«Su estudio…»
Claudia intentó ocultar la chispa de conmoción que esas palabras habían encendido en ella.
—Gracias, gracias.
Sin pararse a pensar siquiera en lo que acababa de decir, giró sobre sus talones dispuesta a marcharse, pero la voz de Medlicote la detuvo.
—Lady Claudia. Una cosa más. Nos hemos enterado de que, cuando el falso príncipe sea ejecutado, vos compartiréis su destino.
—¡¿Qué?!
Se había quedado quieto, con las gafas en las manos y los hombros grisáceos caídos. Iluminado por el sol, de pronto parecía un agitado hombre medio ciego.
—Pero no puede…
—Os lo advertí, mi lady. Sois una Presa que ha escapado. Si la reina termina con vos, no estará violando ninguna norma.
Claudia se quedó helada. Era increíble.
—¿Estáis seguro?
—Uno de los consejeros reales tiene una amante, que es una de nuestras colaboradoras. Él fue quien le contó que la reina se había mostrado contundente al respecto.
—¿Se enteró de algo más? ¿Sabéis si la reina fue quien puso en la partida al Impostor?
Medlicote la miró fijamente.
—¿Eso os preocupa más que vuestra propia muerte?
—¡Decídmelo!
—Por desgracia, no. La reina insiste en que ignora cuál de los dos muchachos es su verdadero hijastro. No ha dicho ni una palabra a su Consejo de asesores.
Claudia echó a andar y aplastó el capullo de rosa con la mano.
—Pues no tengo intención de dejar que me ejecuten, ni ella ni vuestros Lobos ni nadie. Muchas gracias.
Ya se había escabullido por una arcada de rosales trepadores cuando Medlicote dio un paso hacia ella y le dijo en voz baja:
—El Maestro Jared fue chantajeado para que dejase de trabajar en el Portal. ¿Lo sabíais?
Claudia se quedó inmóvil como un muerto, sin volverse siquiera. Las rosas eran blancas, su aroma era perfecto. Unas abejas gordas zumbaban en sus pétalos. Había una espina en el capullo aplastado que aún llevaba en la mano; se pinchó y lo soltó de inmediato.
Medlicote no se acercó más. Continuó hablando con voz pausada:
—La reina le ofreció…
—No hay nada —entonces Claudia se dio la vuelta y casi escupió las palabras—… «nada» que la reina pudiera ofrecerle y que él aceptara. ¡Nada!
Repicó una campana, y después otra de la Torre de Marfil. Era la señal de que iba a dar comienzo el interrogatorio de los candidatos. Medlicote le aguantó la mirada. Entonces se puso las gafas e hizo una reverencia torpe.
—Perdóneme, mi lady, habrá sido un malentendido.
Temblorosa, Claudia observó cómo se marchaba el secretario. Ignoraba qué parte de su nerviosismo se debía a la rabia, y qué parte se debía al miedo.
Jared bajó la mirada con una sonrisa de tribulación hacia el libro que tenía entre las manos. Había sido su favorito cuando estudiaba en la Academia: un librito rojo con unos poemas misteriosos y crípticos que languidecían en las estanterías, sin que nadie los leyera. En ese momento, al abrir las páginas, encontró la hoja de roble que él mismo había colocado allí en otra época, en la página cuarenta y siete, en el soneto que hablaba de la paloma que enmendaría la devastación de los Años de la Ira, con una rosa florecida en el pico. Mientras releía los versos dejó que sus recuerdos vagaran hasta aquel tiempo. No era tan lejano. Jared había sido el graduado más joven de la Academia desde la implantación del Protocolo, y todos lo creían excepcional, le auguraban una carrera fantástica.
La hoja de roble era tan frágil como una tela de araña, un esqueleto de venas.
Con dedos ligeramente temblorosos, cerró el libro y volvió a colocarlo en su lugar. No podía abandonarse a semejante autocompasión.
La biblioteca de la Academia era una colección inmensa y silenciosa de salas. Librerías de madera de roble altísimas y rebosantes, algunas de ellas cerradas con llave, formaban filas y más filas por los pasillos y las galerías. Los Sapienti se acurrucaban sobre manuscritos y tomos ilustrados, raspaban con sus plumas de ave en pupitres que estaban iluminadas por lamparillas que parecían velas, pero que en realidad eran diodos personales de alta intensidad alimentados por unos generadores subterráneos ocultos. Jared calculó que por lo menos un tercio de la energía que aún quedaba en el Reino se consumía en ese lugar. Aunque no sólo en la Biblioteca, por supuesto. Las teóricas plumas de ave estaban conectadas a un ordenador central que también dirigía el observatorio lunar y la completísima ala médica. Aunque odiaba reconocerlo, la reina tenía razón. Si en algún momento de la historia había existido una cura para su enfermedad, ése era el único lugar donde tal vez todavía pudiera encontrarla.
—¿Maestro? —El bibliotecario había regresado con la carta de la reina en la mano—. Todo está aclarado. Por favor, seguidme.
La Esotérica constituía el corazón de la biblioteca. Corrían rumores de que era una cámara secreta, a la que sólo tenían acceso el Primer Gran Sapient y el Guardián. Era evidente que Jared nunca había pisado la estancia. Su corazón se alborozó por la emoción.
Recorrieron las distintas salas y cruzaron un pasillo lleno de mapas, para después subir una escalera de caracol que conducía a una pequeña galería que rodeaba la parte superior de la sala de lectura, a poca distancia de la cornisa polvorienta. En el rincón más alejado había una alcoba en penumbra que albergaba un escritorio y una silla, con los brazos tallados en forma de serpientes entrelazadas.
El bibliotecario hizo una reverencia.
—Si necesitáis algo más, por favor, pedídselo a uno de mis ayudantes.
Jared asintió y se sentó. Procuró no dejar traslucir su sorpresa y su decepción; esperaba encontrar algo más secreto, más impresionante, aunque tal vez fuera un ingenuo.
Miró a su alrededor.
A simple vista no se distinguía ningún mecanismo de vigilancia, pero estaba ahí, lo percibía. Metió las manos en la túnica y sacó con cuidado el disco que tenía preparado. Lo deslizó bajo el pupitre y el artilugio se adhirió con total hermetismo.
El escritorio, a pesar de su aspecto, era metálico. Lo tocó y una parte del revestimiento de madera se convirtió en una pantalla que se encendió con discreción. En ella ponía: «HABÉIS ENTRADO EN LA ESOTÉRICA».
Se puso a investigar sin tardanza. Al instante, unos diagramas del sistema linfático y nervioso se dibujaron en la pantalla. Los analizó con suma atención, contrastándolos con los fragmentos de información médica que todavía quedaban dentro del sistema. La sala que tenía a sus pies estaba en silencio, y los formales bustos de los Sapienti de antaño observaban con severo rigor desde sus pedestales de mármol. En la parte exterior del lejano ventanal arrullaban unas cuantas palomas.
Un bibliotecario pasó junto a él en completo silencio, con un rollo de pergamino en la mano. Jared sonrió levemente.
Lo vigilaban de cerca.
A las tres, la hora a la que estaba programado el breve chubasco de la tarde, ya estaba listo. Cuando la luz menguó y la sala se volvió más penumbrosa, deslizó la mano por debajo del pupitre y tocó el disco.
Al instante, bajo los diagramas del sistema nervioso, apareció un texto escrito. Le había costado mucho encontrar los archivos encriptados sobre Incarceron y le ardían los ojos por el esfuerzo; la sed era un tormento. Pero justo cuando bramó el primer trueno, aparecieron ante él.
Había perfeccionado la técnica de leer un texto por debajo de otro superpuesto hacía mucho tiempo. Requería concentración, y siempre le provocaba dolor de cabeza, pero podría soportarlo. Al cabo de diez minutos había descifrado un símbolo que desvelaba los siguientes, y con paciencia, reconoció una antigua variante de la lengua Sapient que había estudiado en otra época.
Conforme traducía, las palabras empezaron a formarse y a surgir de entre la maraña de grafías extrañas.
Lista de los Presos iniciales.
Informes de las sentencias y los juicios.
Antecedentes penales.
Fotografías.
Obligaciones del Guardián.
Tocó la última línea. La pantalla se reorganizó y debajo del diagrama del sistema nervioso le comunicó con parquedad: «Este material es confidencial. Decid la palabra clave».
Soltó un juramento en voz baja.
«Incorrecto», apareció en la pantalla. «Os quedan dos intentos antes de que suene la alarma.»
Jared cerró los ojos e intentó no emitir ningún sonido. Miró a su alrededor; vio la lluvia que salpicaba contra las ventanas, las lucecillas de las mesas de la parte inferior, que subieron de intensidad casi imperceptiblemente.
Se obligó a respirar más despacio. Notó el sudor que le humedecía la espalda.
Entonces susurró:
—Incarceron.
«Incorrecto. Os queda un intento antes de que suene la alarma.»
Debía retirarse y reflexionar un momento. Si lo descubrían, jamás volvería a llegar tan lejos. Y a la vez, el tiempo corría en su contra. El tiempo, precisamente lo que el Reino había anulado, se estaba tomando la revancha.
Algún Sapient pasó de página. Jared se acercó más al pupitre y vio en la pantalla el reflejo de su propio rostro pálido, las marcas oscuras bajo los ojos. Tenía una palabra en la cabeza pero ignoraba si sería la acertada. Un momento: el rostro era el suyo y el de alguien más; era enjuto y tenía el pelo moreno, y abría la boca para susurrar su nombre.
—¿Sáfico?
Listas. Enumeraciones. Datos.
Se expandieron como un virus por toda la página, encima de los diagramas, encima de todo. La potencia y la velocidad de la información lo abrumaron; dio un golpecito en el disco para que grabara los datos a toda prisa, tal como aparecían y desaparecían.
—¿Maestro?
Jared estuvo a punto de dar un brinco.
Ahí estaba uno de los bedeles de la Academia, un hombre grandullón, con la túnica oscura brillante por el uso y el bastón coronado con una perla blanca.
—Perdonad que os interrumpa mientras trabajáis, Maestro, pero ha llegado esto para vos. Es de la Corte.
Era una carta escrita en un pergamino sellado con la insignia del cisne negro de Claudia.
—Gracias.
Jared tomó el pergamino y le dio una moneda al hombre con una sonrisa apacible. Tras él, la pantalla mostraba unos interminables gráficos médicos. Acostumbrado a los austeros modales de los Sapienti, el bedel hizo una reverencia y se retiró.
El lacre rojo saltó cuando Jared abrió la carta. Y aun así, Jared sabía que, sin duda, la habrían leído antes los espías de la reina.
Mi queridísimo Maestro Jared:
¡Ha ocurrido la cosa más espantosa! Se ha producido un incendio en las bodegas del Ala Este, y la mayor parte de las plantas inferiores y superiores del ala se han desmoronado. Nadie ha resultado herido, pero la entrada al Portal ha quedado enterrada bajo toneladas de escombros. Su Majestad la Reina me ha asegurado que hará todo lo que esté en su mano para solucionarlo, pero ¡estoy destrozada! Hemos perdido a mi padre, y Giles lamenta el destino de sus amigos. Hoy tiene que enfrentarse al juicio de los Inquisidores. Os suplico que investiguéis con ahínco, querido amigo, pues nuestra única alternativa es el silencio y el secretismo.
Vuestra más apreciada y obediente pupila,
Claudia Arlexa
Jared sonrió atribulado al pensar en el Protocolo. Claudia podía hacerlo mucho mejor. Pero claro, la nota no sólo iba dirigida a él, sino también a la reina. ¡Un incendio! Sia no quería correr ningún riesgo: primero lo apartaba a él y después sellaba la entrada a Incarceron. Sin embargo, lo que probablemente la reina no supiera, pues sólo Claudia y él compartían el secreto, era que existía otra entrada al Portal, a través del estudio del Guardián, en la aletargada casa principal del feudo. «Nuestra única alternativa es el silencio y el secretismo.» Claudia sabía que él lo entendería.
El bedel, que jugueteaba con los dedos a una distancia prudencial, dijo:
—El mensajero regresará a la Corte dentro de una hora. ¿Deseáis darle alguna respuesta, Maestro?
—Sí. Por favor, traedme tinta y papel.
Cuando el hombre se hubo marchado, Jared extrajo un diminuto escáner y lo pasó por la vitela. Garabateado en rojo entre las pulcras líneas escritas, ponía: «SI FINN PIERDE, PRETENDEN MATARNOS A LOS DOS. YA SABÉIS DÓNDE ENCONTRARNOS. CONFÍO EN VOS».
Inspiró con espanto. El bedel, ansioso, colocó el tintero en el pupitre.
—Maestro, ¿os duele algo?
Jared se había quedado blanco.
—Sí —contestó y arrugó el papel de pergamino.
Nunca se le había pasado por la cabeza que urdieran matarla. Y ¿qué había querido decir con «Confío en vos»?
La reina se levantó de la silla y todos los comensales se apresuraron a ponerse de pie, incluso los que todavía estaban masticando. La comida veraniega de carne fría y pastel de venado, acompañada de crema de lavanda y dulce de nata y licor, quedó desperdigada por las mesas cubiertas con manteles blancos.
—Ahora. —Se limpió los labios con la servilleta—. Retiraos todos salvo los Solicitantes.
Claudia hizo una reverencia.
—¿Puedo pediros permiso para presenciar el juicio, Su Majestad?
Los labios de la reina dibujaron un perfecto mohín encarnado.
—Lo siento mucho, Claudia. Esta vez no.
—¿Yo tampoco? —preguntó Caspar antes de beber un sorbo.
—Tampoco, cariño mío. Corre y ve a disparar a lo que se te ocurra. —Lo dijo sin dejar de mirar a Claudia, y de repente, casi con maldad, la cogió por el brazo—. ¡Ay, Claudia! ¡Qué lástima lo que ha ocurrido con el Portal! Podéis imaginar lo mucho que lamento tener que nombrar a otro Guardián. Vuestro querido padre era tan… astuto.
Claudia mantuvo la sonrisa congelada en la cara.
—Lo que deseéis, Su Majestad.
No pensaba suplicarle, pues era precisamente lo que deseaba Sia.
—Si os hubierais casado con Caspar… De hecho, incluso ahora…
Aquello era intolerable. Aunque Claudia tampoco podía escabullirse, así que se irguió cuanto pudo y dijo:
—Eso es agua pasada, Majestad.
—Ya lo creo —murmuró Caspar—. Tuviste tu oportunidad, Claudia. Ahora no te pondría la mano encima ni…
—¿Ni por el doble de la dote? —preguntó su madre.
Caspar se la quedó mirando.
—¿En serio?
Sia frunció los labios.
—Qué fácil es jugar contigo, Caspar, querido mío.