Hizo un gesto, regio y autoritario, pero natural, y un lacayo le entregó un fajo de papeles.
Claudia se mordió el labio, muy nerviosa.
—Aquí tengo pruebas documentales que demuestran lo que digo. Mi estirpe real, los datos de mi nacimiento, las numerosas cartas que he recibido, invitaciones… muchas de ellas escritas por algunos de los presentes. Es posible que las reconozcáis. También tengo el retrato de mi prometida cuando era niña, que me fue entregado el día en que nos comprometieron.
Claudia contuvo la respiración. Levantó la mirada hacia él, y el muchacho se la devolvió con firmeza.
—Y lo más importante, caballeros y Maestros, llevo la prueba en mi propia carne.
Levantó la mano, apartó el volante de encaje de la manga y giró lentamente la muñeca para que toda la sala pudiera verla.
Tatuada en la piel, llevaba el Águila con corona de los Havaarna.
Mano con mano, piel con piel,
mi gemelo en el espejo, Incarceron.
Miedo con miedo, deseo con deseo,
ojo con ojo. Cárcel contra cárcel.
Cantos de Sáfico
Los había oído.
—¡Rápido! —chilló Keiro.
Attia agarró las riendas y la montura, pero el caballo estaba aterrado; daba vueltas y relinchaba, y antes de que Attia consiguiera encaramarse a él, Keiro dio un salto hacia atrás, sudoroso. Attia se dio la vuelta.
La Banda Encadenada acechaba. Era un ejemplar macho, con doce cabezas cubiertas por cascos; sus cuerpos se fusionaban en las manos, las muñecas y las caderas, unidos por una piel de cadenas umbilicales a la altura de los hombros y de la cintura. Destellos de luz brillaban en algunas de sus manos; otras blandían armas: cuchillos, ganchos, un trabuco oxidado.
Keiro sacó su propia arma. Apuntó con ella al centro de aquella cosa informe.
—No te acerques más. Guarda las distancias.
La luz de las antorchas lo enfocó. Attia se agarró al caballo, que tenía el flanco sudado y caliente, y temblaba bajo su mano.
La Banda Encadenada se abrió y sus cuerpos se separaron; se convirtió en una fila de sombras, cuyos movimientos hicieron que Attia pensara absurdamente en las cadenitas de papel que hacía de niña, recortando la silueta de un hombre en una hoja doblada que después extendía para formar una guirnalda.
—¡Te he dicho que no te acerques, Attia!
Keiro fue repasando la fila de cuerpos con el arma. Tenía el pulso firme, pero sólo podía disparar a una de las partes, y si lo hacía, sin duda el resto de bandidos lo atacaría. ¿O no? La Banda Encadenada habló.
—Queremos comida.
Su voz era un concierto de repeticiones, una superpuesta a la otra.
—No tenemos nada que ofreceros.
—Mentiroso. Olemos a pan. Olemos a carne.
¿Eran uno o muchos? ¿Tendrían un solo cerebro que controlara los distintos cuerpos como si fueran extremidades, o cada uno de ellos sería un hombre autónomo, pero conectado a los demás de manera eterna y terrible? Attia se quedó mirando el engendro fascinada.
Keiro soltó un juramento. Entonces le ordenó:
—Tírales la bolsa.
Con cuidado, Attia sacó el zurrón con la comida que llevaba a cuestas el caballo y lo arrojó sobre el hielo. Se deslizó por el suelo. Un brazo largo lo agarró para detenerlo. Desapareció en la oscuridad informe de la criatura.
—No es suficiente.
—No tenemos más —dijo Attia.
—Olemos a la bestia. Su sangre caliente. Su carne dulce.
Attia miró a Keiro, alarmada. Sin el caballo estaban atrapados. Se colocó junto al chico.
—No. El caballo no.
Unas débiles chispas de energía estática iluminaron el cielo. Suplicó que las luces se encendieran de una vez. Pero estaban en el Ala de Hielo, eternamente a oscuras.
—Fuera —ordenó Keiro con desprecio—. Si no, os volaré los sesos. ¡Hablo en serio!
—¿A cuál de nosotros? La Cárcel nos ha unido. Tú no tienes forma de dividirnos.
La Banda Encadenada se iba acercando. Por el rabillo del ojo, Attia notó el movimiento. Suspiró:
—Nos tienen rodeados.
Retrocedió aterrorizada; estaba segura de que, si una de aquellas manos la tocaba, sus dedos se fundirían con los de ella.
Con su tintineo metálico, la Banda Encadenada los había sitiado casi por completo. Sólo la cascada de hielo que tenían a su espalda les ofrecía cierta protección; Keiro se cobijó en la cortina compacta y espetó:
—Monta en el caballo, Attia.
—¿Y qué harás tú?
—¡Monta en el caballo!
Attia se vio obligada a subir. Aquellos hombres unidos por cadenas se aproximaron aún más. De forma instintiva, el caballo retrocedió.
Keiro disparó.
El fogonazo azul de la llama alcanzó el torso central; el forajido se vaporizó al instante y toda la Banda Encadenada gritó al unísono; once voces que aullaban de rabia.
Attia obligó al caballo a darse la vuelta. Cuando se inclinó y bajó un brazo para agarrar a Keiro, vio que aquella cosa se reagrupaba, sus manos se unían, la piel de cadenas se deslizaba hasta recomponer la misma forma compacta.
Keiro se dio la vuelta, dispuesto a montarse detrás de Attia, pero esa cosa se le echó encima.
El chico gritó y pataleó, pero las manos encadenadas estaban hambrientas; lo cogieron por el cuello y la cintura; tiraron de él para separarlo del caballo. Se resistió, juró y perjuró, pero eran demasiados, lo atacaban por todos los frentes, y sus cuchillos centelleaban en la gélida luz azulada. Attia intentó controlar al caballo asustado, se inclinó hacia delante, le arrebató el trabuco a Keiro y apuntó.
Si disparaba, lo mataría.
La piel de cadenas lo envolvía como un cúmulo de tentáculos. Lo absorbía. Cuando lo soltara, ya estaría muerto.
—¡Attia! —El grito de Keiro sonó amortiguado.
El caballo retrocedió de nuevo; Attia intentaba por todos los medios que no la volcara.
—¡Attia!
Por un instante, su rostro pareció lúcido; la vio con claridad.
—¡Dispara! —gritó Keiro.
No podía.
—¡Vamos! ¡¡Dispárame!!
Transcurrió un segundo en el que Attia se quedó congelada por el terror.
Entonces, levantó el arma y disparó.
—¿Cómo puede haber ocurrido?
Finn irrumpió en la habitación dando zancadas y se dejó caer en la silla metálica. Repasó con la mirada el misterio gris y murmurante que constituía el Portal.
—Y ¿por qué nos vemos aquí?
—Porque es el único lugar de toda la Corte en el que sé a ciencia cierta que no hay mecanismos de escucha.
Jared cerró la puerta con cuidado y notó una vez más ese extraño efecto que provocaba la habitación, que se expandía y se allanaba, como si se adaptase a su presencia. Cosa que debía de hacer en realidad si, tal como sospechaba, era una especie de estadio intermedio entre su mundo y la Cárcel.
Algunas plumas seguían poblando el suelo. Finn les dio una patada.
—¿Dónde está Attia?
—Ya llegará.
Jared observó al chico; Finn le aguantó la mirada.
Luego, más tranquilo, dijo:
—Maestro, ¿vos también dudáis de mí?
—¿También?
—Ya visteis a aquel chico. Y Claudia…
—Claudia cree que eres Giles. Siempre lo ha creído, desde el momento en que oyó tu voz.
—Pero entonces no lo había visto a él. Lo llamó por su nombre. —Finn se puso de pie, caminó con inquietud hasta la pantalla—. ¿Visteis lo aseado que iba? ¿Lo bien que sonreía y hacía reverencias? ¿Visteis que se comportaba como un príncipe? Yo no sé hacer eso, Maestro. Si alguna vez supe, se me ha olvidado. La Cárcel me lo ha arrebatado.
—Un actor con muchas tablas…
Finn se volvió de sopetón.
—¿Creéis en él? Decidme la verdad.
Jared entrelazó los dedos enjutos. Se encogió de hombros ligeramente.
—Soy un estudioso, Finn. No es fácil convencerme. Habrá que analizar esas supuestas pruebas. Y no cabe duda de que los dos tendréis que someteros a un interrogatorio ante el Consejo, tanto él como tú. Ahora que hay dos aspirantes al trono, todo ha cambiado. —Miró de reojo a Finn—. Pensaba que no tenías ganas de ser coronado.
—Pues ahora sí. —Su voz sonó como un gruñido—. Keiro siempre dice que si ganas algo peleando, tienes que conservarlo. Únicamente una vez logré convencerlo para que renunciara a una cosa.
—¿Cuándo os separasteis de la banda? —Jared lo miró a la cara—. Esas cosas que nos has contado sobre la Cárcel, Finn… Necesito saber si son ciertas. Lo de la Maestra. Y lo de la Llave.
—Ya os lo dije. Ella me dio la Llave y después la mataron. Se cayó al Abismo. Alguien nos traicionó. No fue culpa mía.
Estaba dolido. Pero Jared continuó sin piedad:
—Murió por tu culpa. Y ese recuerdo del Bosque, la caída del caballo. Necesito estar seguro de que es real, Finn. Debo saber que no lo has dicho únicamente porque creías que Claudia necesitaba oírlo.
La cabeza de Finn se volvió como con un resorte.
—¡Una mentira! ¡Eso queréis decir!
—Exacto.
Jared sabía que se estaba arriesgando. Mantuvo la mirada firme.
—El Consejo también querrá escuchar la historia, con todo lujo de detalles. Te preguntarán una y otra vez. A ellos será a quienes tengas que convencer, no a Claudia.
—Si cualquier otra persona me dijera algo así, Maestro, yo…
—¿Por eso te has llevado la mano a la espada?
Finn cerró los dedos en un puño. Lentamente, se arropó el cuerpo con ambos brazos y se desplomó de nuevo en la silla metálica. Estuvieron en silencio durante un rato, y Jared oyó el rumor débil de la habitación inclinada, un sonido que jamás había logrado aislar.
Al final, Finn dijo:
—La violencia era nuestro modo de vida en la Cárcel.
—Lo sé. Y sé lo difícil que debe de ser…
—Es que no estoy seguro. —Finn se volvió hacia él de repente—. No estoy seguro, Maestro, ¡no sé quién soy! ¡Cómo voy a convencer al Consejo cuando ni siquiera yo estoy convencido!
—Tendrás que hacerlo. Todo depende de ti. —Los ojos verdes de Jared estaban fijos en él—. Porque si te suplantan, si Claudia pierde su herencia, y yo… —Se detuvo. Finn vio cómo doblaba los pálidos dedos unos sobre otros—. Bueno, si eso ocurre, no habrá nadie que se preocupe por las injusticias de Incarceron. Y nunca volverás a ver a Keiro.
Se abrió la puerta y Claudia entró a la carrera. Parecía alborozada y nerviosa; tenía el vestido de seda manchado de polvo. Les dijo:
—Va a quedarse en la Corte. ¡Increíble! La reina le ha dado una suite en la Torre de Marfil.
Ninguno de los dos contestó. Al notar la tensión que se respiraba en el despacho, Claudia miró a Jared. Después sacó la bolsita de terciopelo azul del bolsillo y cruzó la habitación con ella en la mano.
—¿Os acordáis de esto, Maestro?
Deshizo el nudo del cordel y le dio unos golpecitos a la bolsa para sacar un cuadro en miniatura, una obra de arte que tenía un marco de oro y perlas, con el águila coronada grabada en el dorso. Se lo entregó a Finn, quien lo sujetó con ambas manos.
Era el retrato de un niño sonriente, con los ojos oscuros a la luz del sol. Tenía una mirada tímida, pero directa y franca.
—¿Soy yo?
—¿Ni siquiera te reconoces?
Cuando Finn respondió, el dolor de su voz sobresaltó a Claudia.
—No, ya no. Ese niño jamás había visto hombres asesinados por unos restos de comida, jamás había atormentado a una anciana para que le desvelara dónde escondía las pocas monedas que poseía. Jamás había llorado en una celda, con la mente destrozada, ni había pasado la noche en vela escuchando los gritos de otros niños. No soy yo. Ese niño nunca ha sido acechado por la Cárcel.
Le devolvió el retrato a Claudia y se subió la manga de la levita.
—Mírame, Claudia.
Tenía los brazos marcados por cicatrices y quemaduras antiguas. Claudia ignoraba cómo se las había hecho. La marca del Águila de los Havaarna quedaba difusa y costaba distinguirla.
La muchacha logró decir con voz firme:
—Bueno, pero entonces tampoco había visto las estrellas, no como tú las has visto. Este niño eras tú.
Volvió a mostrarle el retrato y Jared se acercó para estudiarlo mejor.
La similitud era indiscutible. Y sin embargo, Claudia sabía que el joven que había aparecido en palacio también se parecía mucho a él, y carecía de la palidez asustadiza que todavía conservaba Finn, de la delgadez del rostro y de ese aire perdido en la mirada.
Como no quería que el chico percibiera sus dudas, Claudia dijo:
—Jared y yo descubrimos esto en la cabaña de un hombre llamado Bartlett. Te cuidaba cuando eras pequeño. Dejó escrito un documento en el que contaba lo mucho que te amaba, y decía que te consideraba su hijo.
Desesperado, Finn negó con la cabeza.
Claudia continuó sin amedrentarse.
—Yo tengo otros retratos, pero éste es el mejor de todos. Creo que se lo regalaste tú personalmente. Bartlett fue quien, después del accidente, supo que el cuerpo no era el tuyo, que seguías vivo.
—¿Dónde está? ¿Podemos pedirle que venga?
Claudia lo miró a los ojos y contestó en voz baja:
—Bartlett está muerto, Finn.
—¿Por mi culpa?
—Bartlett sabía la verdad. Fueron a por él.
Finn se encogió de hombros.
—Vaya, lo siento. Pero el único anciano al que he querido se llamaba Gildas. Y también está muerto.
Algo crujió.
La pantalla del escritorio arrojó luz. Parpadeó.
Jared corrió hacia ella sin pensárselo y Claudia le siguió los pasos.
—¿Qué ha sido eso? ¿Qué ha pasado?
—Una conexión. Tal vez…
Se dio la vuelta. Algo había modificado el murmullo de la habitación. Parecía retroceder y subir de tono en la escala musical. Claudia soltó un chillido y corrió a apartar a Finn de la silla, con tanta brusquedad que ambos estuvieron a punto de caer al suelo.
—¡El Portal funciona! Pero ¿cómo?
—Desde el Interior.
Blanco por la tensión, Jared contempló la silla. Los tres la miraron fijamente, sin saber qué les aguardaba, quién podría aparecer a través de ella. Finn empuñó la espada.
Una luz parpadeó, con ese brillo cegador que Jared todavía recordaba de la vez anterior. Y en la silla apareció una pluma.
Era del tamaño de un hombre.
El trabuco escupió fuego. Cortó el hielo bajo los pies de la Banda Encadenada y la criatura aulló, se tropezó y se resbaló por culpa del témpano de hielo derretido. Sus cuerpos se retorcieron, se agarraron unos a otros. Attia volvió a disparar, apuntando hacia las placas de hielo machacadas, y gritó: