Authors: Chufo Llorens,Chufo Lloréns
Los años de su infancia fueron pasando y un ansia de nuevos conocimientos creció en su interior. Su madre, cuya cabellera se iba llenando de hebras de plata, insistió, en la esperanza de que aquella actividad le acercara a la Iglesia, en que un par de veces por semana montara en Muley, un viejo asno asmático retirado de toda actividad, y se acercara a la rectoría del pueblo donde don Sever, el párroco que ostentaba la canonjía de Vilabertrán, había accedido a enseñarle las cuatro reglas y los fundamentos de la gramática, a cambio de pobres emolumentos consistentes en productos de la tierra y algún que otro pollo o conejo. Para todo ello tuvo que pasar por las clases de catecismo y por la vida de los santos comentada por doctos hagiógrafos, que el buen hombre le daba a leer a fin de despertar su vocación, tarea que aceptó con gusto por miedo a que le retiraran de aquella actividad que tanto le interesaba.
—Martí —le decía el buen hombre—, si te aplicas podrás ser un hombre de Iglesia. Ten en cuenta que un abad o un obispo es tanto o más que un conde o un marqués, y tú eres muy listo...
Y sumando a las obligaciones contraídas la voluntaria de desbrozar su educación, comía con él en la rectoría y le enseñaba normas de cortesía, urbanidad y buena crianza y la manera de comportarse en cualquier mesa por encopetada que fuera. Entonces se acabaron las apasionantes excursiones hasta el golfo de Rosas montado en el pollino y los emocionantes recorridos por las calas de la zona nadando con sus amigos Felet y Jofre, entrando en cuevas sumergidas, imaginando aventuras y sobre todo escondiéndose en los cañizos de la ribera con el fin de observar cómo algunas mozas se quitaban el corpiño y las sayas para chapotear en la orilla entre risas y jolgorios.
Antes de la muerte de su abuelo, cuando iba a cumplir los cuatro años, le habían contado que el buen Dios se había llevado a su progenitor en una de las algaradas habidas en la guerra que el patrón de su padre mantenía con el «príncipe» de Olèrdola, cerca de Vic. Por lo visto, una azagaya le entró entre los omóplatos atravesando el almófar y segándole la vida. Recordaba perfectamente al mensajero que, acompañado del cura de su parroquia, trajo la mala nueva. Era al anochecer de un gélido día de noviembre; la tramontana aullaba endiablada llevándose por medio cualquier objeto que no estuviera a resguardo o bien aferrado, arrancando postigos que en algún descuido alguien hubiera dejado abiertos e incluso abatiendo grandes árboles. La techumbre de la casa crujía y se quejaba como un animal herido, cuando alguien golpeó la puerta. La lumbre estaba encendida en la chimenea, y los leños crepitaban su cálido mensaje. Junto al hogar estaban cenando los tres aparceros de la finca, y en la mesa larga, apartada a un costado y presidida por su madre, el ama Tomasa, el fiel Mateu Cafarell, que desde el día de su fracasada boda había acompañado a Emma, y él. Una algarabía de ladridos advirtió a los comensales allí reunidos que algo extraordinario ocurría en el exterior, y una voz familiar acompañó al ruido de la aldaba golpeando el portalón.
—Abrid, Emma, soy don Sever.
El viejo jardinero, que hacía las veces de mozo y de cochero, apartó a un lado su escudilla y, alzando un candil en la diestra, se encaminó a la puerta con paso vacilante, mientras el ama, inquieta, se secaba las manos con un trapo de cocina y cruzaba una mirada llena de temor con su madre. A indicación de su dueña, el hombre apartó el grueso travesaño de roble y descorrió los cerrojos; el portalón se abrió, la llama flameó un instante urgida por la corriente de aire y en el quicio apareció la esmirriada figura del cura, acompañado por un guerrero cuyo porte y altura impresionaron a Martí, quizá por el contraste. Nada más verlo supo, por la expresión del rostro de su madre, que era portador de malas nuevas. La voz, que aún resonaba en el oído de su memoria, corroboró su sospecha.
—Martí, ve a tu cuarto.
Recordaba que se escabulló rápidamente, tomando a Sultán, su pequeño cachorro, en los brazos, pero nada más traspasar la portezuela que separaba su cuartucho de la pieza principal, pegó su oreja a la madera y escuchó una mezcolanza de voces en las que sin duda, además de las conocidas de su madre y de su maestro, se sumaba la grave y solemne del mensajero. Le impresionó el frío comentario de su madre tras escuchar la mala nueva:
—Demasiado ha tardado en pasar lo que yo hace mucho que esperaba.
Al cabo de un buen rato se retiró el cortejo, volvieron a resonar las fallebas y el lastimero gemido de los goznes y pudo escuchar el murmullo de la conversación de su madre con el ama y con el viejo mozo. Martí, intuyendo que su madre entraría a darle las buenas noches, se desvistió rápidamente, y después de ponerse una camisa de felpa que le cubría hasta las corvas, se introdujo bajo las frazadas esperando acontecimientos que no se hicieron esperar. La puerta se abrió y la luz temblorosa de una candela precedió a su madre marcando en las losas del suelo un arco iluminado. Ella, tras dejar la palmatoria en una mesa, se sentó en el borde de la cama y Martí sintió su cálida mano apoyada en la frente y, con los ojos entrecerrados, observó la enorme sombra de la mujer proyectada en la pared del fondo. Los tiempos y las circunstancias la habían endurecido. Su voz sonó queda y neutra como la de aquel que anuncia algo irremediable, que por esperado ya es viejo.
—Martí, hijo mío, aunque siempre lo has sido, ahora eres realmente huérfano. Tu padre ha muerto haciendo lo que más le gustaba: la guerra. Su única herencia es un anillo que queda en mi custodia y que te he de entregar cuando cumplas dieciocho años. Antes de que la fecha venza, recibiré instrucciones acerca de lo que debes hacer con él y adónde debes dirigirte.
Aunque el hombre fallecido era su padre no sintió pena ni quebranto. Sin saber bien por qué, se incorporó en la cama y abrazó a su madre. Las convulsiones de su generoso pecho le indicaron que aquella mujer fuerte, que había presidido los días de su infancia, estaba llorando.
Aquélla fue la noche en la que decidió que un día u otro partiría: no estaba dispuesto a resignarse a ser toda la vida un campesino; su ambición era grande, y sus horizontes, si no se iba, estrechos. Sin embargo, antes de partir habrían de ocurrir muchas cosas, ya que el hombre propone y el destino dispone. A los dieciséis años descubrió el amor, o eso creyó entonces. En una de las ferias a las que acudía conoció a Basilia, una joven
pubilla
de su edad, de una masía de campesinos ricos; y en un pajar tuvo la gloria de tener en su mano un seno de muchacha. Creyó que aquello era el fin del mundo, y aunque sus amigos se rieron de él, no le importó y se dispuso a solicitar la autorización de su madre para cortejarla. Emma se lo tomó en serio y se informó; al cabo de poco le dio el gran disgusto de su corta vida, la muchacha estaba prometida a un rico
hereu
y ni en sueños iba a permitir su padre que un don nadie como él torciera sus planes.
Los días fueron pasando, transformándose en meses y años, y borraron de su mente la impresión de aquel fracaso amoroso. Al cumplir la edad establecida, su madre le entregó el anillo y un breve pergamino que, sin que él lo supiera, alguien había traído a su casa hacía relativamente poco tiempo. En él se leía un nombre y una dirección en Barcelona.
—Hijo, hace un mes alguien trajo esta misiva; debía entregártela a tu mayoría de edad. En ella leerás las instrucciones que debes seguir cuando llegues a la ciudad. Es algo así como un salvoconducto, que, si no he entendido mal, te abrirá las puertas hasta la persona que lo ha enviado. Ya eres un hombre y, aunque un sentimiento egoísta me impele a pedirte que permanezcas a mi lado, mi amor materno me indica que debo favorecer tu partida para no ser un obstáculo que se interponga en tu destino. No quiero ser un estorbo: marcha y no vuelvas la vista atrás. Aquí no tienes ya nada más que hacer.
—Madre, he esperado mucho tiempo, nada hay que no se pueda demorar unos meses: está por llegar la cosecha y no partiré dejándoos a vos sola con este trabajo. Cuando regrese, porque os juro, madre, que regresaré, habré sido digno de vuestros esfuerzos. Si no vuelvo, es que he muerto en el empeño.
El día de su partida abrazó a la encallecida mujer, que a pesar de sus lágrimas mantenía la entereza de siempre, y marchó a la aventura. Se volvió una última vez, y observó cómo las figuras de su madre, del ama Tomasa y de Mateu se empequeñecían en la distancia y al mismo tiempo crecían en su corazón. Azuzó a su montura y al ritmo monocorde de sus cascos se alejó de todo aquello que hasta aquel momento había constituido su mundo. Tenía dieciocho años y tres meses.
La cola fue avanzando y ya entrada la mañana llegó su turno. Uno de los soldados que controlaban la puerta le pidió razón de quién era y qué pretendía. Martí Barbany extrajo de su faltriquera el documento que portaba para uno de los canónigos de la catedral y el hombre, tras consultar al jefe de puerta y ver quién era el destinatario, le franqueó la entrada. Espoleó a su cabalgadura y en medio de la riada humana se introdujo en la gran ciudad, ascendió por una concurrida calle y, tras atravesar la plaza ante la que se encontraba el Palacio Condal y asombrarse ante la magnificencia del mismo, llegó al Hospital de la Catedral, la Pia Almoina, donde tenía su residencia el arcediano Llobet, a quien debía mostrar el documento que alguien había entregado a su madre. Descabalgó en la entrada, y tras atar a su cabalgadura en la barra de madera que se hallaba allá dispuesta a tal efecto y darle una moneda a un muchacho que se ofreció a vigilarla, se introdujo en el portal y se acercó a una mesa donde un joven clérigo recibía las visitas que se aproximaban a la casa para despachar cualquier asunto que dependiera de los canónigos y altos dignatarios que allí residían. El religioso le iba a atender cuando las campanas de la Pia Almoina comenzaron a sonar anunciando el Ángelus, y el repique de los badajos en las espadañas de los demás conventos e iglesias de Barcelona y alrededores hicieron lo propio. Toda actividad se interrumpió y la calle quedó paralizada: las gentes detuvieron su atareado ir y venir y, gorro en mano los hombres y cubiertas por mantones y mantellinas las mujeres, aguardaron a que los ecos del campaneo se detuvieran; entonces se reanudó la actividad.
—¿Qué se os ofrece?
El religioso había cobrado vida y con una voz cantarina y amable más propia de un chantre de coro preguntó a Martí Barbany su nombre y el motivo de su visita.
—Traigo una carta, un salvoconducto para el arcediano Llobet. Si sois tan amable, quisiera verlo.
Martí mostró la credencial y el clérigo, tras aproximar a su ojo derecho un grueso cristal soportado por un mango de madera, se dispuso a leer las letras del documento.
—Tened la bondad de aguardar un momento.
Hizo sonar una campanilla que estaba sobre su mesa y al punto compareció un tonsurado jovencito, que esperó órdenes.
—Llevaréis esta misiva al padre Llobet.
Martí Barbany intervino.
—Preferiría entregársela yo mismo, si no os importa: es mi credencial.
Y con estas palabras extendió la mano para que el otro le devolviera la carta. El hombre examinó detenidamente al resuelto visitante y se dijo que aquel muchacho, pese a su juventud y su aspecto un tanto pueblerino, debía de ser alguien singular.
—Como gustéis, pero creo bastante improbable que os atienda. El padre Eudald está muy solicitado y aunque tengáis una presentación, no acostumbra a recibir visitas sin previa audiencia.
—Decidle a su paternidad que Martí Barbany desea verle.
Entonces, el monje, como excusándose, aclaró:
—Lo que él decida escapa, como comprenderéis, a mi autoridad.
Al poco regresó el aprendiz de clérigo diciendo que el arcediano recibiría al visitante.
El monje miró con curiosidad al joven y añadió:
—Ya lo habéis oído. En todo el tiempo que llevo en esta portería es la primera vez que el arcediano recibe a alguien sin cita previa. ¡Por san Bartolomé que sois un hombre afortunado!
Barcelona, mayo de 1052
La tarea que se le presentaba al buen obispo no era precisamente agradable ni sencilla. Debería emplear a fondo sus mejores dotes de diplomático si pretendía salir indemne de aquella aventura que se mostraba harto difícil. De un lado, su lealtad a la condesa Ermesenda de Carcasona, estimulada sin duda por la munificencia que la señora tenía a bien prodigar sobre su diócesis de Vic; del otro, la buena causa que para él representaba todo aquello que favoreciera a los condados de Gerona y Osona de los que Ermesenda era usufructuaria, por expreso deseo de su difunto esposo el conde Ramón Borrell, en tanto el buen Dios la mantuviera en este mundo, aunque el titular del condado de Barcelona en aquellos momentos fuera su nieto: Ramón Berenguer I.
Las noticias viajaban lentamente en aquellos días. Sin embargo los mensajes que el papa Víctor II deseaba enviar a sus obispos y abades a través de la nutrida red de monasterios que mediaban entre las respectivas diócesis y Roma corrían con rapidez, y a fe que hubiera preferido mil veces no haber recibido el último.
El obispo Guillem era un hombre de Dios: se preocupaba de los fieles a él encomendados, ejercía la caridad y mediaba en todas aquellas cuestiones que requirieran su intervención con justo criterio y probada rectitud, a fin de evitar conflictos, ya fuere entre vecinos nobles que disputaran por un predio, ya fuere un siervo que se sintiera agraviado por la dote injusta aportada por la familia de la prometida de su
hereu
u otro que hubiera sido atacado mientras trabajaba la tierra en la
sagrera.
La cola que todas las mañanas se formaba a la puerta de su residencia a la espera de que sus servidores sacaran el caldero con el que se repartía la sopa de los pobres era en verdad nutrida y variopinta.
El mensajero había llegado por la noche, extenuado, y tan urgente se anunció el recado que su coadjutor no dudó en despertarle pese a que apenas había descansado después de la oración de laudes. Cuando un emisario del Papa traía algo realmente inaplazable la contraseña era: «El gallo cantará tres veces». Ante esta clave sus secretarios tenían órdenes de despertarle o buscarle en cualquier momento. Se vistió deprisa; no convenía a su elevado rango que un correo le viera sin su solemne vestimenta: el hábito sí hace al monje, y las apariencias mueven a la mayoría de los humanos a la consideración y al respeto. Se miró fugazmente en su bruñido espejo de cobre. Éste le devolvió una figura magnificente revestida de una solemne hopalanda morada y una cabeza cubierta por un pequeño solideo que ocultaba la tonsurada coronilla. Satisfecho de lo que se reflejaba en la pulida superficie, hizo pasar al enviado a sus aposentos privados. Venía el individuo cubierto aún del polvo del camino, de manera que su rostro era una máscara irreconocible; se arrodilló ante el abad, y tras besar su anillo extrajo de su escarcela un pergamino sellado y se lo entregó. Ordenó al lego que lo había introducido que le dieran alimento y descanso y se quedó solo en la estancia, dispuesto a leer la intempestiva misiva. Decía así: