Authors: Chufo Llorens,Chufo Lloréns
En medio del salón se había dispuesto una mesa para cuatro comensales cubierta por un hermoso lienzo y equipada con platos de porcelana y fina cristalería, porque así le agradaba a la condesa cuando eran pocos los invitados, pues opinaba que la conversación se tornaba menos solemne y más directa que la que se podía sostener en el inmenso comedor del castillo, donde cabían más de treinta personas. A un costado había un aparador cubierto ya de olorosos manjares, en cuyo centro destacaba una composición de mármol que representaba a una mujer vestida con finas telas mirando su imagen en un riachuelo. Sobre el aparador lucía una sopera de plata en la que bullía un condimentado caldo con ostras y albóndigas de pescado; más allá, una enorme fuente de verduras, y junto a ella otra con pequeñas piezas de aves, codornices, perdices y tordos, además de salseras de plata con diferentes jugos para sazonar a gusto cualquiera de las viandas. A un lado, ensartado en un espetón sobre un lecho de brasas, se asaba lentamente un lechón. De pie junto a la pared, como sombras, se hallaban varios pajes atentos a las órdenes de su superior, en tanto que otros dos preparaban jarras de vino y frascas de agua de tallado vidrio, dispuestas para ser escanciadas en cuanto el copero mayor lo ordenara.
La conversación versaba sobre temas variados, que iban desde la política hasta el problema que representaban los piratas en el Mediterráneo, una práctica que no era exclusiva del infiel sino también de los marinos de diversas zonas, a los que era más rentable atacar bajeles que ejercer de honrados navegantes expuestos por pocos dineros a los peligros de las travesías y a las inclemencias del mar. En aquel instante Ramón se interesaba por la salud del anciano conde de Tolosa.
—Y decidme, chambelán, ¿cuáles son los males que aquejan a vuestro señor y que nos privan, en velada tan grata, de su compañía?
Robert de Surignan respondió:
—Veréis, señor: la edad no perdona y los achaques se agudizan, las heridas habidas en el campo de batalla pasan factura. El conde de Tolosa sufre además ataques intermitentes de gota y los dolores que ésta le ocasiona son terribles. Los físicos del alcázar ya no saben qué hacer.
Súbitamente, por el pasillo, rodeada por el círculo de luz que varios hombres portaban, surgió la comitiva de la condesa Almodis de la Marca, enaltecida su impresionante figura por un brial verde y dorado que realzaba su talle y resaltaba el contraste de su roja melena, tocada con una diadema de verdes esmeraldas. A Ramón le volvió a suceder lo mismo que la primera vez. Su alma quedó en suspenso y todo a su alrededor se borró: las conversaciones se tornaron en murmullo y ya no tuvo ojos ni oídos para nada que no fuera aquella impresionante criatura.
Lo que en aquellos momentos no podía ni intuir era que a Almodis, condesa consorte de Tolosa, le sucedía lo mismo. Desposada cuando era una niña, por cuestiones de alta política; repudiada la segunda vez, y finalmente entregada a un hombre mucho mayor que ella y que en la actualidad ya era un viejo. La presencia del garrido caballero catalán, su hidalga figura y el brillo de su mirada, hizo que naciera en ella algo hasta aquel instante totalmente desconocido. El niño ciego asaeteó con dardo certero su corazón y la condesa sintió que en su alma nacía una pasión que, cual lava de volcán, inundaba sus entrañas y se desbordaba hasta penetrar en el tuétano de sus huesos.
Tras las convencionales frases que ordenaba el protocolo de la buena crianza, se dispusieron a cenar. Almodis colocó al conde de Barcelona a su diestra, al abad a su izquierda y a Robert de Surignan frente a ella. Los criados comenzaron a comportarse como espíritus transparentes, yendo y viniendo atentos a la menor indicación de sus superiores. La sopa se sirvió en unos pequeños cuencos, las albóndigas que en ella flotaban se tomaban entre el pulgar y el índice, al igual que las ostras. Sin embargo, al terminar, Ramón observó cómo al lado de cada comensal aparecía un pequeño tazón lleno de agua olorosa en el que se veía una rodaja de limón, y cada uno enjuagaba sus pringosos dedos introduciéndolos en la jofaina y exprimiendo el cítrico. Luego, cuatro atentos pajes ofrecían un paño de lino a cada uno de los comensales, para que pudieran secarse las manos.
Cuando llegó el turno de las aves y del lechoncillo, observó cómo la condesa manejaba diestramente una pequeña horquilla de oro de tres puntas, que utilizaba para llevarse a la boca sin mancharse pequeñas porciones de vianda, que anteriormente había troceado un trinchador. Él, sin embargo, viendo cómo el abad y el chambelán utilizaban pequeños cuchillos que les habían proporcionado los sirvientes, se sirvió de su daga cortando y pinchando los manjares que pusieron frente a él como era su costumbre.
La cena transcurría amena y distendida, pero una corriente misteriosa se estaba estableciendo entre Ramón y la condesa. Un criado fue apagando los pabilos de los hachones que iluminaban la estancia hasta dejarla en penumbra. Al fondo aparecieron dos sirvientes portando unas parihuelas en las que se veía una magnífica tarta con una vela en el medio que iluminaba el escudo de Barcelona hecho con frambuesas silvestres y crema de repostero que cubría la masa de un esponjoso bizcocho. Ya se iba a levantar el conde para agradecer el delicado homenaje cuando sintió un roce suave como el aleteo de una mariposa que le acariciaba la pantorrilla. Se volvió hacia la condesa y la vio sonreír: estaba claro que aquella caricia no era otra cosa que su pie desnudo oculto por el faldón del mantel. Entonces, en el fondo de sus verdes ojos vio el resplandor de un mensaje inconfundible que sólo pueden leer los elegidos a los que la misma flecha de Cupido ha atravesado. «Os deseo», decían, a la vez que la condesa extraía de su estrecha bocamanga una vitela doblada y se la tendía, con disimulo, aprovechando la oscuridad del momento. Ramón alargó la mano y tomó la pequeña misiva, que ocultó enseguida en uno de los bolsillos de su casaca. El abad y el chambelán parecían distraídos, con la atención puesta en el pastel y en las maniobras de los criados que se aprestaban a encender de nuevo las candelas.
Después, cuando ella se hubo retirado y estuvieron acomodados los tres hombres junto al confortable fuego de la chimenea, su mente fue incapaz de seguir la conversación que le brindaban el abad Sant Genís y Robert de Surignan. Sólo deseaba retirarse a sus habitaciones para poder leer con calma la nota.
Barcelona, mayo de 1052
Martí tomó en sus manos el sellado pergamino que le tendía el sacerdote. Era tal su emoción que apenas sintió los pasos que se alejaban. Había sido una mañana de revelaciones y sospechaba que el conocimiento del papiro que estaba a punto de examinar, sin duda iba a cambiar su vida. Con un cortaplumas rasgó el sello de lacre. La vitela estaba cuarteada y en algún punto se leía con dificultad, pues el tiempo había medio borrado ciertas partes. Bendijo a su madre y al empeño de don Sever de enseñarle las letras y recordó sus palabras: «Un abad o un obispo son tanto más importantes que un marqués o un conde». Martí se retrepó en el sitial y comenzó la lectura.
Hoy día del Señor de 3 de mayo de 1037
Querido hijo:
Ignoro cuánto tiempo habrá de transcurrir hasta el día que tus ojos se posen en esta carta, que por otra parte es mi testamento. Por tanto, es mi voluntad y deseo que se cumpla en todos y cada uno de sus términos. Ello querrá decir que mis días en el mundo habrán recorrido el camino que todos tenemos marcado, pues algo me dice que los latidos de mi corazón están a punto de terminar su ciclo.
Pocos recuerdos tendrás de mi persona, ya que las circunstancias hicieron que tu madre y tú gozarais en contadas ocasiones de mi compañía, pero un hombre tiene su tiempo limitado y mal puede hacer dos tareas cuando ambas se solapan y hasta a veces se contraponen. Tuve que escoger entre gozar de los míos al calor del hogar y de una vida tranquila, y mi honor de vasallo que me obligaba a cumplir lo establecido por mis antepasados, y en la disyuntiva escogí esto último. Creerás tal vez que me equivoqué, es posible, pero una fuerza interior me obligó a actuar como lo hice. Te dirán asimismo que fui un soldado de fortuna y que me gustaban las correrías en la frontera. Nadie en su sano juicio que haya vivido la guerra te dirá tal cosa: la guerra es terrible y los gritos y lamentos que se escuchan en un campo de batalla roban el sueño y el descanso de los desgraciados que los oyen y les siguen y atormentan de por vida. Tu bisabuelo adquirió un compromiso de "convenientia" con el conde Ramón Borrell, y lo estableció en su nombre y en el de sus descendientes, de manera que a mí me tocó este servicio que mi padre y el suyo desempeñaron en el pasado, hasta que el tiempo o alguna herida de guerra lo impidiera, y siempre que el mayor de sus hijos, al alcanzar la edad madura, ocupara su lugar. A cambio de ello, nuestra familia obtuvo licencia para desbrozar unas tierras que les fueron entregadas por permuta en el término de Empúries y que al cabo de los años fueron haciendo suyas; como supondrás, éstos son los predios en los que has crecido, junto a tu abuelo, hasta su muerte, y al cuidado de tu madre. A mí me tocó la parte más ingrata de la historia. Me perdí tu infancia y di la razón a la familia de tu madre, que siempre tuvo de mí la idea de que su hija se había casado con un irresponsable que prefería las cabalgadas por la frontera a cumplir con sus deberes conyugales: ésta ha sido mi vida, aunque no por mi gusto y complacencia, ¡vive Dios!, sino por mi honor y el bien de los míos.
Bien, Martí, hijo mío, ahora entenderás por qué yo no he sido lo que dicen de mí y lo que acostumbran a ser los hombres de frontera. Si bien, como te digo, la guerra es terrible, tiene un punto, al igual que la piratería o el corso, que atrapa a los incautos que creen que los muertos que quedan en el campo de batalla son y serán siempre los otros y que ellos sobrevivirán siempre. Craso error: el herrero, tarde o temprano, forja la flecha o la azagaya que lleva en su asta el nombre de cada uno, y entonces, en el embroque de ambos, sus destinos quedan ligados para siempre. En el ínterin, la borrachera de la sangre, la embriaguez de la victoria, la humillación del vencido, el saqueo de sus despojos y la violación de sus mujeres e hijas y los dineros que tocan a cada uno en el reparto del botín son el trofeo del vencedor, que se diluye al poco tiempo en francachelas propias de soldados: en vino, juegos y mujeres... Y entonces la rueda vuelve a girar. Nada te diré de los castigos que se imparten después de una batalla cuando algún avispado pretende engañar a los contadores del conde hurtando alguna cosa: éstos buscan bajo las cotas de malla, ocultas en las celadas y bajo los yelmos o los morriones, cualquier rapiña que algún incauto llegara a pensar que iba a pasar inadvertida; y cuando sorprenden a los que han intentado quedarse algo antes del reparto, pueden hasta colgarlo para escarmiento y ejemplo de futuros manilargos amigos de lo ajeno.
Debo decirte, y en ello va mi palabra, que si bien hice la guerra jamás abusé de mujer alguna, siempre respeté al vencido y únicamente tomé, a lo largo de tantos años, lo que en justicia era mío y me correspondió en la partición según mi grado. Éste ha sido mi terrible oficio, y lógicamente, lo que he obtenido desempeñándolo, ha sido mi justa retribución y lo único que he podido dejarte en herencia. Tómalo sin rubor, pues a tu madre le he cedido los latifundios cuyo usufructo gozará hasta su muerte y luego pasarán a ti. Te asombrará lo que un padre cabal y previsor puede ahorrar a lo largo y ancho de su vida si no malgasta el fruto de sus esfuerzos en cosas baladíes a las que tan dadas son las gentes de la guerra. Asume mi herencia sin reparos pues, cumpliendo el más terrible de los oficios, la he obtenido en buena ley, y si algo lastima los escrúpulos de tu conciencia, empléala en obras buenas como mejor te plazca, para compensar las malas que haya podido hacer yo. Celebra para el descanso de mi alma el número de misas que creas me son debidas y lleva una vida en paz y provecho; sé prudente, no mates a nadie si no es en tu defensa o la circunstancia atente a tu honor o al de los tuyos; no seas pendenciero y cede en las cuestiones que no conciernan a tu buen nombre, pero si has de empuñar la daga hazlo hasta el final, a los enemigos hay que dejarlos, si quieres vivir en paz, en el campo santo, ahí es donde no podrán perjudicarte; hazte respetar y que los que se enfrenten a ti entiendan que delante tienen a un hombre.
Mi mensaje te llegará a través de alguien que fue para mí más que un hermano, en la duda recaba su consejo. Sabe finalmente dónde encontrarás el fruto de tanto sacrificio y tantos años. Busca al judío Baruj Benvenist, a la entrada del "Call" de Barcelona. Él fue mi cambista y tiene mi testamento, que nadie podrá abrir si no se adjunta esta carta y la llave que te entregará mi compañero Eudald Llobet. Éste es el nombre del que fue mi amigo y el que habrá puesto los medios para que lleguen a tu conocimiento mis instrucciones, junto con la sortija que me perteneció y que te hice llegar a través del mismo a fin de que siempre pudieras identificarte como mi heredero.
Me despido de ti hijo mío; lleva mi apellido con honor, cuida de tu madre, que ha debido suplir mi ausencia con grandes sacrificios, y jamás hagas nada que repugne a tu conciencia; a mi pobre entender, el único pecado es aquel que perjudica a un prójimo. En resumen, sé un hombre cabal, de bien y de paz, si es posible. Sirve fielmente a un solo señor, porque a dos no se puede, y sabe que el gran tesoro de un hombre es su palabra.
Ahora que has conocido la verdad de mi existencia, si mi explicación te satisface, te ha hecho mella y ha conseguido que algo cambie en tu consideración hacia mí, sabe perdonarme y conoce que el último pensamiento que de seguro me ha asistido en mi postrer trance ha sido tu imagen y la de mi esposa, tu madre, a la que a través de ti suplico perdón.
Hasta la otra vida si es que llego a ella por la misericordia del altísimo,
Guillem Barbany de Gorb
Martí dejó el pergamino sobre sus rodillas, se enjugó una lágrima que pretendía escapar de sus ojos y permaneció un tiempo cavilando ensimismado. Tan absorto estaba en sus pensamientos que de nuevo sintió a su lado una presencia sin antes haber oído sus pasos. Alzó la vista y la figura se materializó; desde su altura, los ojos indulgentes del padre Llobet observaban su desconcierto interior. El clérigo ocupó de nuevo su sitial y reflexionó en voz alta.