Authors: Chufo Llorens,Chufo Lloréns
La voz del tal Wolfgang sonó contenida.
—Gunter, ¿estás viendo lo mismo que yo?
—Diría que sí, y se me ocurre que tal vez todavía podremos salvar la jornada. ¿Te das cuenta de cómo mueve el culo la muchacha?
—Habrá tiempo para todo. Di a Ricardo que venga.
El llamado Gunter se giró y, con un gesto breve que indicaba premura y silencio, reclamó la presencia de uno de los dos compinches que seguían acuclillados detrás. Éste obedeció en absoluto silencio.
Cuando el primero lo sintió a su lado, preguntó:
—¿Tienes lista la ballesta?
—Siempre la tengo, Wolfgang.
—Observa bien y dime, ¿eres capaz desde aquí de hacer blanco en el hombre que sujeta la pata del animal?
—¿Te refieres al más joven?
—A ese mismo.
—¿Puedo ponerme en pie?
—Sin salir de la espesura y cuando yo dé la orden.
El individuo midió la distancia con la vista, tomó la ballesta y, tras extraer una flecha del carcaj, la colocó en el mecanismo y tensó la cuerda.
—Dalo por muerto.
—No esperaba menos de tu pericia.
En un susurro, impartió órdenes a los otros tres.
El plan era sencillo y la sorpresa constituía un factor primordial. La finalidad: la rapiña de animales y bienes y, si además podían proporcionarle un regocijo al cuerpo, mejor que mejor. Tal vez así pudieran olvidar la aciaga jornada de caza.
Cuando comprobó que todos habían ocupado sus posiciones, el tal Wolfgang dio la señal. El arquero se puso en pie, apuntó la ballesta y apretó el gatillo. Un silbido atenuado rasgó la paz del momento y, ante la sorpresa del hombre mayor, el más joven cayó al suelo en tanto una gran mancha de sangre empapaba su camisa. Un concierto de ladridos sacudió el crepúsculo.
Los soldados se apresuraron a salir de la espesura. La mujer mayor, aterrada, soltó la rueca y se puso en pie sin saber qué hacer; la preñada acudió corriendo junto a su marido, y apoyando la inerte cabeza contra su pecho, se dirigió a la niña a gritos: «¡Huye, Maria, huye!». El cloqueo ensordecedor de las gallinas que corrían enloquecidas por la era se unió a los balidos asustados de los corderos desde el aprisco. Uno de los hombres se abalanzó sobre la criatura a fin de sujetarla y ésta, con el rebenque con el que azuzaba al pollino, le atizó un tremendo fustazo en la cara y salió corriendo hacia el bosque. El gigantón apartó a la mujer mayor, apoyó el extremo afilado de una daga en el gaznate del hombre del mandil y, con un raro acento, exclamó:
—Vamos a estarnos quietos. Si colaboráis, nos iremos pronto y seguiréis con vida; en caso contrario, no viviréis para contarlo. —Y, dirigiéndose al que parecía mandar al grupo, añadió—: ¿Qué hacemos ahora, Wol...?
La voz del tal Wolfgang le interrumpió con furia.
—¡Imbécil! ¡Te he dicho mil veces que no me nombres!
El otro farfulló un «lo lamento».
En ese momento, un inmenso can, cruce de mil razas, que estaba alejado vigilando el vallado de las yeguas preñadas, salió de la espesura y se abalanzó sobre el ballestero. Le agarró el brazo derecho con sus poderosas fauces y sacudió la cabeza, como si intentara arrancárselo de cuajo. El llamado Wolfgang se acercó por detrás y, de un certero tajo, rebanó el pescuezo del perro. Los gritos del hombre herido se mezclaron con los alaridos de la niña, que pataleaba desesperada en brazos de su captor, que lucía un costurón cárdeno en el rostro, consecuencia del fustazo. Wolfgang ordenó:
—La preñada y la cría al pajar. Llevad al hombre adentro para que os muestre el ladrillo bajo el que oculta sus ahorros. No le hagáis daño si no es necesario. Y encerrad a la vieja con él.
El grupo se separó: Gunter y Ricardo, el arquero, que intentaba contener la sangre que manaba de su maltrecho brazo con un trapo, se dirigieron a la vivienda, mientras Wolfgang y los otros dos individuos arrastraban a la embarazada y a la niña al interior de la cuadra. En cuanto los primeros cruzaron la puerta, el viejo fue conminado a entregar sus ahorros.
—Habéis matado a mi hijo, que era el único tesoro de esta casa. Lo que veis es lo que hay, llevaos todo y dejadnos en paz. Mi nuera está embarazada.
—¡Maldito hijo de perra! ¿Nos tomas por imbéciles? ¡Muestra el ladrillo donde guardas tus ahorros o sabrás lo que es la ira de un normando!
—Os repito que nada tengo.
—¡Ya verás como haces memoria!
Y, tras pronunciar su amenaza, el llamado Gunter rasgó el corpiño de la mujer, dejando al descubierto sus pálidas carnes.
El hombre, que en sus años mozos debió de ser un individuo fornido, se encaró con el ultrajador de su mujer, pero el ballestero derribó al campesino de un golpe de azada en la espalda. La mujer chillaba despavorida. El otro se ensañó con el caído y comenzó a golpearlo sin pausa ni medida hasta reducir su cabeza a un amasijo de sangre y carne.
—Condenados avaros, prefieren perder la mujer y la vida antes que soltar los dineros.
El llamado Ricardo, aún con el mango del azadón en la mano, resollaba debido al esfuerzo.
—Atad a la mujer a la silla y vayamos a ver qué decide el jefe.
—Ve pasando, yo me quiero dar un homenaje.
—¿Con ese saco de huesos?
—Ya sabes lo que dice el refrán: «Gallina vieja hace buen caldo». Además, en tiempos de penuria, malo es tener remilgos. ¡En peores puestos he hecho guardia!
La mujer sollozaba en un rincón.
—Allá cada cual con sus regodeos. De cualquier manera no te demores, aún hemos de recoger el botín.
Gunter salió y dirigió los pasos a la cuadra. Cuando llegó, sus ojos divisaron una estampa que, no por conocida, resultaba menos estimulante.
La mujer preñada, arrodillada en el suelo, suplicaba a Wolfgang.
—¡No hagáis daño a la niña! ¡Apenas tiene doce años y es virgen! ¡Tomadme a mí, por caridad!
—Eres poca hembra para todos. Además, así el hombre que la despose estará satisfecho: se la ahormaremos para que pueda gozarla mejor.
Y comenzó a desabotonarse los calzones.
Tiempo después salieron de la masía los cinco forajidos llevando colgados del arzón de sus cabalgaduras dos sacos llenos de gallinas y conejos descabezados. Atrás quedaba un rastro de fuego y horror: dos muertos y tres mujeres mancilladas. Una de ellas, de apenas doce años, quebrada en el suelo del pajar, era consolada por su madre, que le acariciaba el pelo lleno de barro, paja y sangre.
Gerona, mayo de 1052
Las voces que resonaban a través de las gruesas paredes atronaban el espacio. Ermesenda de Carcasona —señora de Gerona, viuda de Ramón Borrell, conde de Barcelona, y auténtica condesa por derecho propio— era famosa por los estallidos de su temible genio cuando algo la contrariaba. Ante su presencia, el gigantesco Roger de Toëny, a cuyo cargo estaban las huestes que defendían la plaza, aparecía encogido, cual infante sorprendido hurtando el cuenco de las frambuesas.
—El hecho de que seáis mi yerno no sólo no os autoriza a cometer desafueros, sino que, muy al contrario, os obliga a dar ejemplo. Y, en cambio, vuestra inoperancia parece otorgar una especie de beneplácito a los desaguisados y tropelías que comete día sí y otro también la chusma que tenéis a vuestras órdenes.
El jefe de las compañías normandas que acampaban en los aledaños de la capital estaba en pie con el yelmo apoyado en el antebrazo. El cimbreante penacho que adornaba la celada denotaba la nerviosa actitud del guerrero, poco acostumbrado a encajar rapapolvos de nadie.
—Veréis, señora, no es fácil dominar a mesnadas de hombres curtidos que se aburren en cuanto no guerrean y que, al no tener dineros para sus dispendios, se arrogan a veces el derecho de tomarse lo que desean por su cuenta. Hace ya tiempo que se repartió el último botín, y la inactividad, en lugar de relajarlos, sólo los encrespa.
—¿Queréis decirme que prefieren la guerra a la molicie y a la buena vida que llevan en mis tierras? —preguntó a gritos la condesa.
—Señora, intentad comprender: son guerreros... ¿Qué otro oficio les cuadra más que el que han escogido? —dijo Roger de Toëny, intentando aplacar los ánimos de la dama.
—La tarea de tenerlos entretenidos es responsabilidad vuestra. Podéis proporcionarles saltimbanquis, encantadores de serpientes o volatineros, pero sabed que no voy a consentir que ocurran hechos como los de la otra tarde. Mis súbditos deberían estar protegidos por esa horda de salvajes... ¡Y en su lugar se ven obligados a guardar sus bienes bajo siete llaves y a encerrar a sus mujeres en sus casas!
—Entiendo vuestro sentir, pero mal puedo yo prever que unos hombres hartos de vino, forzados por la inactividad y faltos de mujeres, cometan de vez en cuando alguna picardía.
—¿Osáis llamar picardía a asaetear a un hombre, apalear a otro hasta la muerte y violar a las mujeres que habitaban el dominio, una de ellas, por cierto, de sólo doce años? Tened por seguro que, si no sois capaces de mantener a raya a estos bellacos malnacidos, lo tendré que hacer yo... ¡Y a fe mía que no dudaré en hacerlo!
El normando permaneció en pie como quien aguarda algo.
—Os diré lo que vais a hacer —prosiguió la condesa—. Averiguaréis quiénes han sido los autores de esta honrosa gesta y cuando los descubráis los colgaréis en la horca que montaréis en el campo de armas en presencia de toda la tropa, para escarmiento de osados y aviso para rebeldes.
Roger de Toëny dibujó en sus labios una torcida sonrisa.
—Y decidme, señora: ¿de verdad creéis que alguno de mis hombres va a delatar a un compañero de armas?
—¿Me tenéis acaso por estúpida? ¡Me importa un comino si lo hacen o no! Si no aparecen los culpables, colgad a dos de los más significados y asunto concluido. Os diré la verdad: prefiero que callen. Así sabrán que nadie tiene la cabeza segura sobre su cuello. Espero que no ocurran más hechos lamentables, pero si así fuera ya veréis cómo salen rápidamente los nombres de los autores del desafuero.
—Pero, señora —protestó el normando—, van a pagar justos por pecadores.
—Decidme entonces, si hiláis tan fino, qué culpa tenían mis agraviados súbditos. Si necesitáis justificaros ante vuestros capitanes atribuid el hecho a una... «picardía» de la vieja condesa.
Un sonoro silencio se instaló entre ambos personajes. El guerrero recuperó la compostura, estiró su inmenso corpachón y, tras una leve inclinación de cabeza, salió de la estancia a grandes zancadas. A sus espaldas resonó la voz de la vieja Ermesenda.
—En cuanto a vos, mejor haríais en acudir alguna vez al lecho de Estefanía en lugar de consumir las noches en francachelas con vino y dados. Mi hija es tonta de tan buena... ¡Conmigo deberíais haber topado!
El señor De Toëny no pudo reprimirse y, antes de abrir violentamente las hojas de la puerta de entrada, giró rápidamente sobre sus talones de forma que el penacho de su casco se balanceó a uno y otro lado, y desde el fondo del salón alzó su poderosa voz que rebotó en las paredes.
—¡Antes muerto, señora! ¡Antes muerto!
Y, dando un sonoro portazo, salió de la estancia.
Cuando se quedó a solas, la vieja condesa tomó su libro de horas, maravillosamente miniado por los expertos dedos de algún monje, que le había regalado su hermano Pere Roger, obispo de Gerona, y se dispuso a leer. Vano intento: su mente deambulaba inquieta por los parajes de su apasionada vida y no le permitía concentrarse. Se levantó de su sitial y, dirigiéndose a un pequeño canterano que ocupaba uno de los rincones de la estancia, tomó de su interior una frasca y se sirvió una generosa ración de un licor de cerezas que ella misma se ocupaba de destilar en un cuartito cercano a la bodega provisto de alambiques y redomas. Luego se instaló junto a un ventanal lobulado de dos cuerpos, en un sillón de tijera de noble madera taraceada y elegante cuero repujado, sujeto a la madera con tachuelas de brillante latón, y dejó que su mente divagara, decidida a defender, a costa de lo que fuera, los derechos de su esposo Ramón Borrell sobre los condados de Gerona y Osona como gabela de esponsales.
Corría entonces el año de gracia de 992. La legación barcelonesa que acompañó a Ramón Borrell a Carcasona era en verdad llamativa. Los nobles a caballo escoltaban las carretas, engalanadas con guirnaldas de flores, donde viajaban las damas. Destacaban los arreos de las caballerías, relucientes los resaltes de metal y lustrado el cuero de las guarniciones, y las blancas hacaneas de los clérigos. Las puntas de las lanzas de los soldados parecían hechas de plata pura, los atabales y la trompetería atronaban el espacio: los timbaleros llevaban el compás y los clarines lanzaban sus acordes al aire, mientras flameaban sus banderolas. La comitiva podía competir en gala y donosura con la de cualquier monarca de la tierra. El buen pueblo, en prietas hileras a pie de calle y desde las ventanas, agitaba palmas y aplaudía asombrado, lanzando a su paso una cascada de pétalos de rosa. El pelirrojo señor que presidía aquel majestuoso cortejo iba a desposar a su joven condesa y esa fecha pasaría a los anales de Carcasona.
En aquella jornada la iglesia mayor le pareció a Ermesenda más solemne que nunca. La nobleza se apretujaba en los ornados bancos, mientras el pueblo se arracimaba junto a las casas, intentando ver el paso de su condesita. Cuando del brazo de su padre traspasó la entrada del templo y oyó las notas del órgano, le pareció que el cielo se abatía sobre su cabeza. A través del tupido velo que cubría su rostro pudo observar sin ser observada al impresionante caballero de largos cabellos rojos que, vestido con una principesca armadura en cuyo peto refulgía un magnífico collar de oro del que pendía un camafeo de coral con el bajorrelieve de un jabalí, la aguardaba a pie firme delante del altar. El tiempo se detuvo y por un instante creyó que volvía a ser la niña que soñaba en su cama con momentos como aquél. Ermesenda llegó hasta él. Su padre la descolgó de su brazo y se instaló a un costado del presbiterio. Tras una reverencia, Ramón Borrell se colocó a su izquierda. De repente la música detuvo sus brillantes acordes y un impresionante silencio se apoderó del templo.
Ermesenda recordaba todos y cada uno de los detalles de la ceremonia. Dos obispos dirigían los oficios: el de Béziers y el de Barcelona, además del deán de Carcasona; una pléyade de importantes clérigos de ambas vertientes de los Pirineos, magníficamente ataviados con albas casullas y mantos bordados en oro, hacían las veces de simples acólitos. El momento culminante llegó, a la manera romana: uno de los ministros le indicó que colocara las manos a modo de cuenco y entonces Ramón Borrell depositó en ellas las arras de plata cuyo simbolismo tan bien conocía. Todo sucedía muy deprisa. Tomaron su mano izquierda, que asomó tímida y blanquísima por la ajustada bocamanga de su traje, y mientras Ramón Borrell introducía la alianza, ella escuchó sus palabras.