Claudia deambulaba arriba y abajo por el pasillo forrado de madera.
Cuando se entreabrió la puerta y el lacayo se deslizó por la rendija, con una copa vacía en la bandeja, la joven lo agarró al instante.
—¿Qué ocurre?
—El príncipe Giles ha…
El hombre miró por encima del hombro de Claudia, hizo una reverencia y dejó de hablar.
—No asustes a los sirvientes, Claudia —murmuró Caspar desde la puerta que daba al jardín.
Furiosa, se dio la vuelta para ver a su guardaespaldas, Fax, que transportaba unas dianas de tiro al blanco entre los brazos musculosos. Caspar llevaba una casaca verde brillante y un sombrero de tricornio con una pluma blanca rizada.
—Llevan mil horas hablando. Vamos, ven a tirar unas flechas.
—¡Esperaré!
Claudia se sentó en una silla apoyada contra la pared y dio una patada a la pata de madera.
Una hora más tarde, continuaba allí.
—¿Y lo urdisteis en solitario?
—La reina no estaba al corriente, si es a lo que os referís.
El Impostor volvió a tomar asiento, con los brazos relajados. Su voz sonaba tranquila y familiar.
—El plan se me ocurrió a mí: desaparecer por completo. Nunca habría involucrado a Su Majestad en semejante conspiración.
—Ya entiendo. —El Señor del Sol asintió mientras reflexionaba—. Pero apareció un cadáver, ¿no es así? Un chico, que a ojos de todo el mundo era Giles, permaneció en la capilla ardiente del Gran Salón durante tres días. ¿También era un montaje vuestro?
Giles se encogió de hombros.
—Sí. Uno de los campesinos del Bosque murió de un ataque al corazón. Me vino de perlas, lo reconozco. Contribuyó a no levantar sospechas.
Finn frunció el entrecejo al oírlo. Incluso era posible que fuera cierto. De repente pensó en aquel viejo campesino, Tom y se acordó de su esposa fallecida. Mientras él seguía ensimismado, el Señor del Sol preguntó sin levantar la voz:
—Así pues, ¿sois el auténtico príncipe Giles?
—Por supuesto que lo soy, señor.
—Si me atreviera a insinuar que sois un impostor, que…
—Confío —interrumpió el Impostor, que se había levantado repentinamente—, confío, señor, en que no estéis insinuando que Su Majestad pudo haberme entrenado o adoctrinado de algún modo para que interpretara este… papel. —Sus ojos de color canela aguantaron la mirada directa del Inquisidor—. No os atreveríais a apuntar semejante delito…
Finn maldijo en voz baja. Observó la boca de la reina, que dibujó una sonrisilla furtiva.
—Es evidente que no —dijo el Señor del Sol haciendo una reverencia—. Es evidente que no, señor.
Los tenía en sus manos. Acusarlo de conspirador implicaba acusar también a la reina, y Finn sabía que nunca se atreverían a hacer tal cosa. Maldijo la inteligencia del muchacho, su verosimilitud, su elegancia espontánea. Maldijo su propia rudeza e incomodidad.
El Impostor observó cómo se sentaba el Señor del Sol para que se levantara el Señor de la Sombra. Si sentía aprensión, no dio muestras de ello. Se reclinó en la butaca, casi con insolencia, y pidió agua por señas.
El hombre de negro esperó a que el Impostor bebiera. En cuanto devolvió la copa a la bandeja, dijo:
—A la edad de once años abandonasteis la Academia.
—Fue a los nueve años, como bien sabéis. Mi padre consideró más apropiado que el príncipe heredero estudiara en solitario.
—Tuvisteis distintos tutores, todos ellos eminencias entre los Sapienti.
—Sí. Y por desgracia, todos han fallecido.
—Vuestro chambelán, Bartley…
—Bartlett.
—Ah, sí, Bartlett. También ha muerto.
—Eso me han dicho. Lo mataron los Lobos de Acero, como habrían hecho conmigo de haberme quedado aquí. —Su rostro se suavizó—. Mi querido Bartlett. ¡Cuánto lo quería!
Finn restalló los dientes. Unos cuantos miembros del Consejo se miraron a los ojos.
—Habláis siete idiomas.
—Exacto.
La siguiente pregunta fue formulada en una lengua extranjera que Finn no supo siquiera identificar, y el Impostor respondió con voz pausada y despectiva.
¿Era posible que Finn hubiese olvidado idiomas enteros? ¿De verdad era posible? Se frotó la cara y deseó que los pinchazos que sentía detrás de los ojos se desvanecieran.
—¿También sois un músico virtuoso?
—Traedme una viola, un clavicémbalo. —El Impostor sonaba aburrido—. O podría cantar. ¿Prefieren los lores que cante?
Sonrió y, sin más, entonó un aria elevando su voz de tenor.
El Consejo Real se removió. La reina soltó una risita.
—¡Basta! —Finn se puso de pie.
El Impostor dejó de cantar. Aguantó la mirada de Finn y dijo con voz tranquila:
—Pues dejaré que cantéis vos, señor. Tocad algo para nosotros. Hablad en otros idiomas. Recitadnos los poemas de Aliceno y Castra. Estoy seguro de que sonarán de lo más seductores con vuestro acento de escoria.
Finn no se inmutó.
—Esas cosas no os convierten en príncipe —susurró Finn.
—Sería discutible. —El Impostor también se levantó—. Pero vos no tenéis ningún argumento en vuestro favor, ¿verdad? Lo único que tenéis es rabia y violencia, Preso.
—Caballeros —dijo el Señor de las Sombras—. Sentaos, por favor.
Finn miró a su alrededor. Los consejeros lo observaban. Ellos constituían el jurado. Su veredicto lo condenaría a la tortura y a la muerte, o bien le entregaría el trono. Le costaba leer en sus rostros, pero reconoció hostilidad y desconcierto. ¡Si por lo menos estuviera allí Claudia! O Jared. Y por encima de todo, echaba de menos el humor ácido y arrogante de Keiro.
Entonces dijo:
—Sigo manteniendo el reto.
El Impostor miró a la reina. En voz baja, dijo:
—Y yo lo acepto.
Finn se sentó apartado, junto a la pared, para tranquilizarse.
El Señor de la Sombra se volvió hacia Giles.
—Tenemos testigos. Muchachos que estudiaron con vos en la Academia. Siervos, criadas, damas de la Corte.
—Excelente. Me gustaría verlos a todos. —El Impostor volvió a reclinarse en el asiento con comodidad—. Permitid que se presenten. Permitid que lo observen a él y me observen a mí. Permitid que ellos digan quién es el príncipe y quién es el Preso.
El Señor de la Sombra lo miró con severidad. Entonces levantó una mano.
—¡Traed a los testigos! —ordenó.
La Esotérica son los fragmentos rotos de nuestro conocimiento. Los Sapienti tardarán generaciones en recomponer las piezas que faltan. Una gran parte no será recuperada jamás.
Informe del proyecto, Martor Sapiens
—Debería castigarte. Tú fuiste quien le contó a Claudia que no era mi hija.
No era la voz desdeñosa y metálica de la Cárcel. Attia alzó la mirada hacia el acusador Ojo rojo.
—Sí, se lo conté yo. Tenía que saberlo.
—Fuiste cruel.
La voz del Guardián sonaba grave y fatigada. De pronto, la pared se onduló y apareció en persona.
Ro ahogó un grito. Attia se lo quedó mirando, anonadada.
Tenía a un hombre delante, en una imagen tridimensional, pero con el contorno difuso y ondulante. Había algunos puntos en los que incluso podía ver a través de su cuerpo. Sus ojos grises emanaban frialdad, y Attia tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para no estremecerse ni arrodillarse, como se había apresurado a hacer Ro.
Sólo lo había visto encarnado en Blaize. Ahora era el Guardián. Vestía una levita de seda negra y unos pantalones bombachos por la rodilla también negros; sus botas eran de la piel más fina, y llevaba el pelo canoso recogido en la nuca con un lazo de terciopelo. Al principio pensó que, a pesar de su austeridad, nunca había visto a nadie tan elegante, pero luego, cuando el Guardián dio un paso para acercarse a ella, Attia vio la manga desgastada, la chaqueta manchada, y la barba algo descuidada.
Él asintió con amargura.
—Sí. Las condiciones de la Cárcel empiezan a afectarme a mí también.
—¿Esperáis que sienta lástima por vos?
—Parece que el perro-esclavo se ha vuelto un poco descarado. Bueno, ¿dónde está el Guante de Sáfico?
Attia casi esbozó una sonrisa.
—Preguntadles a mis captoras.
—No somos tus captoras —intervino Ro—. Puedes irte cuando quieras.
La chica miraba a hurtadillas al Guardián con ambos ojos, el gris y el dorado. Parecía fascinada y asustada a la vez.
—¡El Guante! —ordenó el Guardián.
Ro hizo una reverencia, se incorporó rápidamente y salió corriendo.
Al instante, Attia dijo:
—Han apresado a Keiro. Quiero que lo liberen.
—¿Por qué? —La sonrisa del Guardián era ácida. Miró alrededor del Nido con interés—. Dudo mucho que él hiciera lo mismo por ti.
—No lo conocéis.
—Al contrario. He estudiado sus informes, y los tuyos. Keiro es ambicioso y despiadado. Actúa siempre en su propio interés, sin escrúpulos. —Sonrió de nuevo—. Emplearé eso en su contra.
El Guardián ajustó una rueda invisible. La imagen parpadeó y después se volvió más nítida. Lo tenía tan cerca que Attia habría podido tocarlo. El Guardián se dio la vuelta y la miró de soslayo.
—Aunque claro, también podrías entregarme el Guante tú y dejarlo atrás.
Por un momento, la chica creyó que le había leído el pensamiento. Entonces contestó:
—Si queréis el Guante, decidles que lo suelten.
Antes de que él contestara, Ro apareció de nuevo, sin resuello, y a su espalda, junto a la puerta, se amontonaron un buen número de chicas curiosas. Dejó el Guante con sumo cuidado ante el holograma del Guardián.
Él se agachó. Alargó la mano hacia el Guante pero sus dedos lo traspasaron. Las escamas de la piel de dragón resplandecieron.
—¡Vaya! ¡Todavía perdura! Qué maravilla.
Se quedó fascinado unos segundos. Tras él, Attia vislumbró un lugar amplio y sombrío, de un tono levemente rojizo. También oyó un sonido, un latido rítmico que reconoció porque había aparecido en su sueño.
Attia le dijo:
—Si volvierais al Exterior, podríais contar la historia de Finn. Podríais ser su testigo. ¿Es que no lo veis? Podríais contarles a todos que le arrebatasteis la memoria, que lo encerrasteis aquí.
El Guardián se levantó poco a poco y se sacudió lo que parecía óxido de los guantes.
—Presa, das demasiadas cosas por hecho. —La miró fijamente con esos ojos fríos como el metal—. No me importa en absoluto Finn, ni la reina, ni cualquiera de los Havaarna.
—Pero sí os importa Claudia. Ella también podría correr peligro.
Sus ojos grises parpadearon. Por un instante, Attia creyó que su dardo había dado en la diana, pero era demasiado difícil interpretar la expresión del Guardián. Contestó:
—Claudia es asunto mío. Y tengo el firme propósito de ser el próximo gobernador del Reino. Ahora, dame el Guante.
—No sin Keiro.
John Arlex no se inmutó.
—No intentes chantajearme, Attia.
—No dejaré que lo maten.
Le faltaba el aire y hablar le costaba horrores. Se preparó para recibir la ira acumulada del Guardián.
Sin embargo, para su sorpresa, el hombre miró hacia un lado, como si consultase algo, y después se encogió de hombros.
—Muy bien. Que liberen al ladrón. Pero deprisa. La Cárcel está impaciente por recuperar la libertad. Y…
Se produjo un crujido, el centelleo de unas chispas.
En el lugar en el que estaba la imagen, únicamente quedó el eco de un brillo que les cegó los ojos, un leve olor a quemado.
Attia se quedó perpleja pero se movió con rapidez. Se agachó y recogió el Guante. Volvió a notar su peso, la textura cálida y ligeramente oleosa de su piel. Se dirigió a Ro:
—Manda que alguien suelte a Keiro. Y dime cómo bajar.
Ocurrió tan deprisa que Claudia pensó que se lo había imaginado. Un minuto estaba acurrucada y taciturna en la silla junto a la puerta custodiada por los guardianes, con la mirada puesta en el pasillo dorado, y al minuto siguiente el pasillo era un caos.
Parpadeó.
El jarrón azul estaba resquebrajado. El pedestal de mármol se había convertido en madera pintada. Las paredes eran una maraña de cables y pintura desconchada. Unas grandes manchas de humedad moteaban el techo. Y en una esquina, la escayola se había desprendido y por el agujero caían en cascada las gotas de agua.
Se puso de pie muy aturdida.
Entonces, con una ondulación tan sutil que sólo la percibió en los nervios, el esplendor regresó.
Claudia volvió la cabeza y miró a los dos soldados que vigilaban la puerta. Si se habían percatado de algo extraño, no daban muestras de ello. Tenían el rostro totalmente inexpresivo.
—¡¿Lo habéis visto?!
—Disculpad, señora… —Los ojos del guardián de la izquierda permanecieron fijos al frente—. ¿Ver qué?
Se dirigió al otro.
—¿Y vos?
Estaba pálido. Tenía la mano sudorosa sobre la alabarda.
—Creo que… pero no. Nada.
Les dio la espalda y echó a andar por el pasillo. Sus zapatos repicaron en el suelo de mármol; tocó el jarrón y estaba intacto. Las paredes tenían paneles dorados, bellos ornamentos de querubines y caras de Cupido, además de guirnaldas talladas en la madera. Por supuesto, Claudia sabía que muchos de los objetos de la Era que había en palacio eran ilusorios, pero tuvo la sensación de que, por un breve instante, le había sido otorgada una visión, un atisbo del mundo tal como era en realidad. Le costaba respirar. Era como si, durante ese instante, incluso el aire hubiera sido succionado.
La energía se había interrumpido.
Con un crujido que le hizo dar un respingo, la puerta de doble hoja se abrió a su espalda y por ella surgieron los consejeros de la reina, un grupo serio enfrascado en la conversación. Claudia agarró por el brazo al que tenía más próximo.
—Lord Arto, ¿qué ha pasado?
El hombre soltó el brazo con gentileza.
—Ya ha terminado todo, querida mía. Ahora vamos a retirarnos para deliberar sobre el veredicto; tenemos que presentarlo mañana. Debo decir que, personalmente, no dudo que…
Entonces, como si recordara que el destino de ella estaba en juego, sonrió, hizo una reverencia apresurada y se esfumó.
Claudia vio a la reina. Sia charlaba con sus damas y con un jovenzuelo de pacotilla que, según los rumores, era su amante más reciente. Apenas parecía mayor que Caspar. Sia le encasquetó el perro entre los brazos al joven y dio unas palmadas. Todos se volvieron hacia ella.