Sáfico (15 page)

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Authors: Catherine Fisher

Tags: #Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

BOOK: Sáfico
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—¡Vamos!

Keiro luchaba por zafarse de aquel engendro. Peleaba, mordía y pataleaba con una energía que era fruto de la rabia, pero se le resbalaban los pies en el charco de hielo derretido y todavía tenía una mano de cadenas aferrada a los faldones de la chaqueta. Entonces el tejido se rasgó y por un momento se vio libre. Alargó la mano y Attia se inclinó para agarrarlo; pesaba mucho, pero el terror de pensar que podían volver a atraparlo para asfixiarlo le dio fuerzas suficientes para encaramarse por el lomo del caballo y montar detrás de Attia.

La chica se calzó el arma debajo del brazo e intentó asir bien las riendas. El caballo tenía pánico; mientras retrocedía, una gran fractura en el hielo rompió el silencio de la noche. Attia miró hacia el suelo y vio que la placa se estaba resquebrajando; del cráter que había abierto con los disparos emergían en zigzag varias grietas negras. Las estalactitas se desprendían de la cascada y chocaban contra el suelo estallando en montones puntiagudos.

Notó que le arrebataban el arma. Keiro chilló:

—¡Contrólalo!

Pero el caballo, aterrado, sacudió la cabeza, y sus cascos taconearon al resbalar por las planchas congeladas.

La Banda Encadenada luchaba por sobrevivir, medio inmersa en el hielo derretido. Algunos de sus cuerpos habían quedado aplastados por los demás, sus cadenas de nervios y su piel se iban congelando con la escarcha.

Keiro levantó el arma.

—¡NO! —suspiró Attia—. Podemos escapar. —Y entonces, cuando vio que Keiro no bajaba el arma, añadió en voz más baja—. ¡Antes eran seres humanos!

—Si se acordaran, me darían las gracias —dijo Keiro con voz macabra.

La ráfaga de fuego los abrasó. Disparó tres, cuatro, cinco veces, con frialdad y eficacia, hasta que el arma chisporroteó, tosió y se quedó sin munición. Entonces la arrojó al cráter carbonizado.

A Attia le dolían las manos por el roce constante con las riendas de cuero.

Tiró de ellas hasta conseguir que el caballo se detuviera.

En el silencio fantasmal, el susurro de una brisa casi imperceptible rozó la nieve. Attia era incapaz de bajar la mirada hacia los hombres muertos; así pues, miró hacia arriba, al distante techo, y notó un escalofrío de admiración, pues por un momento creyó ver miles de puntitos de luz brillante en aquel firmamento negro, como si allí estuvieran las estrellas de las que le había hablado Finn.

Keiro dijo:

—Salgamos de este infierno.

—¿Cómo? —murmuró ella.

La tundra era un entramado de grietas. Por debajo del hielo roto empezaba a ascender agua, un océano de color gris metálico. Y esas centellas de lo alto no eran estrellas, eran las partes que sobresalían de una niebla de plata, que lentamente se cernía desde las alturas de Incarceron.

La niebla bajó hasta adherirse a sus rostros. Y dijo:

—No deberías haber matado a mis criaturas, tullido.

Claudia observó el caño central de la pluma, enorme, esos gigantescos filamentos azules unidos hábilmente unos a otros. Con cuidado, alargó la mano y tocó el suave penacho de la punta. Era idéntica a la diminuta pluma que Jared había recogido en el jardín. Pero estaba hinchada, exagerada. Fuera de toda proporción.

Asombrada, Claudia susurró:

—¿Qué significa esto?

Una voz divertida le respondió:

—Significa, querida mía, que te devuelvo el regalito.

Al principio Claudia no pudo moverse. Cuando por fin lo logró, fue para preguntar:

—¿Padre?

Finn la cogió de la mano y la invitó a darse la vuelta. Claudia vio que en la pantalla, definiéndose poco a poco, píxel a píxel, aparecía la imagen de un hombre. Cuando la imagen se completó, lo reconoció: la austeridad de su levita oscura, la perfección de su pelo recién cepillado y recogido en la nuca con elegancia. El Guardián de Incarceron, el hombre al que continuaba considerando su padre, la miraba desde lo alto.

—¿Me veis? —susurró Claudia.

Ahí estaba. Con su sonrisa fría de siempre.

—Por supuesto que te veo, Claudia. Creo que te sorprenderías si supieras todo lo que veo. —Sus ojos grises se dirigieron a Jared—. Maestro Sapient, os felicito. Pensaba que los daños que había provocado en el Portal serían irreparables. Al parecer, como siempre, os había subestimado.

Claudia entrelazó las manos delante del cuerpo. Se irguió, tal como solía hacer cuando estaba ante él, totalmente rígida, como si de pronto volviera a ser una niña pequeña, como si la mirada clara de su padre la hiciera menguar.

—Os devuelvo el material de vuestro experimento —dijo con sequedad el Guardián—. Como podéis ver, continúa habiendo problemas de escala. Jared, os recomiendo encarecidamente que no mandéis ningún ser vivo a través del Portal. Los resultados podrían ser nefastos para todos nosotros.

Jared frunció el entrecejo:

—Entonces, ¿las plumas llegaron?

El Guardián sonrió pero no contestó.

Claudia se moría de impaciencia. Las palabras salieron abruptamente de su boca:

—¿De verdad estáis en Incarceron?

—¿Dónde si no?

—Pero ¿dónde está la Cárcel? ¡¿Por qué no nos lo habéis desvelado?!

Un atisbo de sorpresa cruzó el rostro del Guardián. Se inclinó hacia atrás y Claudia vio que se hallaba en un lugar sombrío, porque un brillo similar a la luz de una llama se reflejó por un instante en sus ojos. Un sonido suave, como un palpitar, provenía de algún punto de la oscuridad.

—¿Cómo que no? Vaya… Pues me temo, Claudia, que tendrás que preguntarle a tu apreciado tutor.

Claudia miró a Jared, que parecía avergonzado y no se atrevía a mirarla a los ojos.

—¿Cómo habéis podido ocultárselo, Maestro? —La burla en la voz del Guardián era evidente—. Y yo que pensaba que no existían secretos entre los dos… En fin, Claudia, parece que tienes que andarte con cuidado. El poder corrompe a los hombres. Incluso a los Sapienti.

—¿El poder? —espetó ella.

Las manos de su padre se abrieron con elegancia, pero antes de que pudiera preguntarle nada más, Finn le dio un codazo para apartarla.

—¿Dónde está Keiro? ¿Qué le ha pasado?

El Guardián se limitó a decir:

—Y ¿por qué iba a saberlo yo?

—¡Cuando os convertisteis en Blaize, teníais una torre llena de libros! Los informes de todos los Presos de la Cárcel. Podríais encontrarlo…

—¿De verdad te importa? —El Guardián se inclinó hacia delante—. Bueno, pues te lo diré. En este momento está intentando salvar el pellejo en una pelea contra una criatura monstruosa de varias cabezas.

Al ver que Finn se quedaba mudo y taciturno, el Guardián se echó a reír.

—Y tú no estás para cubrirle la espalda. Eso debe de doler… Pero aquí es donde le corresponde vivir. Éste es el mundo de Keiro, sin amistad, sin amor. Y tú, Preso, también perteneces a este mundo.

La pantalla resplandeció y crepitó.

—Padre… —se apresuró a decir Claudia.

—¿Todavía me llamas así?

—¿De qué otro modo voy a llamaros? —Claudia dio un paso adelante—. Sois el único padre que conozco.

La observó durante un instante y Claudia se dio cuenta, en la imagen que empezaba a desintegrarse, de que tenía el pelo ligeramente más canoso que antes y la cara más arrugada. Entonces, el Guardián dijo en voz baja:

—Ahora yo también soy un Preso, Claudia.

—Podéis Escapar. Tenéis las Llaves…

—Las tenía. —El Guardián se encogió de hombros—. Incarceron me las ha quitado.

La imagen se perdía. Desesperada, Claudia preguntó:

—Pero ¿por qué?

—El deseo está consumiendo a la Cárcel. Todo empezó con Sáfico, porque cuando se puso el Guante, la Cárcel y él pasaron a tener una sola mente. Sáfico contagió a Incarceron.

—¿Cómo? ¿Le transmitió una enfermedad?

—No, un deseo. Y el deseo puede convertirse en enfermedad, Claudia. —La miraba con fijeza, mientras su imagen temblaba y se desvanecía para volver a formarse al instante—. Tú también tienes parte de culpa, por habérselo descrito todo con tanto detalle. Ahora Incarceron arde de anhelo. Pues, a pesar de sus miles de Ojos, hay una cosa que no ha visto jamás, y que daría lo que fuera por ver.

—¿El qué? —preguntó la joven en un suspiro, aunque ya lo sabía.

—El Exterior —susurró él.

Por un instante, todos permanecieron en silencio. Entonces Finn se inclinó hacia delante.

—¿Qué pasa conmigo? ¿Soy Giles? ¿Fuisteis vos quien me encerró en la Cárcel? ¡Contestad!

El Guardián le sonrió.

Entonces la pantalla se fundió en negro.

Capítulo 11

Crece en mí el terror a hablar con la Cárcel. Mis secretos parecen pequeños y lamentables. Mis sueños parecen ingenuos. Empiezo a temer que pueda saber incluso lo que me pasa por la mente.

Diario de lord Calliston

La niebla se deslizaba entre ellos. Era gélida. Una neblina de millones de gotas de escarcha. Attia sintió que se le congelaba en la piel, que se condensaba en sus labios.

—¿Te acuerdas de mí, Attia? —le susurró.

Ella frunció el entrecejo.

—Sí, me acuerdo.

—Cabalga —murmuró Keiro.

Attia tiró de las riendas con delicadeza para instar al caballo a avanzar. Pero el animal se resbaló porque el suelo estaba en pendiente, y en ese momento la muchacha supo que se hallaban en las garras de Incarceron: la temperatura subió repentinamente y toda el Ala empezó a derretirse a su alrededor.

Keiro también debió de percibirlo, pues soltó:

—Déjanos en paz. Ve a torturar a otros Presos.

—Te conozco, tullido. —La voz sonaba próxima, pegada a sus oídos, contra sus mejillas—. Formas parte de mí, mis átomos laten en tu corazón, te pican en la piel. Debería matarte ahora mismo. Debería fundir el hielo y dejar que te ahogaras en él.

De pronto, Attia se bajó del caballo. Clavó los ojos en la noche gris.

—Pero no lo harás. Es a mí a quien has estado controlando todo este tiempo. ¡Por eso escribiste aquel mensaje en la pared!

—¿Que vería las estrellas? Sí, empleé la mano de aquel ingenuo. Porque las veré, Attia, y tú me ayudarás.

La luz iba en aumento. Gracias a ella vieron que, a través de la niebla, dos grandes Ojos rojos descendían suspendidos de unos cables. Centelleaban como rubíes; uno de ellos estaba tan cerca de Keiro que el calor de su incandescencia le chamuscó el pelo. Keiro se bajó a toda prisa del caballo y se colocó detrás de Attia.

—Llevo siglos anhelando Escapar, aunque ¿quién puede escapar de sí mismo? El Guardián intenta convencerme de que no funcionará, pero mi plan tenía un único cabo suelto, y ya lo habéis atado.

—¿Qué tiene que ver el Guardián en esto? —espetó Keiro—. Él está fuera, con su preciosa hija y el príncipe.

La Cárcel se carcajeó. Su diversión se transformó en un estruendo que partió el hielo; varios témpanos cayeron y salpicaron en el creciente mar de agua derretida. El iceberg en el que se hallaban chocó contra algo y empezó a desprender planchas de hielo que se separaban por los bordes.

La niebla abrió una boca cavernosa.

—Ya veo que no lo sabéis. Ahora el Guardián está en el Interior. Y aquí se quedará para siempre, pues ambas Llaves son mías. He empleado su energía para construir mi cuerpo.

El hielo era inestable. Attia agarró al caballo.

—¿Tu cuerpo? —susurró.

—Con el que Escaparé.

Keiro intervino:

—Es imposible.

Ambos intuían que era preciso lograr que la Cárcel continuara hablando, pues el menor capricho de la voluble crueldad de Incarceron podía arrojarlos al agua gélida; podía abrir conductos que los absorbieran, para introducirlos en las profundidades de los interminables túneles y tuberías de su corazón metálico.

—Eso lo dices tú. —La voz de Incarceron estaba cargada de desdén—. Tú, que no puedes salir de aquí por culpa de tus imperfecciones. Pero ahora el sueño de Sáfico de ver las estrellas es mi sueño, y existe un modo de alcanzarlo. Se trata de un mecanismo secreto, un mecanismo que nadie contemplaba. Me estoy construyendo un cuerpo. Similar al de un hombre pero más grande, una criatura alada. Será alto, bello y perfecto. Sus ojos serán dos esmeraldas y andará, correrá y volará, y en él introduciré mi personalidad y mi poder, de modo que convertiré la Cárcel en una carcasa vacía. Vosotros tenéis la última pieza que necesito para completarlo.

—¿Ah sí?

—Sí, y lo sabéis. He buscado el Guante perdido de mi hijo durante siglos; estaba oculto, incluso para mis ojos. —Se echó a reír, divertido—. Pero ahora, ese tonto de Rix lo ha encontrado. Y lo tenéis aquí.

Keiro miró a Attia muy alarmado. La plataforma de hielo había empezado a flotar, y a su alrededor, la niebla giraba tan deprisa que no veían absolutamente nada del paisaje. Attia creyó que la Cárcel los estaba engullendo de verdad, que se desplazaban hacia las profundidades de su inmensa barriga, como el hombre dentro de la ballena del libro ilustrado de Rix.

Rix. Sus palabras repicaban en la memoria de Attia. «El Arte de la Magia es el arte de la ilusión.»

Las olas se mecían bajo el hielo cada vez más delgado. A lo lejos, en medio de la niebla, vio los eslabones de una cadena gigante, que colgaban hacia abajo. Los estaba arrastrando hacia la cadena. Attia se apresuró a preguntar:

—¿Lo quieres?

—Será mi mano derecha.

Los ojos de Keiro eran de un brillante tono azul. Attia se dio cuenta de qué tramaba en cuanto el chico dijo desafiante:

—Nunca lo conseguirás.

—Hijo mío, ahora mismo podría matarte para conseguirlo…

Keiro tenía el Guante en las manos.

—No antes de que me lo ponga. No antes de que conozca todos tus secretos.

—No.

—¡Mírame!

—¡NO!

Los relámpagos centellearon. La niebla se espesó sobre el caballo y los volvió a todos invisibles a ojos de los demás. La chica agarró a Keiro por el codo, notó su calor a través de la ropa.

—Entonces, tal vez sea el momento de pactar las condiciones. —Keiro era invisible, pero su voz seguía siendo igual de férrea—. Tengo el Guante. Podría ponérmelo. Podría romperlo en cuestión de segundos. Pero si lo quieres, también podría dártelo.

La Cárcel permaneció callada.

Attia notó que Keiro se encogía de hombros.

—Como tú prefieras. Me parece que ésta es la única cosa que no puedes controlar dentro de todo este Infierno. El Guante de Sáfico. Tiene un poder extraño. Perdónanos la vida y muéstranos el camino, y será tuyo. De lo contrario, me lo pondré. ¿Qué puedo perder?

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