—Sáfico.
El anciano la miró primero a ella, y después a Finn.
—Así que en la Corte también sabéis cómo se llama. Me sorprendes, señorita doncella de la condesa.
—Sólo lo saben los sirvientes —se apresuró a decir Finn—. Pero conocemos muy pocas cosas sobre él. Salvo que Escapó de Incarceron.
Le tembló la mano con la que sujetaba el cuenco. Se preguntó qué diría el anciano si supiera que Finn había hablado con el propio Sáfico en visiones.
—¿Que Escapó? —El anciano negó con la cabeza—. No lo había oído nunca. Sáfico apareció de la nada con el resplandor de un relámpago cegador. Poseía grandes poderes mágicos… Dicen que convertía las piedras en pasteles, y que bailaba con los niños. Prometió renovar la luna y liberar a los Presos.
Claudia se quedó mirando a Finn. Se moría de ganas de saber más cosas, pero si hacían demasiadas preguntas, el anciano acabaría por dejar de hablar.
—¿Dónde apareció exactamente?
—Hay quien dice que en el Bosque. Otros dicen que en una cueva lejana, en el norte, donde todavía se ve un círculo carbonizado en medio de la montaña. Pero ¿quién va a tragarse algo así?
—¿Dónde está ahora? —preguntó Finn.
El anciano lo penetró con la mirada.
—¿No lo sabes? Intentaron liquidarlo, por supuesto. Pero se convirtió en cisne. Cantó su última melodía y voló hacia las estrellas. Un día regresará y terminará con la Era para siempre.
La pestilente habitación se quedó en silencio. Únicamente se oía el crepitar del fuego. Claudia no miró a Finn. Cuando su amigo volvió a abrir la boca, su pregunta hizo que Claudia se atragantara.
—Bueno, viejo, entonces, ¿qué sabes sobre los Lobos de Acero?
Tom palideció.
—No sé nada.
—¿Ah no?
—Ni los nombres.
—¿Por qué? ¿Porque planean la revolución, igual que tu vecino el deslenguado? ¿Porque quieren matar a la reina y al príncipe, y destruir el Protocolo? —Finn asintió—. En ese caso, haces bien en guardar silencio. Supongo que ellos te habrán dicho que cuando eso ocurra, la Cárcel se abrirá y ya no existirá el hambre. ¿Te lo crees?
El jorobado le desafió con una mirada serena desde el otro lado de la mesa.
—¿Y tú? —susurró.
Siguió un silencio tenso que se truncó por las patadas y el estruendo de los cascos, por el grito de un niño.
Tom se puso de pie lentamente.
—Los hijos de Rafe han encontrado vuestros caballos. —Miró a Claudia y luego otra vez a Finn antes de decir—: Me parece que aquí ya se han dicho demasiadas cosas. Mozo, tú no eres un sirviente. ¿Eres un príncipe?
Finn sonrió con amargura.
—Soy un Preso, viejo. Igual que tú.
Se montaron en los caballos y regresaron cabalgando tan rápido como les fue posible. Claudia les había dado a los niños todas las monedas que llevaba en los bolsillos. Ninguno de los dos tenía ganas de hablar. Finn estaba atento por si les tendían otra emboscada, Claudia todavía reflexionaba acerca de las injusticias de la Era, acerca de su aceptación ingenua de las riquezas. ¿Por qué tenía que ser rica? Había nacido en Incarceron. De no haber sido por las ambiciones del Guardián, todavía continuaría allí.
—Claudia, mira —dijo Finn.
Finn tenía los ojos fijos en los árboles, y cuando la chica levantó la vista, alarmada por su voz, vio una alta columna de humo que se elevaba.
—Parece un incendio.
Ansiosa, espoleó al caballo. Cuando emergieron del bosque y galoparon por debajo de la barbacana, el olor acre aumentó. El humo llenaba los patios interiores del palacio y, desde su veloz montura, oyeron el crujido del viento entre las llamas. Un ejército frenético de palafreneros, mozos y sirvientes corrían, sacaban del establo a los caballos y las aves de presa que graznaban, mientras otros llenaban cubos de agua en el pozo.
—¿Dónde es? —preguntó Claudia mientras bajaba del caballo.
Sin embargo, ya había visto dónde se había producido el incendio. Toda la planta baja del Ala Este estaba en llamas, los criados arrojaban muebles y cortinas por los ventanales, la gran campana repicaba sin cesar y unas bandadas de palomas nerviosas revoloteaban en el aire caliente.
Alguien se le acercó y al momento oyó la voz de Caspar:
—Qué pena, Claudia. Después de todo lo que se había esforzado nuestro querido Jared…
Las bodegas. ¡El Portal! Claudia suspiró y corrió detrás de Finn. Él ya estaba junto a una de las puertas, y un humo negro le azotaba la cara; las llamas resplandecían con furia en el edificio. Lo agarró, pero él la apartó. Entonces volvió a agarrarlo y le chilló que retrocediera. Finn se dio la vuelta, con la cara blanca por la conmoción.
—¡Keiro! ¡Es la única forma que tenemos de llegar a él!
—Se acabó —dijo ella—. ¿Es que no lo ves? La emboscada era para apartarnos de aquí. Han sido ellos.
Finn siguió la mirada de Claudia y miró hacia atrás.
La reina Sia estaba asomada a un balcón, con un pañuelo de encaje blanco pegado a la cara. Detrás de ella, tranquilo y ajeno a todo aquello, con los ojos puestos en la amalgama ruinosa de piedra y fuego, estaba el Impostor.
—¡Han destruido el Portal! —gritó Claudia llena de preocupación—. Y no sólo está Keiro. Han encerrado a mi padre en el Interior.
Un gran invierno eterno se cernerá sobre el mundo.
La oscuridad y el frío se expandirán de Ala en Ala.
Llegará alguien llamado Insapient, de muy lejos,
del Exterior.
Urdirá un plan nefasto con Incarceron.
Juntos fabricarán al Hombre Alado…
Profecía de Sáfico para el Fin del Mundo
Attia se agarró con fuerza a Keiro para no caerse del caballo y miró por encima del hombro del muchacho.
Por fin habían llegado a lo que parecía el límite del bosque espinoso, porque el camino conducía colina abajo hasta una zona despejada. El caballo se detuvo fatigado, piafó y exhaló aire escarchado.
Delimitando el camino había un arco negro. Estaba rodeado de pinchos, y en la parte superior vieron apoyado un pájaro de cuello largo.
Keiro frunció el entrecejo.
—Qué asco. Incarceron juega con nosotros y nos hace comer de su mano.
—Ojalá tuvieras razón y nos hiciera comer, aunque fueran migajas. Nos hemos terminado casi todas las provisiones.
Keiro espoleó al caballo para que siguiera avanzando.
Conforme se acercaban a él, el arco negro fue creciendo; su impresionante sombra se extendió hacia ellos hasta que entraron en la oscuridad. Ahora el camino resplandecía por la escarcha; los cascos del caballo repicaban con una claridad metálica sobre el pavimento de acero. Attia levantó la mirada. El pájaro de la cúspide era enorme, con esas alas oscuras… Sin embargo, cuando por fin pasaron con el caballo por debajo del arco, Attia se dio cuenta de que era una estatua, y no la de un pájaro, sino la de un hombre con unas grandes alas, como si estuviera a punto de emprender el vuelo.
—Sáfico —susurró.
—¿Qué?
—La estatua… Es Sáfico.
Keiro rio con sorna.
—Menuda sorpresa.
Su voz se redobló con un eco. Estaban inmersos en una cúpula; olía a orín y humedad, y un limo verde discurría por las paredes. Attia se sentía tan agarrotada que le habría gustado pararse, desmontar del caballo y continuar caminando, pero Keiro no estaba de humor para interrupciones. Desde que habían hablado con Finn, se había quedado callado y taciturno, y sus respuestas habían sido más afiladas que de costumbre. Eso, cuando no había ignorado por completo a Attia.
Aunque en el fondo ella tampoco tenía demasiadas ganas de hablar. Oír la voz de Finn le había provocado una alegría repentina, pero que casi al instante se había apagado, porque el chico sonaba muy diferente, parecía tremendamente ansioso.
«No os he olvidado. No os he abandonado. Pienso en vosotros continuamente.»
¿Era cierto? ¿De verdad esa nueva vida no era el Paraíso que Finn esperaba encontrar?
En la oscuridad de la cúpula, Attia dijo enojada:
—Deberías haberme dejado que les hablara del Guante. El Sapient sabía que pasaba algo. A lo mejor nos habría ayudado…
—El Guante es mío. Que no se te olvide.
—Es nuestro.
—No tires de la cuerda, Attia. —Se quedó callado un momento y después murmuró—: «Encontrad al Guardián», nos dijo Finn. Bueno, pues eso es lo que vamos a hacer. Si Finn nos ha dejado en la estacada, tendremos que cuidar de nosotros mismos.
—Entonces, no fue porque tuvieras miedo de contárselo —le recriminó Attia con acritud.
Los hombros de Keiro se tensaron.
—No. No fue por eso. El Guante no es asunto suyo.
—Pensaba que los hermanos de sangre lo compartían todo.
—Finn tiene la libertad. Y no la ha compartido conmigo.
De repente salieron del recinto abovedado y el caballo se detuvo, como si estuviera sorprendido.
En esa Ala, la luz era de un tono rojo apagado. A sus pies se extendía una estancia más grande que todas las que Attia había visto hasta entonces, con el suelo distante y cruzado en zigzag por pasillos y senderos. Finn y Attia se hallaban a la altura del techo, y ante ellos discurría un gigante viaducto serpenteante por el que continuaba el camino, de forma que Attia pudo ver cómo sus arcos y columnas esbeltas desaparecían en la neblina. En las profundidades de aquel pabellón ardían unas hogueras diminutas como pequeños Ojos de Incarceron.
—Estoy molida.
—Pues bájate del caballo.
Attia se deslizó por el flanco y notó la estabilidad del camino bajo sus pies. Se aproximó a la oxidada superficie del viaducto y se asomó como si fuera un balcón.
Abajo, a lo lejos, había personas, miles de personas. Grandes grupos migratorios que empujaban carros y vagonetas, con niños en brazos. Vio rebaños de ovejas, unas cuantas cabras, algunas de las tan apreciadas vacas, y distinguió la armadura del vaquero que resplandecía con la luz cobriza.
—Mira. ¿Adónde va toda esa gente?
—En sentido opuesto a nosotros. —Keiro no descabalgó. Permaneció erguido en la montura, mirando por encima del hombro—. En la Cárcel la gente no deja de desplazarse. Siempre creen que hay un lugar mejor. La siguiente Ala, el siguiente nivel. Son tontos.
Tenía razón. A diferencia de lo que ocurría en el Reino, Incarceron estaba en continuo cambio; las Alas se reabsorbían, las puertas y trampillas se sellaban solas, las barras de metal se expandían formando túneles. Pero aun así, Attia se preguntaba qué cataclismo habría provocado que semejante número de personas emigraran a la vez, qué fuerza las animaba a continuar. ¿Era por culpa de la luz que se iba apagando? ¿O del frío creciente?
—Vamos —dijo Keiro—. Tenemos que cruzar esta cosa, así que empecemos cuanto antes.
A Attia no le gustaba la idea. El viaducto apenas era lo bastante ancho para que pasara un carromato. No tenía parapetos, sólo una superficie surcada de baches con óxido y un abismo de aire a cada lado. Era tan alto que unas débiles nubes pendían inmóviles como volutas a su alrededor.
—Deberíamos agarrar al caballo. Si le entra el pánico…
Keiro se encogió de hombros y desmontó.
—Vale. Yo voy primero y tú me sigues. Ten los ojos bien abiertos.
—¡Nadie va a atacarnos aquí arriba!
—Ese comentario demuestra por qué fuiste un perro-esclavo y yo estuve a punto de… ser… Señor del Ala. Estamos en un camino, ¿no?
—Sí…
—Entonces alguien será el dueño. Todos los caminos tienen dueño. Si tenemos suerte, nos pedirán que paguemos un peaje al final del viaducto.
—¿Y si no tenemos suerte?
Él se echó a reír, como si el peligro lo hubiera animado.
—Descenderemos rápido, por decirlo de alguna forma. Aunque tal vez no, porque la Cárcel está de nuestra parte. Tiene motivos para mantenernos a salvo.
Attia observó cómo Keiro conducía al caballo por el viaducto antes de decir en voz baja:
—Incarceron quiere el guante. Supongo que no le importará quién se lo lleve.
Keiro la había oído, estaba segura. Pero no volvió la cabeza.
Cruzar la estructura oxidada era peligroso. El caballo estaba inquieto; relinchó y, en una ocasión, se inclinó hacia un lado. Por eso, Keiro intentaba calmarlo continuamente con un murmullo bajo pero irritado, en el que los insultos se entretejían con las palabras de aliento. Attia procuraba no mirar a los lados. Soplaba un viento fuerte que la empujaba con descaro; se abrazó el cuerpo, consciente de que, de un plumazo, Incarceron podía hacerla caer al abismo. No había nada a lo que agarrarse. Caminaba aterrada, con un pie detrás de otro.
La superficie estaba corroída. Sobre ella se acumulaban despojos, virutas de metal, mugre abandonada, retales de tela recogidos por el viento que ondeaban como banderas harapientas. Sus pies crujieron al pisar los frágiles huesos de un pájaro.
Se concentró en caminar, sin levantar apenas la cabeza. Poco a poco tomó conciencia del espacio vacío, del vértigo del aire. Unos zarcillos pequeños y oscuros empezaron a extenderse por el camino.
—¿Qué es eso?
—Hiedra. —El murmullo de Keiro estaba cargado de tensión—. Sube desde el suelo del pabellón.
¿Cómo podía haber llegado tan alto? Attia miró de soslayo hacia la derecha y el vértigo la inundó igual que el sudor. Unas personas diminutas avanzaban en la superficie, el sonido de las ruedas y de sus voces debilitado por el viento. El abrigo se le pegó al cuerpo.
La hiedra se espesó. Pasó a ser una masa traicionera de hojas brillantes. En algunos puntos era imposible traspasarla; Keiro tuvo que reconducir al caballo, muerto de miedo, por el borde del viaducto, mientras sus cascos repicaban contra el metal. Su voz se convirtió en un murmullo apenas audible:
—Vamos, saco de huesos. Vamos, llorón inútil.
Entonces se detuvo.
El viento le arrebató la voz.
—Aquí hay un agujero muy grande. Ten cuidado.
Cuando Attia se acercó, lo primero que vio fue el borde chamuscado, corroído por el óxido. El viento se colaba hacia arriba por el agujero. Abajo se veían unas vigas de metal también oxidadas, con nidos deshabitados en la intersección apuntalada con remaches. Una pesada cadena se perdía en el vacío.
No tardaron en aparecer otros agujeros. El sendero se convirtió en una pesadilla cambiante, que crujía como un mal agüero cada vez que el caballo apoyaba un casco en el suelo. Al cabo de unos minutos, Attia se sorprendió al ver que Keiro se detenía.