Finn se quedó allí de pie, nervioso.
—¿Qué tal?
—Estás muy guapo. Pero deberías ponerte algún lazo dorado. Tenemos que demostrarle a esa gente…
—Se ve a la legua que eres el príncipe —interrumpió Jared, que se apresuró a abrir la puerta.
Finn no se movió. Su mano se aferró a la empuñadura de la espada como si fuese la única cosa que le resultara familiar en todo ese entorno.
—No sé si podré hacerlo —dijo.
Jared retrocedió un paso.
—Sí que podrás, Finn. —Se acercó a él y bajó tanto la voz que a Claudia le costó entender las siguientes palabras—. Lo harás por el bien de la Maestra.
Sobresaltado, Finn lo miró fijamente. Pero entonces volvió a tocar la campana, y Claudia deslizó el brazo con seguridad por el hueco que dejaba el de Finn para conducirlo fuera de la habitación.
Todos los pasillos de la Corte estaban abarrotados. Había personas que querían desearles buena suerte, sirvientes, soldados, secretarios, formando corros o asomando la cabeza por puertas y galerías, para ver al Príncipe Heredero del Reino, que se dirigía a su Proclamación. Precedidos por una guardia compuesta de treinta hombres de armas, que sudaban enfundados en sus corazas brillantes, con las espadas ceremoniales empuñadas en alto, Claudia y Finn caminaron lentamente hacia las Dependencias Reales. La gente lanzaba flores a los pies de Finn, los aplausos surgían de puertas y escaleras. Pero nadie estaba del todo ilusionado y Claudia lo sabía; por eso, tenía ganas de fruncir el entrecejo a pesar de la sonrisa graciosa que debía lucir en el rostro. Finn aún no era lo bastante popular. Los siervos y cortesanos apenas lo conocían. Y quienes lo conocían pensaban que era hosco y distante. Se lo había ganado a pulso.
Sin embargo, Claudia fue sonriendo y saludando a los asistentes, mientras Finn avanzaba muy erguido, haciendo reverencias aquí y allá a las caras que reconocía. La joven sabía que Jared estaba tras ella, para infundirle ánimo, con su túnica de Sapient que barría el polvo del suelo. Los escoltaron a través de los cientos de dependencias del Ala de Plata y por las Salas Doradas, así como por el Salón de Baile Turquesa, donde los esperaba otra multitud expectante. También pasaron por el Salón de los Espejos, donde las paredes forradas con espejos de cuerpo entero convertían a los congregados en una horda abrumadora. Bajo candelabros resplandecientes continuaron avanzando, cruzaron un ambiente cálido y cargado de perfume, sudor y aceites aromáticos, dejando atrás susurros y saludos corteses, y un escrutinio lleno de curiosidad. Los acompañó la música de las violas y los chelos procedentes de una balconada alta; las damas de honor les arrojaron una lluvia de pétalos de rosa. Finn levantó la mirada y logró sonreír; algunas mujeres hermosas rieron con disimulo y escondieron la cara detrás del abanico.
Finn notaba el brazo acalorado y tenso, enlazado al de Claudia; ella le apretó la muñeca para infundirle valor. Y al hacerlo, se dio cuenta de lo poco que sabía en realidad sobre él, sobre la agonía de su pérdida de memoria, sobre la vida que había vivido.
Cuando llegaron a la entrada del Patio de Cristal, dos lacayos con librea hicieron una reverencia y abrieron las puertas de par en par.
La enorme sala resplandecía. Cientos de personas volvieron la cabeza hacia ellos.
Claudia le soltó el brazo y se retiró un poco, para colocarse a la misma altura que Jared. Vio que Finn le dedicaba una fugaz mirada; después se irguió y continuó avanzando, con una mano sobre la espada. Claudia lo siguió, preguntándose qué terrores vividos en la Cárcel le habrían enseñado a mostrar semejante temple.
Porque en la estancia se respiraba el peligro.
Cuando la muchedumbre se apartó, Claudia caminó entre sus marcadas reverencias y elegantes saludos y se preguntó cuántas armas secretas habría allí escondidas, cuántos asesinos acechaban, cuántos espías se abrían paso. Una bandada de sonrientes mujeres envueltas en sedas, embajadores con trajes de gala, condesas y duques y todos los abrigos de armiño del Consejo Real se abrieron para dejar al descubierto la alfombra escarlata que recorría toda la sala, y en sus jaulas brillantes, los pajarillos cantaron y trinaron desde los altos arcos del techo. Y por doquier, igual que un laberinto desconcertante, los miles de pilares de cristal que daban nombre a la sala se reflejaban, se retorcían y se entrelazaban desde la bóveda.
A ambos lados del estrado había filas de Sapienti, con sus túnicas iridiscentes que absorbían la luz. Jared se unió a ellos y se dirigió discretamente a uno de los extremos.
El estrado se elevaba sobre cinco anchos escalones de mármol, y en él había dos tronos. La reina Sia se levantó de uno de ellos.
Llevaba un traje de fiesta con innumerables lazos, una capa ribeteada de armiño y la corona. Parecía curiosamente pequeña, enterrada en ese peinado tan recargado, pensó Claudia, quien se detuvo en la primera fila de cortesanos, junto a Caspar. Él la miró de soslayo y sonrió, y el corpulento guardaespaldas llamado Fax se pegó aún más al joven. Claudia volvió la cara e hizo un mohín.
Observó a Finn.
Su amigo subió los peldaños del estrado con agilidad, inclinando levemente la cabeza. Al llegar a la plataforma, se dio la vuelta para mirar a la multitud y Claudia vio que levantaba un poco la barbilla y les dedicaba a todos una mirada desafiante y firme. Sin embargo, por primera vez, pensó: «Si se lo propusiera, podría parecer un príncipe».
La reina alargó la mano. Los murmullos de la multitud cesaron; únicamente los cientos de pinzones siguieron trinando y gorgoreando desde el techo.
—Amigos, hoy es un día histórico. Giles, que en otro tiempo nos fue arrebatado, ha regresado para hacer gala de su herencia. La Dinastía de los Havaarna da la bienvenida a su heredero. El Reino da la bienvenida a su rey.
Dio un discurso precioso. Todo el mundo la aplaudió. Claudia miró a los ojos a Jared, quien le hizo un guiño lento. Ella contuvo la sonrisa.
—Y ahora, escuchemos la Proclamación.
Mientras Finn se ponía de pie, muy erguido, junto a Sia, el primer lord Sapient, un hombre delgado y austero, se levantó y le entregó su bastón de mando plateado, que terminaba en una luna creciente, a uno de los lacayos. De manos de otro siervo tomó un pergamino enrollado, lo extendió y empezó a leer con voz firme y sonora. Era un texto largo y tedioso, lleno de cláusulas y títulos y términos jurídicos, pero Claudia se percató de que, en esencia, era el anuncio de las intenciones de Finn de ser coronado, y la recopilación de sus derechos y obligaciones. Cuando escuchó la expresión «cuerdo y en plenas facultades físicas y mentales», se puso rígida, pues más que ver, percibió la tensión que debía de sentir Finn. A su lado, Caspar hizo un ruido de desaprobación.
Claudia lo miró. Todavía lucía esa estúpida sonrisita.
De repente, un miedo frío se despertó en ella. Algo iba mal. Habían urdido algún complot. Claudia se removió, agitada; la mano de Caspar la agarró.
—Confío en que no vayas a interrumpirlo ahora —le susurró al oído—. Le estropearías este día tan bonito a Finn.
Claudia lo penetró con la mirada.
El Sapient terminó su discurso y enrolló de nuevo el pergamino.
—… Así queda proclamado. Y a menos que haya alguien que desee oponerse en público, afirmo y anuncio aquí y ante todos los testigos, ante la Corte y el Reino, que el príncipe Giles Alexander Ferdinand de Havaarna, lord de las Islas del Sur, conde de…
—Protesto.
El Sapient titubeó y luego se quedó callado. La muchedumbre se dio la vuelta, apabullada.
Claudia también volvió la cabeza.
La voz era apacible pero firme, y pertenecía a un chico que se abrió paso hasta adelantar a Claudia. Vio que era alto y tenía el pelo castaño, y que sus ojos desprendían un brillo claro y decidido. Llevaba una túnica de elegante satén dorado. Y su parecido con Finn era asombroso.
—Protesto.
El chico alzó la mirada hacia la reina y hacia Finn, quienes se la devolvieron. El primer Sapient hizo un gesto cortante, que llevó a los soldados a levantar las armas de inmediato.
—¿Y quién sois vos, señor, para creeros con derecho a protestar? —preguntó la reina con asombro.
El muchacho sonrió y extendió las manos en un gesto curiosamente regio. Se subió a un peldaño e hizo una reverencia marcada.
—Señora madrastra —dijo—, ¿no me reconocéis? Soy el verdadero Giles.
Así pues, se levantó y buscó el camino más abrupto, el sendero que conduce al interior. Y durante todo el tiempo que llevó puesto el Guante, no comió ni durmió. Incarceron conocía todos sus deseos.
Leyenda de Sáfico
El caballo era infatigable, sus patas de metal se clavaban profundamente en la nieve. Attia se agarró con fuerza a Keiro, porque el frío la agarrotaba y le entumecía las manos, y varias veces tuvo la impresión de que iba a caerse.
—Tenemos que alejarnos un buen trecho de aquí —dijo Keiro por encima del hombro.
—Sí, lo sé.
Él se echó a reír.
—No te las apañas nada mal. Finn estaría orgulloso de ti.
La chica no respondió. El plan de cómo robar el Guante había sido idea de Attia, quien sabía que era capaz de hacerlo, aunque sentía una extraña vergüenza por haber traicionado a Rix. El hombre estaba loco, pero le caía bien, tanto él como su destartalada troupe. Mientras galopaba se preguntó qué estaría haciendo ahora el mago, qué historia les contaría a los demás. De todas formas, nunca utilizaba el Guante verdadero en la función, así que no tendría problemas para continuar actuando. Además, Attia no debía sentir pena por él. No había lugar para la pena en Incarceron. No obstante, mientras pensaba en eso, no pudo evitar recordar a Finn, que una vez había sentido lástima de ella y la había rescatado. Frunció el entrecejo.
El Ala de Hielo resplandecía en la oscuridad. Era como si la luz artificial de la Cárcel se hubiera ido almacenando en sus estratos congelados, de modo que incluso ahora, en la oscuridad, la vasta tundra emitía una pálida fosforescencia, con la superficie agujereada barrida por los vientos fríos. Los brillos de la aurora boreal ondeaban en el cielo, como si Incarceron se divirtiera creando extraños efectos en las largas horas de la noche ártica.
Cabalgaron durante más de una hora, el terreno se volvió cada vez más escarpado, el aire más frío. Attia estaba agotada, le dolían las piernas, su espalda era un suplicio.
Por fin, Keiro frenó a la bestia. Tenía la espalda empapada en sudor. Entonces dijo:
—Esto debería servir.
Era una gran caverna de hielo en la que brillaba una cascada congelada.
—Genial —murmuró Attia.
Poco a poco, el caballo entró en la cueva improvisada, entre rocas cubiertas de escarcha. Attia balanceó ambos pies y se deslizó con agilidad para bajar de la montura. Casi le fallaron las piernas; se agarró a una de las rocas y después se desperezó con un gruñido.
Keiro bajó de un salto. Si estaba entumecido, era demasiado orgulloso para demostrarlo. Se quitó el sombrero y la máscara y Attia le vio la cara.
—Fuego —musitó Keiro.
No había nada que quemar. Al final encontró un viejo tocón de un árbol; todavía quedaba en él un poco de corteza que rascar, así que con eso, unas cuantas astillas de las que llevaban en el zurrón y una gran cantidad de juramentos impacientes, Keiro consiguió encender la hoguera. El calor era escaso, pero Attia se alegró de poder extender las manos sobre el fuego para que dejaran de tiritar.
Se puso de cuclillas y lo observó.
—Habíamos dicho una semana. Tuviste suerte de que fuera capaz de adivinar…
—Si crees que iba a quedarme dando vueltas una semana en una asquerosa montaña de apestados, estás muy equivocada. —Se sentó enfrente de ella—. Además, las cosas se estaban poniendo feas. Aquella muchedumbre podría habérselo quitado antes que nosotros.
Attia asintió.
Keiro observó cómo el hielo goteaba sobre el fuego. La madera húmeda siseaba y crujía. Su cara parecía más angulosa debido a las sombras, y sus ojos azules estaban enrojecidos por la fatiga, pero su arrogancia habitual seguía ahí, esa innata sensación de superioridad.
—Bueno, ¿qué tal ha ido?
Ella se encogió de hombros.
—El mago se llamaba Rix. Era… extraño. A lo mejor le faltaba un tornillo.
—Su espectáculo era una porquería.
—Eso lo dices tú. —Attia recordó el relámpago en el cielo, las letras chorreantes pintadas por el hombre que no sabía escribir—. Pasaron algunas cosas raras. Tal vez gracias al Guante. Me pareció ver a Finn.
Keiro levantó la cabeza al instante.
—¿Dónde?
—En… una especie de sueño.
—¿Una visión? —Keiro soltó un bufido—. ¡Vaya, fantástico! ¡Lo que necesitaba! Otra Visionaria. —Arrastró el hatillo con las cosas para acercarlo, sacó una hogaza de pan, la partió y le dio el trozo más pequeño a Attia—. A ver, ¿qué estaba haciendo mi precioso hermano de sangre? ¿Lo viste sentado en su trono de oro?
«Exacto», pensó Attia, pero en lugar de eso dijo:
—Parecía perdido.
Keiro resopló.
—Claro. Perdido en sus lujosos pasillos y en las habitaciones reales. Con vino y mujeres. Supongo que los tiene a todos comiendo de su mano, a Claudia y a su madrastra, la reina, y a todos los que sean lo bastante blandengues para escucharlo. Yo le enseñé a hacerlo. Le enseñé a sobrevivir cuando no era más que un niño asustado que lloriqueaba cada vez que oía un ruido fuerte. Y así es como me lo paga.
Attia tragó el último bocado de pan. No era la primera vez que escuchaba ese reproche.
—Finn no tuvo la culpa de que no pudieras Escapar.
Se la quedó mirando.
—No hace falta que me lo recuerdes.
Ella se encogió de hombros e intentó no mirarle la mano. Ahora Keiro casi siempre llevaba guantes, aun cuando no hacía tanto frío. Sin embargo, debajo del guante rojo y lleno de remiendos se escondía el secreto de Keiro, la verdad que lo atormentaba y de la que nunca quería hablar, esa única uña de metal que le recordaba que no era enteramente humano. Y que le repetía que ignoraba qué proporción de su cuerpo había fabricado Incarceron.
Entonces murmuró:
—Finn dijo que intentaría encontrar algún modo de sacarme de aquí. Todos los Sapienti de su patético reino iban a encargarse de eso. Pero no tengo intención de esperar sentado. Estando aquí se olvidó del Exterior, así que puede que ahora se haya olvidado de nosotros. Lo único que sé es que, si alguna vez vuelvo a encontrarlo, se arrepentirá.