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Authors: Chufo Llorens,Chufo Lloréns

Te Daré la Tierra (7 page)

BOOK: Te Daré la Tierra
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—No es nada extraordinario que nos hayas reconocido —intervino Adalberto—. A los hijos de los condes de la Marca los conoce mucha gente. Si no muestras en mayor medida esa cualidad que dices poseer, nos iremos por donde hemos venido. Por otra parte, mi hermana está destinada a casarse, a formar una familia y a tener hijos, ¿qué enemigos le aguardarán en su camino y de qué glorioso destino estás hablando?

El enano prosiguió sin hacer caso al muchacho.

—Voy a plantearos mi proposición. Podéis sin duda pensar que soy un loco, un soñador o un insensato. Voy a daros prueba de mi honradez, anticipándoos hechos que van a jalonar vuestra vida. No tengo prisa: si tal sucede venid a buscarme que aquí me hallaréis; si por el contrario me equivoco, dejadme abandonado a mi suerte.

—Habla, te escucho —le urgió Almodis.

—Por el momento os proporcionaré una huella del pasado, para que podáis creer en mis palabras. Eso ya es comprobable, el futuro es una entelequia.

Los ojos de los hermanos eran dos interrogantes.

—Hoy cumplís años. Esta mañana os han regalado una yegua, a la que habéis bautizado con el nombre de Hermosa. En vuestro muslo derecho tenéis un blanca cicatriz fruto de una herida que os hicisteis encaramándoos a uno de los merlones del contrafuerte de la muralla interior de la torre del homenaje, debido a un empujón que os propinó vuestro hermano. Se trata de una circunstancia que sólo conocéis vosotros dos: ocultarlo fue un pacto de silencio que hicisteis por temor a que fuera castigado y al que jamás habéis faltado.

Ella y Adalberto se miraron asombrados. En los ojos del muchacho se reflejaba el temor; en los de su hermana, curiosidad. Ambos recordaban perfectamente aquel pacto.

—Dime entonces qué es lo que me deparará el futuro —le pidió Almodis.

—¿Quiere esto decir que aceptáis el trato? —preguntó el enano.

—Tienes mi palabra.

El hombrecillo fue hacia un rincón; abrió una cajita de madera y de su interior extrajo una fina aguja de hueso y un pañuelo blanco.

—Dadme vuestra sangre en señal de alianza.

—¡No lo hagas, hermana! —exclamó Adalberto.

—¡Déjame! —Y, tras lanzar una mirada desafiante al muchacho, extendió la mano.

El hombrecillo pinchó levemente la yema del dedo corazón de su diestra; en el acto manó una gota de sangre con la que impregnó el paño. Tras doblarlo con cuidado, fue a guardarlo todo en la caja.

—Tengo vuestra sangre, dadme ahora vuestra mano.

La muchacha alargó su blanca mano y el hombrecillo la tomó por la punta de los dedos, examinándola detenidamente.

—Ahora atended. Tras largos vericuetos que no logro ver, por ahora cumpliréis vuestro destino final. Vuestra sangre será la transmisora de una dinastía allende los Pirineos; seréis enemiga de papas, pero el peligro más terrible vendrá de alguien muy cercano a vos. La historia os concederá un lugar destacado. Si no es así, mandadme quemar, pero si mis conjeturas son verdad requiero mi parte del beneficio y deseo vivir a vuestro lado y en vuestra corte los sucesos de vuestra apasionante existencia.

—Deliras. Mi hermana se va a casar dentro de unos meses con Guillermo III de Arles.

El enano se volvió hacia Adalberto.

—He dicho tras largos vericuetos, no he afirmado que tales acontecimientos ocurran de inmediato.

—Deja, Adalberto —dijo Almodis—, me interesa este hombre. Está bien, Delfín: si yo cumplo mi destino, me encargaré de que tú cumplas el tuyo. Que así sea.

Estos hechos seguían presentes en su memoria como si hubieran acontecido el día anterior.

Recordaba Almodis la coyuntura que supo aprovechar para que Delfín entrara en su vida. La tarde anterior al gran día había tenido una conversación con su señor padre, el conde Bernardo de la Marca. La escena se desarrollaba en la sacristía, tras el ábside central de la iglesia mayor, donde habían acudido a ensayar los pormenores de la boda. El conde, eufórico como tal vez jamás lo había visto anteriormente, le habló en la misma tesitura. Sus frases todavía resonaban huecas en algún rincón de su mente.

—Mira, hija mía, vas a cumplir mañana uno de los designios más preclaros a los que puede estar predestinada toda mujer noble que se precie de servir a su familia, a su rango y a los intereses de su estirpe. Tu unión con Guillermo de Arles sellará el destino de nuestra casa. Nuestra sangre se unirá a otra de su misma alcurnia con la que nos sentimos unidos por lazos que se remontan al tronco común de ambas ramas, que mañana enlazarán su destino. Debo decirte que la Providencia te ha reservado una misión que me enorgullece y que honrará a vuestros hijos y a los hijos de éstos. Ayer, en presencia de los notarios de ambos condados y con el testimonio de grandes señores entre los que se hallaban los obispos de Arles y de la Marca, se firmaron vuestros
sponsalici.
[4]
Te puedo adelantar que en estos instantes aventajas en rango y jerarquía a tu propio padre. Almodis, desde ayer eres futura condesa consorte de Arles y, por legación de esponsales y por vida, de Montpellier y de Narbona. En verdad, debo admitir que te debería vasallaje y obediencia.

En el laberinto de su mente todavía resonaba su respuesta.

—Padre y señor mío, jamás me atreveré a ordenaros cosa alguna, ya sea condesa de Arles, de Montpellier y de Narbona o reina de Jerusalén. Estoy orgullosa y agradecida de devolver a mi tierra y a mi familia una ínfima parte de la deuda que con ella he contraído por el mero hecho de ser quien soy y de haber nacido donde he nacido. Algo os quiero suplicar en tan señalado día. Sé y me consta que pese a marchar hacia mi destino gozosa y honrada, y pese a que en mi comitiva irán varias damas de compañía además de mi aya, quiero suplicaros que deis vuestro permiso para incluir en ella a mi querido hermano Adalberto y a un bufón que entretendrá mis ocios durante las largas veladas de invierno en la lejana Montpellier. Pienso que, si sobre todo en los comienzos tengo junto a mí a gentes que hablen mi lengua y compartan mis costumbres, la añoranza de los míos se mitigará y se hará más llevadera la ausencia.

Tal era la euforia del conde que ni tan siquiera indagó quién de entre los bufones de la corte era el escogido para acompañar a su hija en aquella procelosa aventura y sin más dio su aprobación. Al cabo de algún tiempo, su hermano Adalberto entraba por el puente levadizo del castillo acompañado de un hombrecillo a lomos de un pollino, que entre aquella barahúnda de damas, caballeros, soldados y escuderos, pasó totalmente inadvertido. Delfín había entrado en su vida y ya nunca más saldría de ella.

Las damas andaban presurosas por la estancia trayendo y llevando potes de albayalde y vasijas llenas de pomadas de distintas tersuras y colores. El óvalo de su rostro había quedado perfecto, su roja melena destacaba sobre el níveo reflejo de su piel, la curvatura de sus cejas había sido resaltada con un lápiz marrón cuya sustancia se extraía de un marisco de la costa dálmata; sus labios habían sido tintados de rojo cereza y en ellos resaltaban unos puntos brillantes de un producto denominado
argentium
de Numidia, traído desde aquellas lejanas tierras por mercaderes que hacían la ruta desde Sevilla a la Galia pasando por la Septimania. El efecto de su rostro era impresionante. Su primera camarera sujetaba frente a ella el inmenso y bruñido espejo de metal, regalo del conde e importado de allende el Mediterráneo, en el que se reflejaba toda su figura. Una dama pulsaba un arpa de nueve cuerdas mientras canturreaba una antigua romanza, y las criadas recogían la pequeña bañera de cobre.

En ello estaban ocupadas todas cuando unos golpes resonaron en la puerta. Una de las damas se acercó a ella y abrió media hoja. Se escuchó un murmullo en la estancia. La dama regresó junto a la condesa y le susurró al oído unas palabras:

—Es Delfín, señora, que pide audiencia.

—Hacedle pasar.

La muchacha se acercó a la elaborada puerta y dio paso al enano, que entró inusualmente pálido. Al verlo Almodis, que tan bien le conocía, dio una orden seca y apremiante.

—Retiraos todas.

Las mujeres desaparecieron como por ensalmo.

Delfín se arrodilló a sus pies, y tomando en sus manos el vuelo de su brial lo besó.

A la condesa le extrañó su actitud: no era aquél su natural, proclive a la alegría, al sarcasmo y al gozo. Cada vez que el enano se había acercado a ella en tal tesitura había sido augurio de sucesos importantes.

—¿Qué ocurre, Delfín?

—Señora, no sé si atreverme...

—Como hayas entrado en mis aposentos con esta prisa y no me expliques el motivo, haré que azoten con una buena vara de fresno tu espalda hasta enderezarla.

El hombrecillo dudó unos instantes.

—Señora, lo que tanto tiempo he esperado va a suceder. El hombre que dará sentido a vuestra vida ha llegado al alcázar.

6
El padre Llobet

Barcelona, mayo de 1052

El eclesiástico acompañó a Martí Barbany a través de las estancias de la Pia Almoina, que a éste, comparadas con las que había visto hasta aquel entonces, le parecieron de una majestuosidad imponente. Lo que más le asombró fueron los altos techos artesonados, pues acostumbrado como estaba a las techumbres de las masías de su tierra, le parecieron soberbios y se preguntó cómo se podían llevar a cabo semejantes prodigios arquitectónicos. Al llegar a una antesala, el religioso le pidió que aguardara, no sin antes indicarle otra vez que, si se obstinaba en no entregarle la carta para que él a su vez la entregara a su destinatario, era muy probable que allí terminara su gestión. Martí dudó un instante, pero ante la proximidad de su destino final decidió ceder y entregó la misiva al eclesiástico. El hombrecillo atravesó una puerta que se abría a su derecha bajo un arco de piedra y desapareció de su vista. Apenas había tenido tiempo de echar una ojeada a su entorno cuando la puerta se abrió de nuevo y apareció en su marco un personaje que no cuadraba con la idea que él tenía de un religioso y que despertó en su memoria el fogonazo de una imagen que no le era del todo desconocida. Enfundado en una túnica y ceñido por un cíngulo, se adivinaba un corpachón inmenso, más propio de un guerrero que de un hombre de Iglesia; la colosal cabeza tonsurada, el cabello rasurado al cepillo, los ojos despiertos, las cejas hirsutas y pobladas, y en las manos, que asomaban por las amplias bocamangas y que denotaban una fuerza inusual, la carta que él había recibido de su madre. Martí se puso en pie ante la inspección a la que le sometían los inquisidores ojos del clérigo, que le escudriñaban desde la punta del pelo hasta los pies. Ante el exhaustivo examen, Martí se inquietó y sólo se tranquilizó un poco al percatarse de que aquellos ojos sonreían abiertamente.

—Entonces, vos sois Martí Barbany.

—En efecto, paternidad —dijo el joven, con una leve reverencia.

—Hace ya tiempo que esperaba vuestra visita, os habéis retrasado un poco.

—El día de mi partida era algo que no sólo dependía de mí. Soy, o mejor dicho era, el único hombre de la casa hasta hace pocos días y mi madre es ya mayor.

—Quien es buen hijo seguro que es buen hombre —sentenció el clérigo—. Y vos, como digno hijo de vuestro padre, debéis de serlo sin duda.

—Si lo soy, no será gracias al ejemplo de mi padre —replicó con firmeza Martí.

El clérigo observó extrañado la ácida respuesta del joven.

—No emitáis juicios de valor sin conocer todos los hechos... Pero pasad, pasad a mi refugio. No es éste lugar apropiado para recibir al hijo de un amigo tan querido.

Precedido del eclesiástico, Martí se introdujo en una pieza en la que tres de cuyas cuatro paredes estaban literalmente atestadas de libros y pergaminos; aparte de ellos sólo se veía un modesto despacho y un reclinatorio adosado a la pared frente a una cruz de basta madera. La luz entraba por una ventana y en la base que ofrecía el grueso muro había dos grandes macetas llenas de flores muy cuidadas, que sin duda revelaban una afición a la botánica por parte del clérigo.

El eclesiástico se aposentó en su aparatoso sitial e invitó a Martí a que lo hiciera delante de él. Tomó una pluma de ganso en su diestra y comenzó a juguetear con ella.

—De manera que vos sois el hijo de Guillem Barbany de Gorb.

—Por tal me tengo, aunque para no faltar a la verdad, debo decir que hasta el día de la fecha poco me ha importado, y el beneficio que tal condición me ha brindado, ha sido completamente nulo.

—¿Por qué decís tal cosa? —preguntó el sacerdote.

Martí respondió con absoluta franqueza:

—Apenas tengo un vago recuerdo de su persona, y no creo que a él le importáramos demasiado ni mi madre ni yo. Para mí fue un extraño y creo que yo lo fui para él. En toda mi vida llegué a verlo dos o tres veces, a lo sumo.

—Mal hacéis al juzgar a un hombre sin conocerlo, ni informaros de las circunstancias que concurrieron para que él se viera obligado a actuar como lo hizo.

—Opino que el primer deber de un padre y de un esposo es cuidar de su familia.

—Evidentemente, cuando las circunstancias permiten una cercanía directa, pero en ocasiones se puede procurar más por los parientes y amigos estando lejos por cumplir una obligación adquirida, que regalándoles una mucho menos fructífera, aunque cercana compañía.

—Cuando un hombre toma estado y paternidad —objetó Martí—, es de suponer que acepta las servidumbres que tal decisión comporta. Si antepone a ellas otras obligaciones y compromisos, entonces no debiera tomar mujer y mucho menos hacerle un hijo.

El sacerdote se removió incómodo en su silla y, cuando habló, su voz tenía una nota de severidad.

—Juzgáis muy a la ligera una situación que desconocéis. Un hombre, por nacimiento o compromiso, puede verse obligado a asumir unas tareas que tal vez impliquen alejarse de su familia. Temo que, a día de hoy, esta posibilidad indudablemente se os escapa.

—Si tenéis a bien explicarme en qué consisten las obligaciones de un hombre casado por encima de cuidar de los suyos tal vez entienda lo que me queréis justificar. —Martí hizo una pausa, y luego prosiguió, con voz trémula por la emoción—: Sin embargo, cuando un niño recuerda a su madre levantándose al alba y marchando a los campos todos los días de su vida, helándose durante los inviernos y cociéndose durante los veranos, roturando los campos agarrada a la yunta de bueyes, clavando la cuña del arado para desbrozar la tierra y rompiéndose el espinazo recogiendo las cosechas en el estío, tal justificación es algo peregrina.

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