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Authors: Catherine Fisher

Tags: #Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

Sáfico (30 page)

BOOK: Sáfico
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Claudia bailó con Giles, con hombres que llevaban caretas de zorro y cascos de caballero, con bandoleros y arlequines. Sentía una calma gélida e ignoraba dónde estaba Finn, aunque tal vez él sí la hubiera localizado. Confiaba en que así fuera. Charlaba, jugaba con el abanico, buscaba la mirada de todos a través de las ranuras rasgadas de la máscara, y se convenció de que era divertido. Cuando las manecillas del reloj formado por millones de bígaros enanos tocaron las once, empezó a beber té helado en una copa rosada y se deleitó con los pasteles y sorbetes fríos que le ofrecieron unas sirvientas disfrazadas de ninfas.

Y entonces los vio.

Llevaban máscara, pero Claudia sabía que eran los miembros del Consejo Real. Una aparición repentina de hombres bulliciosos con trajes llamativos, algunos con túnicas largas, con voz seca y quebrada por el debate, áspera pero aliviada.

Se aproximó al más cercano, a salvo tras la máscara.

—Señor, ¿ha tomado una decisión el Consejo?

El hombre le guiñó un ojo tras la careta de búho y brindó con ella.

—Por supuesto que sí, mi preciosa gatita. —Se le acercó tanto que Claudia notó su mal aliento—. Esperadme detrás del salón y puede que incluso os desvele cuál es.

Ella hizo una reverencia, se abanicó y se alejó de allí.

Pobres necios de sonrisa tonta. Aunque ¡eso lo cambiaba todo! La reina no esperaría hasta el día siguiente. De pronto, Claudia cayó en la cuenta de que les había tendido una emboscada, de que el anuncio del veredicto tendría lugar allí mismo, esa noche, y el perdedor sería arrestado al instante. Sia los había despistado. ¡Tenía que encontrar a Finn!

Fuera, en los oscuros prados próximos al lago, Finn permanecía de espaldas a la distante Gruta, haciendo caso omiso de aquella voz sedosa. Sin embargo, la voz habló de nuevo y el muchacho la sintió como una daga entre los omoplatos.

—Han tomado una decisión. Los dos sabemos cuál será el veredicto.

La máscara de águila se reflejaba, hinchada hasta el espanto, en la copa que sujetaba en la mano. Finn dijo:

—Pues acabemos con esto cuanto antes. Aquí mismo.

Los prados estaban desiertos, en el lago se mecían las barcas y los farolillos.

Giles soltó una risa grave, divertido.

—Sabéis que acepto.

Finn asintió. Un gran alivio se despertó en él. Arrojó la copa de vino al suelo, se dio la vuelta y desenvainó la espada.

Pero Giles saludaba entonces a un sirviente que había aparecido de las sombras con un maletín de piel.

—No, no —dijo Giles en voz baja—. Al fin y al cabo, vos fuisteis quien me retó. Eso significa que, según las normas del honor, yo elijo las armas.

Abrió la tapa del maletín.

La luz de las estrellas relució en dos pistolas largas con empuñadura de marfil.

Claudia se abrió paso como pudo entre la multitud y rastreó toda la estancia resplandeciente, fue arrastrada a la pista de baile y consiguió escabullirse, metió la cabeza por debajo de las cortinas que escondían parejas acarameladas, esquivó varios grupos de trovadores que se paseaban por la sala. El baile se convirtió en una pesadilla de caras grotescas, pero ¿dónde estaba Finn?

De repente, cerca del arco de entrada, un bufón con sombrero y cascabeles hizo una cabriola delante de ella.

—¡Claudia! ¿Eres tú? Insisto en que bailes conmigo. Casi todas estas mujeres son unos muermos…

—¡Caspar! ¿Habéis visto a Finn?

Los labios pintados del bufón esbozaron una sonrisa. Se acercaron al oído de Claudia y susurraron:

—Sí. Pero no te diré dónde está hasta que bailes conmigo.

—Caspar, no seáis idiota…

—Es la única manera que tienes de encontrarlo.

—No tengo tiempo…

Pero ya la había cogido de las manos y la había arrastrado hacia el baile, un gran cuadrilátero de majestuosas parejas que daban pasos y entrelazaban las manos al ritmo de la música, formando con las máscaras uniones tan extravagantes como un diablo y un gallo, o una diosa y un halcón.

—¡Caspar! —Claudia tiró de él para sacarlo de allí y lo aprisionó contra la pared reluciente—. Decidme ahora mismo dónde está o recibiréis un rodillazo donde más duele. ¡Hablo en serio!

Caspar frunció el entrecejo y sacudió los cascabeles con irritación.

—Qué pesada estás con eso. Olvídate de él. —Entrecerró los ojos—. Porque mi querida mamaíta me lo ha explicado todo. Verás, en cuanto elijan al Impostor, Finn morirá. Y luego, unas semanas más tarde, denunciaremos que el otro también es falso y yo me quedaré con el trono.

—Entonces ¿«sí» que es un impostor?

—Pues claro.

Claudia lo miró con tal dureza que Caspar preguntó:

—¿Por qué me miras con esa cara? No me digas que no lo sabías…

—¿Y vos no sabéis que cuando Finn muera, yo también moriré?

Se quedó callado. Y luego dijo:

—Mi madre no haría algo así. Yo no se lo permitiría.

—Se os comería vivo, Caspar. Venga, ¡¿dónde está Finn?!

La cara de bufón había perdido el alborozo.

—Está con el otro. Han salido al lago.

Claudia se lo quedó mirando un segundo, inundada por un escalofrío de terror.

Entonces echó a correr.

Finn se quedó plantado en la penumbra y observó el cañón de la pistola mientras se elevaba. Giles la sujetaba con el brazo extendido, a diez pasos de distancia, en el otro extremo del prado oscuro. La empuñaba con mano segura, y el agujero por el que saldría disparada la bala era un círculo perfecto de negrura, el ojo negro de la muerte.

Finn lo miró con fijeza.

No se estremecería.

No se movería.

Todos sus músculos estaban tan tensos que sintió que se iba a quebrar, que se había transformado en un tronco de madera, que el disparo lo fracturaría en mil pedazos.

Pero no se movería, no.

Se sentía tranquilo, como si hubiera llegado el momento de la verdad. Si moría, sería porque nunca había sido Giles. Si estaba escrito que debía vivir, sobreviviría. Qué chorrada, diría Keiro.

Pero le daba fuerzas.

Y cuando el dedo del Impostor desplazó el gatillo, notó la respuesta del arma en lo más profundo de su mente, como si una cascada de imágenes brotara y se desatara.

—¡Giles! ¡NO!

No supo a cuál de los dos gritaba Claudia. Pero ninguno de ellos la miraba cuando Giles disparó.

Era un Ojo enorme y de un color rojo brillante.

Por un segundo, Attia pensó que era el dragón de la leyenda, con la cabeza gacha, mirándola. Pero entonces descubrió que era la boca de una cueva, en cuyo exterior ardía una luz fogosa.

Se recompuso y miró a Keiro.

Tenía un aspecto lamentable, igual que ella seguramente: mojado, magullado, harapiento. Pero el agua había devuelto el color rubio a su pelo. Se lo peinó hacia atrás y dijo:

—Estoy loco. No sé por qué te he traído.

Ella pasó por delante de Keiro cojeando, demasiado agotada para contestar siquiera.

La cueva era una cámara de terciopelo rojo, perfectamente circular, con siete túneles que salían de ella. En el centro de la estancia, cocinando algo en un fuego pequeño pero vivo, había un hombre sentado de espaldas a los dos. Tenía el pelo largo y vestía una túnica oscura. No se dio la vuelta.

La carne crepitó; desprendía un olor fabuloso.

Keiro echó un vistazo a la carpa improvisada, con sus rayas chillonas, vio el carromato con ruedas donde un ciberbuey rumiaba algo verde y pastoso.

—No —dijo—. Imposible.

Dio un paso adelante, pero el hombre contestó:

—¿Aún sigues con tu amigo el guaperas, Attia?

Los ojos de Attia se abrieron como platos por la sorpresa. Preguntó:

—¿Rix?

—¿Quién si no? Y ¿cómo he llegado aquí? Por el Arte de la Magia, bonita. —Entonces se dio la vuelta y le dedicó su sonrisa picarona plagada de agujeros—. ¿De verdad creías que no era más que un hechicero de poca monta?

Guiñó un ojo, se inclinó hacia delante y echó unos polvos oscuros a las llamas.

Keiro se sentó.

—No me lo puedo creer.

—Pues créetelo. —Rix se puso de pie—. Porque soy el Oscuro Encantador, y ahora os hechizaré para que caigáis en un sueño mágico.

El humo empezó a desprenderse del fuego, dulce y empalagoso. Keiro dio un salto y se tropezó, cayó al suelo. La oscuridad entró por la nariz, la garganta y los ojos de Attia.

Le dio la mano y la condujo hacia el silencio.

Finn notó la bala rozándole el pecho como el fogonazo de un relámpago.

Inmediatamente alzó su pistola y apuntó justo a la cabeza de Giles. La máscara de águila se inclinó.

En la torre del reloj repicaron las campanadas alegres de la medianoche. Claudia jadeó para intentar tomar aliento; no podía moverse, a pesar de que sabía que la reina estaría anunciando el veredicto en ese preciso momento.

—Finn, por favor —susurró.

—Nunca has creído en mí.

—Sí creo en ti. No le dispares.

El muchacho sonrió, sus ojos oscuros bajo la máscara negra. El dedo devolvió el gatillo a su posición de reposo.

Giles se alejó tambaleándose.

—Quieto —gruñó Finn.

—Mirad. —El Impostor extendió las manos—. Podemos hacer un trato.

—Sia eligió bien. Pero no eres un príncipe.

—Dejadme marchar. Se lo contaré a la Corte. Se lo explicaré todo.

—Ja, no lo creo.

El gatillo tembló.

—Juro…

—Demasiado tarde —dijo Finn, y disparó.

Giles se derrumbó hacia atrás sobre la hierba con tal velocidad que hizo estremecer a Claudia, quien corrió hacia él para arrodillarse junto a su cuerpo. Finn se acercó y bajó la mirada, sin agacharse.

—Tendría que haberlo matado —dijo.

La bala había dado en el brazo del Impostor, que colgaba desmembrado. El impacto lo había dejado sin conocimiento. Claudia se dio la vuelta. Un gran alboroto surgió de la gruta iluminada; los bailarines salían corriendo y se quitaban las máscaras, desenvainaban las espadas.

—Su chaqueta —susurró Claudia.

Finn levantó al chico y entre los dos le quitaron la casaca de seda. Él se sacó la suya a toda prisa y se enfundó la del otro como pudo. Mientras Finn se ajustaba la máscara del águila a la cara, Claudia le puso la chaqueta oscura y el antifaz negro al Impostor.

—Guarda la pistola —murmuró ella justo cuando los soldados llegaban a la carrera.

Finn cogió el arma y la pegó a la espalda de Claudia, mientras ella perjuraba y se retorcía.

El guardia apoyó una rodilla en el suelo.

—Caballero, se ha hecho público el veredicto.

—¿Y cuál es? —jadeó Claudia.

El sirviente hizo oídos sordos.

—Se ha demostrado que sois el príncipe Giles.

Finn se rio con tal crueldad que Claudia lo miró a los ojos.

—Ya sé quién soy. —Su comentario salió con brusquedad por el pico del águila—. Este pedazo de Escoria de la Cárcel está herido. Lleváoslo y encerradlo en alguna celda. ¿Dónde está la reina?

—En el salón de baile…

—Apartaos. —Sin soltar a Claudia, a quien llevaba como si fuera su prisionera, avanzó a grandes zancadas hacia las luces. Cuando los otros ya no podían oírle, murmuró—: ¿Dónde están los caballos?

—En la Colina del Esquilador.

Finn bajó el brazo, tiró la pistola entre los matorrales y contempló por última vez el palacio encantado que acababa de perder. Entonces dijo:

—Vamos.

¿QUÉ LLAVE ABRE EL CORAZÓN?
Capítulo 22

… Bosques tupidos y oscuros senderos. Un Reino de magia y belleza. Una tierra digna de las leyendas.

Decreto del rey Endor

Centelleó un relámpago.

Parpadeó en silencio cruzando el cielo e iluminó la parte inferior de las funestas nubes. Jared obligó al caballo a detenerse, muy nervioso.

Esperó y contó los segundos. Por fin, cuando el peso de la tensión parecía demasiado inmenso para soportarlo más, irrumpió el trueno; atronó por todo el cielo, cubrió el Bosque, como si una ira gigantesca estallara sobre las copas de los árboles.

La noche estaba cerrada, pegajosa por la humedad. Las riendas restallaron en sus manos, la piel suave resbaladiza por el sudor. Se inclinó hacia delante, sobre el pescuezo del caballo. Le costaba respirar, le dolían todos los huesos del cuerpo.

Al principio había cabalgado de forma histérica, temeroso de que lo siguieran, desviándose del camino marcado para adentrarse en los oscuros senderos del bosque, por distintos atajos siempre en dirección oeste, hacia el feudo del Guardián. Sin embargo, al cabo de varias horas, la anchura del camino había ido menguando hasta convertirse en la senda estrecha que era ahora, con los matorrales tan tupidos y altos que rozaban sus rodillas y los flancos del caballo, desprendiendo un desagradable olor a arbustos pisoteados y hojas putrefactas acumuladas durante siglos.

Estaba en la espesura del Bosque, así que le era imposible ver las estrellas, y aunque no se sentía completamente perdido (siempre llevaba encima una pequeña brújula), no había ningún camino por el que continuar. El terreno estaba surcado por riachuelos y baches, la oscuridad era intensa. Y se avecinaba la tormenta.

Jared acarició la crin del caballo. Lo más sensato sería retroceder hasta llegar al arroyo. Pero estaba agotado, y el dolor que habitaba en su interior había logrado aflorar sin saber cómo y se había enroscado sobre él; no podía evitar pensar que cabalgaba hacia el centro de ese dolor; que sus espinas eran las del Bosque. Tenía sed y calor. Regresaría al arroyo y bebería agua.

El caballo relinchó cuando Jared tiró de las riendas; le temblaron las orejas en el momento en que el trueno retumbó de nuevo. Jared dejó que el animal hallara el camino por sí mismo; no se dio cuenta de que había cerrado los ojos hasta que las riendas se le resbalaron de los dedos y el largo cuello del caballo descendió; se oía el pacífico murmullo del agua.

—Buen chico —susurró.

Con cuidado, bajó sujetándose del lateral de la silla. En cuanto sus pies tocaron el suelo le fallaron las rodillas, como si no tuviera fuerzas para mantenerse en pie. Lo único que evitó que se desplomase fue la mano con la que agarraba la montura.

Fantasmales umbelas de cicuta surgían por todas partes, más altas que su cabeza, con un perfume embriagador. Jared respiró profundamente; entonces se dejó caer de rodillas y palpó en la oscuridad hasta que sus dedos tocaron el agua.

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