—¡Amigos! Debemos soportar una tediosa espera hasta que se anuncie el veredicto, y ¡yo odio esperar! Por eso, esta noche daré un baile de máscaras en la Gruta de las Conchas y todo el mundo deberá asistir. ¡Todo el mundo, he dicho! —Sus ojos incoloros se fijaron en los de Claudia, y le dedicó una de sus dulces sonrisillas—. De lo contrario, me sentiré muy pero que muy decepcionada.
Los hombres hicieron reverencias y las mujeres saludaron con mucha educación. Cuando el séquito pasó como un torbellino, Claudia soltó un suspiro irritado. Entonces vio que a continuación aparecía el Impostor, rodeado del grupo de jóvenes más apuestos de la Corte. Al parecer, ya empezaba a ganarse partidarios.
También él hizo una graciosa reverencia.
—Me temo que no habrá dudas sobre el veredicto, Claudia.
—¿Habéis resultado convincente?
—¡Tendríais que haberme visto!
—A mí no me habéis convencido.
Él sonrió con cierta tristeza. A continuación la llevó aparte.
—Mi ofrecimiento sigue en pie. Casaos conmigo, Claudia. Nos comprometieron hace mucho tiempo, cumplamos el deseo de nuestros padres. Juntos podemos dar al pueblo la justicia que merece.
Claudia contempló su cara totalmente seria, su perfecta confianza, sus ojos preocupados, y recordó que, por un fugaz segundo, el mundo había parpadeado ante ella. Ahora volvía a dudar de qué parte de todo aquello era falso.
Liberó el brazo de la mano de Giles e hizo una reverencia.
—Esperemos a saber el veredicto.
El chico se quedó perplejo y después le correspondió con otra reverencia, fría.
—Puedo ser un enemigo temible, Claudia —dijo.
No lo dudaba. Fuera quien fuese, dondequiera que la reina lo hubiese encontrado, la confianza que el muchacho tenía en sí mismo era de lo más real. Claudia observó cómo se reunía con los cortesanos, y sus ropajes de seda brillaron con los rayos de luz que se colaban por los ventanales. Entonces se dio la vuelta y entró en el Salón del Consejo, ahora vacío.
Finn continuaba sentado en la butaca, en el centro de la sala.
Alzó la mirada y Claudia vio al instante lo tormentoso que había resultado el interrogatorio. Parecía agotado y lleno de amargura.
Claudia se sentó en el banco.
—Se acabó —dijo él.
—Aún no lo sabes.
—Tenía testigos. Una fila entera: sirvientes, cortesanos, amigos. Nos miraron a los dos y todos dijeron que él era Giles. Tenía respuestas para todas las preguntas. Incluso tenía esto. —Se subió la manga y miró fijamente el águila de la muñeca—. Y yo no tenía nada, Claudia.
No sabía qué responder. Odiaba esa sensación de impotencia.
—Pero ¿sabes una cosa? —Se frotó suavemente el tatuaje descolorido con el dedo—. Ahora que nadie me cree (tal vez ni siquiera tú), ahora es la primera vez desde que llegué al Reino que de verdad sé que soy Giles.
Claudia abrió la boca y la cerró de nuevo.
—Esta marca… era lo que me daba fuerzas para seguir adelante cuando estaba en Incarceron. Solía tumbarme por la noche y soñar despierto con cómo serían las cosas en el Exterior, pensar en quién era en realidad. Imaginaba a mi padre y a mi madre, un hogar acogedor, alimento suficiente para saciarme, imaginaba a Keiro vestido con todas las prendas opulentas que quisiera. Solía mirar esta marca y convencerme de que tenía que significar algo. Un águila con corona que muestra las alas extendidas. A punto de echar a volar.
Claudia tenía que sacarlo de allí como fuera.
—No es necesario que esperemos a saber el veredicto. Tengo un plan. Conseguiré que nos preparen dos caballos, que los ensillen en secreto, y los dejen en el linde del Bosque, a medianoche. Podemos cabalgar hasta el feudo del Guardián y utilizar el Portal para contactar con mi padre.
Finn no la escuchaba.
—El viejo del Bosque dijo que Sáfico se marchó volando. Voló hacia las estrellas.
—Y la reina ha organizado un baile de máscaras. ¡Es la mejor coartada!
Finn levantó los ojos hacia ella y Claudia vio los signos de los que Jared le había advertido; los labios cada vez más pálidos, la mirada extrañamente desenfocada. Corrió a su lado.
—Mantén la calma, Finn. No te des por vencido. Keiro encontrará a mi padre y…
La habitación se desvaneció.
Se convirtió en una cámara de mugre, llena de telarañas y cables. Por un segundo, Finn supo que había regresado al mundo gris de Incarceron.
Entonces, la sala del Consejo Real volvió a resplandecer a su alrededor.
Finn la miró con fijeza.
—¿Qué ha sido «eso»?
Claudia tiró de él como pudo para que se pusiera de pie.
—Creo que era la realidad, Finn.
Keiro escupió el último resto de trapo mojado y abrió la boca para coger una buena bocanada de aire. Respirar era un gran alivio; de paso, se dio el placer de soltar unos cuantos juramentos despiadados. Lo habían amordazado para impedir que siguiera hablándoles. Saltaba a la vista que sabían que era irresistible. Sin perder tiempo, se acuclilló y bajó las muñecas encadenadas hasta el suelo con la intención de pasar los pies por los brazos hacia atrás, para lo cual tuvo que estirar todo lo posible los músculos de las extremidades. Ahogó un gemido cuando notó el dolor de los hematomas. Pero por lo menos ahora tenía las manos delante del cuerpo.
La celda se balanceaba bajo sus pies. Si aquel lugar estaba fabricado verdaderamente con mimbre y juncos, debía ser capaz de abrir una grieta cortando las fibras. Sin embargo, no tenía herramienta alguna, y siempre cabía la posibilidad de que, debajo de la celda suspendida, no hubiera nada más que vacío.
Sacudió la cadena y la tanteó.
Los eslabones eran de un acero finísimo y habían sido entrelazados con sumo esmero. Tardaría horas en deshacer aquellos nudos, y además, era muy probable que las mujeres oyeran el tintineo.
Keiro hizo un mohín. Tenía que salir de allí de inmediato, porque Attia no bromeaba. Estaba loca de remate, así que lo mejor que podía hacer Keiro era abandonarla allí, en ese nido de devotas ciegas por las estrellas. Otro hermano de sangre que lo traicionaba. Desde luego, sabía cómo elegirlos.
Escogió el eslabón que tenía aspecto de ser más débil y retorció las manos hasta que la uña del dedo índice pudo deslizarse por el delgado agujero. Entonces hizo fuerza.
Metal contra metal, el delgado eslabón empezó a ceder. No notaba dolor, cosa que lo aterrorizó, porque ¿dónde terminaba el metal y dónde empezaban los nervios? ¿En su mano? ¿En su corazón?
El pensamiento lo ayudó a romper el primer eslabón con una rabia repentina; al instante, se inclinó cuanto pudo para sacar el siguiente eslabón del engarce. La cadena cayó al suelo, dejándole libres las muñecas.
Sin embargo, antes de que pudiera ponerse de pie, oyó pasos y el bamboleo de la jaula le indicó que una de las chicas se acercaba, así que al instante se rodeó las muñecas improvisadamente con la cadena y se sentó, apoyado en los barrotes.
Cuando Omega entró por la puerta con otras dos muchachas apuntándolo con sendos trabucos, Keiro se limitó a sonreírle:
—Hola, preciosa —le dijo—. Sabía que no podrías resistirte.
A Jared le habían dado una habitación en lo alto de la Séptima Torre. El ascenso lo había dejado sin resuello, pero había merecido la pena por la vista que desde allí tenía del Bosque, kilómetros oscuros de árboles sobre las colinas del crepúsculo. Se asomó por la ventana, con ambas manos en el alféizar arenoso, y respiró el cálido anochecer.
Vio las estrellas, brillantes e inalcanzables.
Por un instante, creyó que un velo pasaba ondeando por delante de ellas, que su brillo palidecía. Por un instante, los árboles más cercanos le parecieron muertos y blancos y fantasmales. Luego desapareció esa confusión. Se frotó los ojos con ambas manos. ¿Era culpa de la enfermedad?
Unas polillas bailaban alrededor del candil.
La habitación que había a su espalda era muy austera. Tenía una cama, una silla con una mesa y un espejo que Jared había descolgado para darle la vuelta contra la pared. No le importó: cuantas menos cosas hubiera en el dormitorio, menos probabilidades había de que estuviera pinchado.
Se asomó hacia la noche, sacó un pañuelo del bolsillo, desenvolvió el disco, lo colocó en el alféizar y lo activó.
La pantalla era diminuta, pero de momento, Jared conservaba una vista perfecta.
«Obligaciones del Guardián.» Las palabras se sucedían con rapidez. Había decenas de subtítulos. Provisión de alimentos, instalaciones educativas, cuidados médicos (detuvo un instante la mano sobre esa expresión, pero enseguida continuó avanzando), prestaciones sociales, mantenimiento estructural… Tanta información que tardaría semanas en leerla. ¿Cuántos Guardianes habrían leído de cabo a rabo todas las indicaciones? Probablemente, el único había sido Martor Sapiens, el primero. El artífice.
Martor.
Buscó un apartado sobre el diseño de Incarceron y fue acotando el campo para dar con la estructura, donde encontró una entrada con encriptación doble en el último archivo. No supo descifrarla, pero la abrió.
La pantalla mostró una imagen que le hizo sonreír, allí asomado, bajo las estrellas. Se trataba de la Llave de cristal.
—Únete a nosotras —le suplicó Ro—. Deja que se lleve el Guante y quédate con nosotras.
En lo alto del viaducto, Attia esperaba con el Guante en la mano y un hatillo de comida en la espalda, mientras contemplaba cómo tres mujeres armadas empujaban a Keiro para que pasase por el agujero.
Tenía la chaqueta llena de mugre y el pelo rubio deslucido y grasiento.
Al principio se sintió tentada. Cuando se topó con la mirada interrogante de Keiro, soñó por un momento con desembarazarse de esa loca obsesión que lo consumía, con encontrar su propio rincón de calidez y seguridad. Tal vez incluso pudiera intentar hallar a sus hermanos, en algún lugar remoto del Ala en la que había vivido antes de que los Comitatus la sacaran a rastras para que fuera su perro-esclavo.
Pero entonces Keiro exclamó:
—¡Es que te vas a quedar ahí plantada todo el día! Quítame estas cadenas.
Y algo se sacudió dentro de ella, algo que pudo haber sido un gélido escalofrío de realidad. Se sintió fuerte y decidida. Si Incarceron conseguía el Guante, su ambición sería absoluta. Se liberaría a sí mismo y dejaría la Cárcel convertida en una carcasa oscura e inerte. Tal vez Keiro pudiera Escapar, pero nadie más lo haría.
Cogió el Guante y lo sostuvo en el aire.
—Lo siento, Keiro —dijo—. No puedo permitir que lo hagas.
Las manos del chico se aferraron a las cadenas.
—¡¡Attia!!
Pero ella balanceó el Guante y lo arrojó al vacío.
Al cabo de una hora de trabajo, con las polillas revoloteando alrededor del candil en el alféizar, el código le fue desvelado y, con un suspiro de letras ondulantes, la palabra SALIDAS apareció en la pantalla. El agotamiento de Jared se esfumó. Se sentó con la espalda recta y leyó con avidez.
1. Habrá una única Llave, que permanecerá en manos del Guardián en todo momento.
2. La Llave no será imprescindible para acceder al Portal, pero será el único modo de regresar de Incarceron, a excepción de:
3. La Salida de Emergencia.
Jared tomó aire. Echó un vistazo rápido a su alrededor. La habitación estaba silenciosa y umbría. El único movimiento era el de su propia sombra inmensa dibujada en la pared y el de las polillas oscuras, que revoloteaban a la luz del candil y por encima de la diminuta pantalla.
En el supuesto de que se perdiera la Llave, existe una puerta secreta. En el Corazón de Incarceron se ha construido una cámara que resistirá cualquier colapso espacial catastrófico o cualquier otro desastre ambiental. No debe utilizarse ese canal a menos que sea absolutamente necesario. Es imposible garantizar su estabilidad. Para que dicha salida pueda emplearse, se ha construido una red neural móvil, que deberá llevarse en la mano. Se activa mediante la recepción de emociones extremas y, por lo tanto, no será activada hasta que se viva una situación de grave peligro. Le hemos dado un nombre secreto a esa puerta, que sólo el Guardián conoce. El nombre es SÁFICO.
Jared leyó la última frase. Y volvió a leerla. Se reclinó en la silla, con el aliento convertido en vaho por el aire fresco de la noche, y no prestó atención a la polilla que había aterrizado sobre la pantalla ni a los pasos rotundos que subían por la escalera.
En el exterior, las estrellas brillaban en el cielo eterno.
Cuando nació, silencioso y solo, su mente estaba vacía. No tenía pasado ni entidad. Se descubrió en el lugar más recóndito de la penumbra y la soledad.
—Dame un nombre —suplicó.
La Cárcel contestó:
—Éste será tu destino, Preso. No tendrás nombre a menos que yo te lo otorgue. Y nunca te lo otorgaré.
El hombre rezongó. Extendió los dedos y palpó unas letras que sobresalían en la puerta. Unas enormes letras de hierro con el contorno remachado.
Al cabo de varias horas, había recorrido todas las formas.
—Sáfico —dijo—. Así me llamaré.
Leyendas de Sáfico
Keiro saltó.
Con un suspiro, Attia observó la trayectoria de su grandioso salto. La cadena se sacudió. Atrapó el Guante.
Y luego desapareció.
Attia se asomó al abismo para agarrarlo; Ro la agarró a ella. Durante la caída, Keiro empezó a sacudir una mano; se aferró de la hiedra con la otra mano y se balanceó, pero chocó con un lateral del viaducto, una contusión que debería haberlo dejado inconsciente. No obstante, sin saber cómo, consiguió mantenerse agarrado, se retorció y arañó las hojas satinadas para no soltarse.
—¡Imbécil! —lo insultó Attia.
Keiro seguía sujetándose de la hiedra. Alzó la vista hacia ella y Attia vio el triunfo magullado en sus ojos.
—¿Y ahora qué, perro-esclavo? —chilló—. ¿Me ayudas a subir o me tiro?
Antes de que la chica pudiera contestar, un movimiento los estremeció a todos. Bajo los pies de Attia, el viaducto retemblaba. Una vibración aguda y débil reverberaba en sus vigas y sus mallas.
—¿Qué es eso? —susurró Attia.
Ro se dio la vuelta y sus ojos dispares escudriñaron la oscuridad. Ahogó un suspiro; tenía la cara blanca como el papel.
—Ya vienen.
—¿Qué? ¿Otra migración? ¿Aquí arriba?