Keiro gritó.
Y luego desapareció.
Fue tan imprevisto como un truco de magia. Rix gruñó de rabia y Attia estuvo a punto de tropezarse, pero entonces ella también se vio impelida hacia ese punto, y el rugido de la increíble bola de alambres se cernió sobre ella, la cubrió, la envolvió…
Apareció una mano.
Tiró de ella hacia un lado hasta que la chica cayó, hundida en el agua, y Rix aterrizó encima de su cuerpo. Entonces, unos brazos le rodearon la cintura y la apartaron, y los tres viajeros notaron el calor abrasador cuando el objeto pasó arrastrándose junto a ellos, con los filos de metal rascando y haciendo saltar chispas de las paredes. Y Attia vio que en la superficie había rostros ahogados; remaches y cascos y espirales de alambre y mechas de vela. Era una esfera compacta de mineral de hierro y cemento, que dejaba a su paso miles de retales de colores, millones de virutas de acero que dibujaban su estela.
Cuando pasó junto a los tres viajeros, Attia notó la fricción, el aire condensado que implosionaba en sus tímpanos. La bola llenó el túnel por completo; siguió erosionándose y rasgándose con un millón de chirridos en su avance. La oscuridad apestaba a chamuscado.
Y después continuó rodando hasta perderse en la oscuridad, obturando el mundo. A Attia le dolían las rodillas y Keiro se recompuso mientras soltaba una retahíla de insultos, porque tenía la chaqueta hecha unos zorros.
Attia se puso de pie lentamente.
Se había quedado sorda y aturdida; Rix parecía mareado.
Se les había apagado la antorcha, que flotaba en el agua, ahora ya a la altura de la cadera. Y allí no había ningún Ojo. Aunque poco a poco, Attia logró distinguir la forma sombría de ese recoveco en el túnel gracias al cual se habían salvado.
Ante ellos tenían un brillo rojizo.
Keiro se retiró la melena de la cara.
Alzó la mirada hacia la superficie enmarañada y compacta de la esfera, que retemblaba, pues la fuerza del agua la iba empujando contra las paredes que la constreñían.
Ahora sí que no había vuelta atrás. Por encima del estruendo, Keiro gritó algo y, aunque Attia no pudo oírlo, supo qué quería decir. Keiro señaló hacia delante y comenzó a avanzar por el agua.
La chica volvió la cabeza y vio que Rix alargaba el brazo para tocar algo que resplandecía entre el metal. Distinguió que se trataba de una boca; las fauces abiertas de un lobo muy grande, como si la corriente hubiese barrido alguna estatua y la hubiese arrastrado hasta allí dentro, una estatua que se esforzaba por salir a flote.
Attia le tiró del brazo. A regañadientes, Rix se dio la vuelta.
—¡Quiero que suban el puente levadizo! —Claudia corría por el pasillo mientras se quitaba la casaca y los guantes—. Y arqueros en la torre de entrada, en todos los tejados, en la torre del Sapient.
—Los experimentos del Maestro Jared… —murmuró el anciano.
—Que embalen los objetos delicados y los bajen a las bodegas. Ralph, éste es F… el príncipe Giles. Éste es mi supervisor, Ralph…
El anciano hizo una marcada reverencia, con los brazos ocupados por las distintas prendas de las que había ido desprendiéndose Claudia.
—Señor. Me siento muy honrado de daros la bienvenida al feudo del Guardián. Deseo que…
—No tenemos tiempo —le cortó Claudia dándose la vuelta—. ¿Dónde está Alys?
—Arriba, señora. Llegó ayer, con vuestros recados. Lo hemos hecho todo. Las tropas del Guardián están listas. Tenemos doscientos hombres alojados en el edificio de las caballerizas, y otros tantos llegarán sin tardanza.
Claudia asintió. Abrió de par en par las puertas de una estancia enorme forrada de madera. Finn aspiró el dulzor de las rosas que decoraban las ventanas abiertas en cuanto entró corriendo tras ella.
—Bien. ¿Y las armas?
—Tendréis que preguntarle al capitán Soames, mi lady. Creo que está en las cocinas.
—Pues que venga. Y otra cosa, Ralph —lo miró—, quiero que todos los sirvientes se reúnan en el salón de la planta baja dentro de veinte minutos.
El hombre asintió con la peluca ligeramente ladeada.
—Me encargaré de que así sea.
Al llegar a la puerta, justo antes de despedirse con una reverencia, dijo:
—Bienvenida a casa, mi lady. Os echábamos de menos.
Claudia sonrió, sorprendida.
—Gracias.
Una vez que se hubieron cerrado las puertas, Finn se abalanzó sobre los platos de carne fría y fruta que había dispuestos en la mesa.
—No estará tan encantado cuando el ejército de la Reina aparezca por el horizonte.
Ella asintió y se dejó caer en la butaca. Estaba rendida.
—Pásame un poco de pollo.
Comieron en silencio durante un rato. Finn curioseó por la habitación: el techo de escayola blanca decorado con volutas y filigranas, la enorme chimenea con los emblemas del cisne negro… La casa estaba tranquila, una quietud adormilada que favorecía el zumbido de las abejas y el aroma dulzón de las rosas.
—Así que esto es el feudo del Guardián.
—Sí. —Claudia sirvió unas copas de vino—. Es mío, y seguirá siendo mío.
—Es muy bonito. —Finn dejó el plato en la mesa—. Pero no habrá forma de defenderlo.
Claudia arrugó la frente.
—Tiene un foso y un puente levadizo. Gobierna las tierras que lo rodean. Contamos con doscientos hombres.
—La reina tiene cañones. —Finn se puso de pie y se acercó a la ventana. La abrió—. Mi abuelo no eligió bien la Era en la que nos plantó. Algo un poco más primitivo habría mantenido mejor la igualdad. —Se dio la vuelta a toda prisa—. Porque emplearán las armas de esta época, ¿verdad? ¿O crees que pueden tener cosas que desconocemos… reliquias de la Guerra?
La pregunta la dejó helada. Los Años de la Ira habían supuesto un cataclismo que había destruido la civilización; su onda expansiva había detenido las mareas y agujereado la Luna.
—Confiemos en que nos consideren un objetivo sin importancia.
Claudia dedicó unos segundos a desmenuzar un trozo de queso en el plato. Luego dijo:
—Vamos.
El salón de los sirvientes era un hervidero de ansiedad. Cuando entró en él acompañando a Claudia, Finn percibió que el ruido iba apagándose, aunque lo hizo de un modo algo más lento de lo esperado. Los mozos y las criadas se volvieron hacia ellos; los lacayos empolvados esperaban con sus recargadas libreas.
En el centro del salón había una larga mesa de madera; Claudia se subió a un banco y de ahí subió a la mesa.
—Amigos.
Ahora sí estaban todos en silencio, salvo las palomas que arrullaban en el exterior.
—Me alegro mucho de haber vuelto a casa. —Sonrió, a pesar de que Finn sabía que estaba tensa—. Pero las cosas han cambiado. Ya os habréis enterado de todas las noticias de la Corte: seguro que sabéis lo de los dos aspirantes al trono. Bueno, pues la situación ha llegado a un punto en el que nosotros… yo… me he visto obligada a decidir a cuál de ellos dos dar mi apoyo.
Extendió la mano para que Finn subiera a la mesa y se colocase a su lado.
—Éste es el príncipe Giles. Nuestro futuro rey. Mi prometido.
La última aseveración sorprendió a Finn, pero intentó que no se le notara. Asintió mirando a los congregados con seriedad, y todos ellos levantaron la mirada hacia el muchacho, con los ojos fijos en cada uno de los detalles de su vestimenta, sucia y gastada por el viaje, y atentos a su cara. Sin saber cómo, se irguió cuan alto era, obligándose con voluntad férrea a no vacilar ante aquel escrutinio.
Tenía que decir algo. Logró pronunciar:
—Os doy las gracias a todos por vuestro apoyo.
Sin embargo, no arrancó ni un solo aplauso. Alys estaba junto a la puerta, con las manos entrelazadas. Ralph, próximo a la mesa, se atrevió a exclamar:
—¡Dios os bendiga, señor!
Claudia no dejó tiempo para una respuesta.
—La reina ha declarado que apoya al Impostor. En resumidas cuentas, eso implica una guerra civil. Siento exponerlo de manera tan abrupta, pero es importante que todos vosotros entendáis lo que está ocurriendo aquí. Muchos habéis vivido en el feudo del Guardián desde hace generaciones. Erais los sirvientes de mi padre. El Guardián ya no está entre nosotros, pero he hablado con él…
Eso provocó un murmullo.
—¿El Guardián también está a favor de este príncipe? —preguntó alguien.
—Sí. Pero él habría querido que os tratáramos a todos con respeto. Por eso, os diré lo siguiente. —Cruzó los brazos y paseó la mirada entre los sirvientes—. Quiero que las mujeres jóvenes y todos los niños se marchen inmediatamente. Os proporcionaré escolta armada hasta la aldea, aunque no será necesaria. En cuanto a los hombres y los sirvientes ya ancianos, la elección es vuestra. A nadie se le impedirá marcharse si lo desea. Aquí ya no rige el Protocolo… Os digo esto de igual a igual. Cada uno de vosotros debe decidir por sí mismo. —Hizo una pausa, pero en la sala reinaba el silencio, de modo que continuó—: Reuníos en el patio cuando den las campanadas del mediodía, y los hombres del capitán Soames se ocuparán de desalojaros. Os deseo lo mejor.
—Pero mi lady —intervino un sirviente—, ¿qué haréis vos?
Era un muchacho que se hallaba al fondo.
Claudia le sonrió.
—Hola, Job. Nos quedaremos. Finn y yo emplearemos la… maquinaria del estudio de mi padre para intentar contactar con él dentro de Incarceron. Puede ser lento, pero…
—¿Y el Maestro Jared, señora? —preguntó una de las criadas con nerviosismo—. ¿Dónde está? Él sabría qué hay que hacer.
Unos aplausos le dieron la razón. Claudia desvió la mirada hacia Finn. Se limitó a contestar:
—Jared está de camino. Pero nosotros ya sabemos qué hay que hacer. El verdadero rey ha sido hallado, y no podemos dejar que quienes en otro tiempo intentaron destruirlo vuelvan a salirse con la suya.
Había tomado las riendas de la situación, pero todavía no se los había ganado. Finn se había dado cuenta. El descontento general se hacía patente en el silencio, que era una duda implícita. La conocían demasiado bien, desde que era una niña. Y a pesar de que era una señorita con carácter, lo más probable era que nunca la hubiesen amado de verdad. No apelaba a su corazón.
Así pues, en ese momento Finn alargó el brazo y la cogió de la mano.
—Amigos, Claudia hace bien en dejaros elegir. Yo se lo debo todo a ella. Sin Claudia, ahora mismo estaría muerto, o peor, habría sido arrojado de nuevo al infierno de Incarceron. Ojalá supiera transmitiros lo que significa para mí el apoyo de la hija del Guardián. Pero para hacerlo, tendría que explicaros cómo es la Cárcel, cosa que no haré, porque no me atrevo a hablar de ella. Me duele el mero hecho de pensarlo…
Se quedaron embelesados; la palabra Incarceron era como un encantamiento. Finn puso voz temblorosa.
—Yo era un niño. Me arrebataron de un mundo de belleza y paz y me arrojaron a un tormento de dolor y hambre, un infierno en el que los hombres se matan unos a otros sin inmutarse, en el que las mujeres y los niños se venden para poder sobrevivir. Sé lo que es la muerte. He sufrido las miserias de los pobres. Sé lo que es la soledad, lo desdichado que se siente quien está solo y aterrado en un laberinto de salas vacías que hacen eco, sé lo que es temer la oscuridad absoluta. Eso es lo que Incarceron me enseñó. Y cuando sea rey, ésa será la experiencia que emplearé. Se acabará el Protocolo, se acabará el miedo. Se acabará el encierro. Haré todo lo que esté en mi mano, os lo juro, todo lo que pueda, para convertir este Reino en un verdadero paraíso, en un mundo libre para todos sus habitantes. Y haré lo mismo con Incarceron. Eso es todo lo que puedo deciros. Todo lo que puedo prometeros. Ah, una cosa más: si perdemos, me quitaré la vida antes que volver a entrar allí.
El silencio se había transformado. Se les había atragantado en la garganta. Y cuando un soldado rugió: «¡Contad conmigo, mi lord!», otro respondió al instante, y otro más, y de repente, toda la sala se convirtió en un alboroto de voces, hasta que el aflautado «¡Dios salve al príncipe Giles!» de Ralph logró que todos bramaran su adhesión a la causa.
Finn sonrió, lánguido.
Claudia lo miró a la cara y, cuando sus ojos se encontraron, vislumbró el triunfo en su interior, tímido pero orgulloso.
«Keiro tenía razón», pensó. Finn sabía cómo conmover a la multitud con sus palabras.
Entonces Claudia se dio la vuelta. Un lacayo se había abierto paso hasta ella, con el rostro pálido y los ojos muy abiertos. La chica se agachó y la voz del criado, fina y aterrada, silenció el tumulto.
—Están aquí, mi lady. El ejército de la reina ha llegado.
Hay quien dice que un enorme péndulo oscila en el corazón de la Cárcel, o que tiene una cámara incandescente de energía, blanca como el corazón de las estrellas. En mi opinión, si es cierto que Incarceron tiene corazón, será un témpano de hielo y nada podrá sobrevivir allí.
Diario de lord Calliston
El túnel se volvió aún más angosto. En un abrir y cerrar de ojos, Keiro tuvo que ponerse a gatear en el agua, ahora menos profunda, haciendo verdaderos esfuerzos por mantener encendida la nueva antorcha. Tras él, Attia oyó que Rix jadeaba mientras se agachaba, con la bolsa colgándole de la barriga y el techo arañándole la espalda. Y ¿era cosa de su imaginación o el aire se había vuelto más cálido?
Attia preguntó:
—¿Y si llega un momento en que no cabemos?
—Qué pregunta tan tonta —murmuró Keiro—. Pues moriremos. No hay vuelta atrás.
Sí que hacía más calor. Y el aire sofocante estaba cargado de polvo. Attia lo notó en los labios y en la piel. Gatear era una tortura; le dolían las rodillas y las palmas de las manos, que tenía llenas de cortes. El túnel había encogido y ahora era un tubo, con un calor rojo y palpitante por el que tenían que abrirse camino a la fuerza.
De repente, Rix se paró en seco.
—Un volcán.
Keiro se volvió a toda prisa.
—¡¿Qué?!
—Imaginaos. Si el corazón de la Cárcel es en realidad una gran cámara de magma, sellada por la terrible compresión en el centro mismo de su ser…
—Venga, por el amor de dios…
—Y si llegamos a él, si lo perforamos aunque sea con un agujero del tamaño de un alfiler…
—¡Rix! —le gritó Attia con autoridad—. Eso no nos ayuda.
Oyó la respiración fatigada del hombre.