertaran su curiosidad o bien requerían de su consejo o de su intervención.
Se trataron toda clase de asuntos. Ambos ajustaron acuerdos para el futuro de los barcos. Martí estaba resuelto a invertir la mayor parte de su capital y asimismo las ganancias que pudiera obtener de la venta de tierras y molinos, en los asuntos del mar. Abordó también la compra de una nueva casa cerca de la iglesia de Sant Miquel y para ello pidió el consejo de Baruj. Éste le indicó la zona que a su criterio era la idónea. Luego pasaron revista al comercio que, manejado por Omar, marchaba viento en popa. El asunto del fuego griego mereció un capítulo aparte.
—Ya había oído hablar de él; en alguno de nuestros antiguos códices se nombra, mas en ninguno se habla de la fórmula. Me consta que más de un príncipe ha intentado dar con ella, pero hasta el día de hoy nadie lo ha logrado.
—Yo más bien imagino las ventajas inmensas de la masa negra que arde mucho más lentamente que un hachón de sebo. Ved que la ciudad está a oscuras y que los alguaciles no se atreven ni a entrar en algunas callejas. Si se colocaran a cierta altura jaulas de hierro con un recipiente en su interior en el que ardiera una torunda o una mecha de lana podría encenderlas un solo hombre mediante una pértiga con un velón en su extremo. La luz se mantendría toda la noche y de esta manera las calles serían menos peligrosas.
—Me parece una brillante idea; si habéis preparado su embarque en la costa de Levante, problema resuelto. Deberíais hacer unos almacenes extramuros para acumular las vasijas selladas de forma que en caso de naufragio o de retraso por cualquier circunstancia, la ciudad no quedara desprovista. Contad con todas las autorizaciones para la importación del producto, me ocuparé personalmente de gestionarlas. Sin embargo, la colocación y la concesión del permiso para instalar los puntos de luz intramuros dependerán del veguer y como imaginaréis de vuestro amigo, al que no tengo acceso, pues los de mi credo no son de su agrado, el intendente de abastos, don Bernat Montcusí, y estoy seguro de que no renunciará a la parte correspondiente de tan goloso negocio.
—Eso corre de mi cuenta. Os voy a dar la primicia de algo que únicamente sabe nuestro común amigo, Eudald Llobet.
—¿Qué es ello?
—Voy a casarme con su hijastra.
A la vez que en el rostro del judío se esbozaba una sonrisa de incredulidad, una de las ventanas que daba al jardín, sobre el salón, se cerraba en el primer piso.
Corría el mes de enero de 1056. La cámara de la condesa Almodis permanecía abierta e iluminada. La anciana Ermesenda, que había perdido apoyos a causa de la defunción de sus principales valedores, y a cambio de once mil onzas de oro, había conseguido que el Papa levantara la excomunión, que cual espada de Damocles había pendido durante más de tres años sobre la pareja condal.
A una hora que correspondía a otros menesteres y mientras las campanas volteaban alegres en sus espadañas, las gentes de palacio iban y venían acudiendo a ofrecer sus respetos y a dar los parabienes que correspondían a tan buena nueva. Los unos con auténtico regocijo y los más para congratularse con ella, ya que era de común que la que mandaba en el conde y por tanto en el condado de Barcelona, era Almodis de la Marca. La ciudad era una fiesta. La gran noticia se había esparcido cual cotilleo de comadres entre la buena gente, tranquilizando a tantos que durante esos años habían padecido diariamente dudas y angustias. Los representantes de las casas condales de menor rango portaban presentes que recordaran siempre aquella fausta jornada y quien más quien menos velaba por sus intereses e intentaba acercarse al fuego sagrado que representaba el Palacio Condal. Odó de Montcada, obispo de Barcelona, Guillem de Valderribes, notario mayor, el juez de palacio Ponç Bonfill, el secretario Eusebi Vidiella y el conde Ramón Berenguer con una copa de buen mosto en la mano comentaban el feliz suceso en uno de los rincones del salón.
Gilbert d'Estruc, gentilhombre de confianza de Ramón Berenguer I, el primer senescal, Gualbert Amat, representantes de los Montcada, Cabrera, Alemany, Muntanyola, Ferrera, Oló y un larguísimo etcétera, se iban aproximando en respetuoso turno al pequeño trono donde Almodis repartía sonrisas. Los nobles catalanes doblaban la rodilla en el pequeño escabel situado a los pies de la condesa en tanto sus esposas, recogiendo sus sayas, efectuaban una gentil reverencia. Tanto ellos como ellas se volcaban en parabienes, felicitaciones y corteses cumplidos. La gran sala estaba llena a rebosar y luego de cumplir con el protocolo cada uno buscaba a cada quien para ajustar negocios, replantearse amistades y aunar intereses a la nueva luz que amanecía sobre Barcelona. Eudald Llobet, invitado especial de la condesa, había recibido en el turno del besamanos una ligera e irónica reconvención.
—¿No os dije en su día que como siempre la Iglesia se plegaría a las conveniencias de su alta diplomacia?
Eudald no se retrajo.
—Cierto, señora. Asimismo, vos que de tan buena memoria presumís, recordaréis mi respuesta.
—En estos felices momentos, no atino, Eudald.
—Creo que os dije algo así como: «Que lo que habíais conseguido dos veces lo podríais conseguir una tercera». De cualquier manera, sabed que la persona que más profunda alegría siente ante el alzamiento de esta excomunión aparte de vos y del conde, es este humilde clérigo, que está ansioso por daros la absolución. Y sabed asimismo que como catalán me place en extremo que el condado haya ganado una condesa de vuestro fuste y carácter.
Después de este lance y dejando paso al siguiente cortesano que le seguía en la cola, Eudald alzó la vista y lanzó una mirada a lo largo y ancho del salón. Al fondo, junto a uno de los ventanales que daban a la plaza y al pie de un tapiz que representaba a Diana cazadora rodeada de perros, con arco en la mano y la aljaba a la espalda llena de flechas, el poderoso Bernat Montcusí, intendente de mercados y abastos, al que suponía fuera de Barcelona, con un imperceptible alzamiento de cejas alzaba su copa invitándole a acercarse. Con paso lento el canónigo se fue abriendo camino entre los grupos allí convocados hasta llegarse al lugar donde el consejero Montcusí le aguardaba.
—Os saludo, Eudald, en jornada tan gloriosa.
—Os devuelvo el saludo y me congratulo de vuestra llegada, no os hacía en la ciudad.
—Ni vos ni nadie. Pero una embajada de mi casa dándome cuenta del grato acontecimiento me ha hecho dejar otras ocupaciones, ante esta circunstancia menos urgentes, y acudir presto. Como comprenderéis, aquel que no se encuentre aquí esta noche para dar los parabienes a la condesa y rendirle pleitesía puede darse por despedido.
—Supongo que habéis recibido mi carta donde os anunciaba la aquiescencia de Martí.
—Desde luego. Me llenó de alegría. Explicadme los pormenores, por favor.
—Al día siguiente de su llegada vino a la seo y allí intenté cumplir con vuestro encargo, por cierto harto dificultoso, de manera que entendí que era mejor hacerlo a mi manera, de modo que le oculté parte de la encomienda. Pensé que tiempo habrá para decirle el asunto de la criatura y le expliqué únicamente que vuestra ahijada había sido desflorada, sin aclarar demasiado las circunstancias. Por cierto, aún no me habéis dicho si ha tenido varón o hembra.
El intendente de abastos miró a uno y a otro lado para asegurarse de que no hubiera alrededor oídos indiscretos. Entonces, tomando del brazo a su interlocutor, lo alejó del tapiz del fondo y lo condujo junto a uno de los ventanales.
—Habéis, como siempre, obrado con mesura y diligencia. El Espíritu Santo os ha inspirado. La criatura nació muerta. Laia es muy joven y vos sabéis que esto ocurre frecuentemente cuando se trata de primerizas. Además, contrajo unas fiebres. Por tanto, ¿a qué complicar las cosas? Mejor es que el relato quede como vos lo habéis explicado.
Eudald Llobet miró a los ojos al otro. Aunque seguía dudando de todo entendió que mejor sería dar el tema por zanjado y no andar buscando tres pies al gato. Martí le había dado su palabra de desposar a la muchacha y esperaba que el tiempo y la juventud de ambos borrara aquella triste historia e hiciera de ellos una pareja feliz, salvando de esta manera el honor de aquella criatura.
—Tal vez tengáis razón. ¿Cuándo va a regresar vuestra hija? Creo que ha llegado el momento de propiciar el encuentro de los jóvenes.
—Cierto, pero antes quiero tener una entrevista con Barbany me interesa conocer los resultados de su viaje y estar al corriente en primera mano sobre sus futuros proyectos. Como comprenderéis, en las actuales circunstancias nuestro trato habrá de variar, de alguna manera debo considerar que va a ser mi futuro yerno.
—De cualquier manera, que los jóvenes se encuentren, es una prioridad.
—La semana próxima haré ir a buscar a mi hija. Creo que lo apropiado fuera que vos y vuestro protegido acudierais a mi casa a cenar. A la hora del postre Laia se uniría a nosotros y así ella y Martí podrían hablar, desde luego en nuestra presencia. Ya sabéis lo que dice el refrán: «El hombre es fuego, la mujer estopa; viene el diablo y sopla».
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Martí había acudido, con mucha antelación, a la catedral a recoger a Eudald para ir juntos a la cena de Bernat, pero el clérigo, que sabía que el joven se había entrevistado con el consejero, pretendía que lo pusiera al tanto del resultado del encuentro.
A indicación de uno de los religiosos, Martí aguardó a Eudald en la sacristía. Compareció éste vestido con sobriedad. Sin embargo, observó Martí que el tejido era una sarga nueva y que el sacristán que se ocupaba de aquellos menesteres le había recortado la barba y perfilado la redonda tonsura.
—Os veo muy compuesto, Eudald.
—No acostumbro a cenar fuera del refectorio y ya hace mucho que prescindí de las vanidades de este mundo, pero en esta ocasión y por vos he intentado adecentar un poco mi aspecto, lo cual es harto complicado. Pero sentémonos un rato, pues tenemos tiempo de sobra, y explicadme cómo os ha ido la entrevista con Montcusí.
El canónigo condujo al joven al fondo de la gran estancia y ambos se sentaron en escabeles tapizados con piel de Ubrique, regalo de un mercenario que había guerreado con Llobet en las proximidades de Córdoba allá por 1017, en la segunda expedición del conde Ramón Borrell, abuelo del actual conde, en la que recibió tan grandes heridas que le llevaron a la tumba.
—Decidme, Martí, ¿cómo os fue la entrevista?
—Debo deciros que no comprendo las actitudes de ciertas personas.
—¿Qué me queréis decir?
—Como entenderéis, acudí a la casa de Montcusí con el ánimo inquieto. Un hombre sabe cuándo está en juego su porvenir pero lo que más me importaba era conocer todas aquellas cosas que tuvieran que ver con Laia.
—¿Y bien?
—El consejero, adoptando una postura ambigua, me suplicó le dispensara de hablar de aquel trance ya que le retrotraía a días muy amargos. Ante mi insistencia dijo que aunque tenía buenas razones para sospechar quién era el culpable de aquella felonía, ni lo podía aseverar con certeza ni creía oportuno remover el asunto. En su opinión, Laia, en su atolondramiento y a causa de su inexperta juventud, había querido jugar con aquel hombre y éste, creyendo que el juego era un consentimiento, la había desflorado. Montcusí afirmó que pese a su condición de ciudadano de Barcelona no osaba intervenir pues creía que el culpable de la desgracia estaba emparentado con la casa condal de Barcelona y bien podía ser alguien cercano al conde Ermengol d'Urgell, primo, como sabéis, del conde Ramón Berenguer.