Lo sopesó en la palma de la mano, recordando la voz del Guardián, cuando se había burlado de su escándalo: «Sois como dios, Jared. Ahora mismo tenéis a Incarceron en vuestras manos». Unas perlas de sudor empañaron el reloj; las limpió. Cerró la tapa del artilugio y se lo metió en el bolsillo. Luego corrió a su habitación.
Apenada, Claudia se miró los pies. Por un momento casi había sentido odio hacia sí misma; ahora se repetía que no debía ser ingenua. Tenía que volver con Finn. La noticia sobre la Proclamación sería un golpe duro para él. Mientras recorría a toda prisa el claustro, suspiró. Algunas veces, a lo largo de esas últimas semanas, cuando habían salido a cazar, o a montar a caballo por el bosque, Claudia había tenido la impresión de que él estaba a punto de huir, de azuzar al caballo para adentrarse galopando por los bosques del Reino, lejos de la Corte y de la carga de ser el príncipe que había regresado de entre los muertos. Sus deseos de Escapar habían sido tan fuertes, sus ansias por encontrar las estrellas tan intensas… Y lo único que había conseguido había sido cambiar de cárcel.
Detrás del claustro quedaban las caballerizas. Claudia sintió un impulso repentino y entró agachando la cabeza por el arco bajo que conducía a la estancia polvorienta. Necesitaba tiempo para pensar y éste era su lugar favorito dentro de la abarrotada Corte. La luz del sol se colaba por una ventana alta que había en el punto más distante del edificio; el ambiente olía a paja vieja y a polvo, a eso y a pájaros.
Allí estaban, amarrados a sus postes, todos los halcones y demás aves de presa de la Corte. Algunos llevaban unas pequeñas capuchas rojas que les cubrían los ojos; mientras se sacudían o se arreglaban el plumaje con el pico, hacían tintinear unas campanillas y los penachos en miniatura que adornaban las capuchas se balanceaban. Las aves que tenían la cabeza descubierta se quedaron mirando a Claudia cuando ésta pasó por el pasillo que había entre las jaulas: los enormes búhos de ojos gigantes que giraron el cuello en completo silencio, los gavilanes de mirada rojiza y feroz, el esmerejón adormilado. En el extremo, sujeta por unas correas de cuero, un águila imperial la miraba con arrogancia, y su pico era amarillo y cruel como el oro.
Claudia se puso un guante, extrajo un fragmento de carne de una bolsa que colgaba de la pared y lo sostuvo en alto. El águila volvió la cabeza. Por un momento se quedó quieta como una estatua, observando a Claudia con suma atención. Entonces su pico le arrebató el bocado y el animal rasgó la carne hebrosa entre las dos garras.
—Un símbolo muy acertado de la Casa Real.
Claudia dio un respingo.
Había alguien entre las sombras, detrás de una pantalla de piedra. Le veía las manos y el brazo gracias a un rayo de sol, en el que flotaban unas motas de polvo. Por un instante creyó que era su padre, y una punzada de un sentimiento que no lograba descifrar la llevó a cerrar la mano en un puño.
Entonces preguntó:
—¿Quién anda ahí?
El roce de la paja.
Iba desarmada. Estaba sola. Retrocedió un paso.
El hombre se acercó a ella lentamente. La luz del sol cruzó su silueta alta y delgada, su pelo grasiento que caía en finos mechones apagados, las pequeñas medias lunas de sus gafas.
Claudia soltó el aire contenido, muy enfadada. Luego dijo:
—Medlicote.
—Lady Claudia. Espero no haberos sobresaltado.
El secretario de su padre hizo una marcada reverencia y Claudia lo saludó agachándose brevemente y con frialdad. Cayó en la cuenta de que, a pesar de haber visto a ese hombre prácticamente todos los días de su vida cuando su padre estaba en casa, era probable que nunca hubiese hablado con él hasta entonces.
Estaba demacrado y andaba levemente encorvado, como si todas las horas que pasaba trabajando de escribano hubieran empezado a pesar sobre su espalda.
—En absoluto —mintió Claudia. Luego añadió dubitativa—: En realidad, me alegro de tener la oportunidad de hablar con vos. Los asuntos de mi padre…
—Están atados y bien atados. —La interrupción la sobresaltó; se lo quedó mirando. Él se acercó un paso más—. Lady Claudia, perdonad mi rudeza, pero tenemos poco tiempo. Tal vez reconozcáis esto.
Extendió sus dedos manchados de tinta y dejó caer algo pequeño y frío en el guante de Claudia. Un destello de luz solar lo atravesó. Vio un pequeño objeto metálico; una bestia que corría con las fauces abiertas, enseñando los dientes. Era la primera vez que la veía. Pero sabía muy bien qué significaba.
Era un lobo de acero.
—Podría abrasarte soplando fuego sobre ti —gruñó el lobo de alambre.
—Hazlo —dijo Sáfico—. Pero no me tires al agua.
—Podría roer tu sombra hasta hacerla desaparecer.
—No sería nada comparado con el agua negra.
—Podría destrozarte los huesos y los tendones.
—Más temo la espeluznante agua que a ti.
El lobo de alambre lo arrojó al lago con toda su rabia.
Así que él se alejó nadando, entre risas.
El Regreso del Lobo de Alambre
El Guante era demasiado pequeño.
Horrorizada, Attia observó cómo el material cedía, cómo en sus costuras iban apareciendo pequeños rasgones. Miró a Rix; sus fascinados ojos estaban fijos en los dedos del Señor del Ala.
Y sonreía.
Attia tomó aire; de repente lo entendió todo. Todas esas súplicas para que no tocaran sus artilugios: ¡quería que ocurriera precisamente esto!
La muchacha miró a Quintus. El malabarista tenía en la mano una bola roja y otra azul, estaba alerta. Tras él, en la penumbra, aguardaba la troupe.
Thar extendió la mano. En la oscuridad, el guante negro era casi invisible, como si le hubieran amputado la extremidad a la altura de la muñeca. Soltó esa risa áspera similar a un ladrido.
—¿Y ahora qué? ¿Si chasqueo los dedos empezarán a salir monedas de oro de ellos? ¿Si señalo a un hombre se caerá muerto?
Antes de que alguien pudiera responder, ya lo había intentado, volviéndose para señalar con el índice a uno de los hombres corpulentos que tenía detrás. El rostro del rufián empalideció.
—¿Por qué yo, jefe?
—¿Tienes miedo, Mart?
—No me gusta, eso es todo.
—Pues más tonto eres. —Thar se balanceó hacia atrás y miró con desprecio a Rix—. He visto trapos mejores que éste pegados a las ruedas de un carro. Tendrás que ser muy buen comediante para lograr que alguien crea en esta porquería.
Rix asintió.
—Vos lo habéis dicho. El mejor comediante de Incarceron.
Levantó una mano.
Al instante, la burla de Thor se borró de su cara; bajó la mirada a los dedos enguantados.
Entonces soltó un aullido de dolor.
Attia saltó. El eco del grito reverberó por el túnel; el Señor del Ala gritaba y estrujaba el guante.
—¡Quitádmelo! ¡Me está quemando!
—Qué mala suerte —murmuró Rix.
El rostro de Thar se encendió por la furia.
—¡Matadlo! —rugió.
Sus hombres se movieron, pero Rix los amenazó:
—Hacedlo y no podrá quitárselo nunca.
Cruzó los brazos sin mover ni un ápice las facciones de su cara enjuta. Si estaba actuando, pensó Attia, era un maestro. Poco a poco, para que nadie se diera cuenta, Attia se deslizó hacia el asiento del conductor.
Thar maldecía y tiraba del Guante con desesperación.
—¡Es ácido! ¡Me está comiendo la piel!
—Si no utilizáis bien las cosas de Sáfico, ¿qué podéis esperar?
Había un punto de sorna en la voz de Rix que hizo que Attia lo mirase a la cara. La sonrisa desdentada había desaparecido de su cara; mostraba esa mirada dura y obsesiva que la había alarmado hacía un rato. Detrás de ella, el malabarista Quintus chasqueó la lengua, nervioso.
—¡Pues matad a los demás! —Ahora Thar apenas podía gemir.
—No vais a tocarle un pelo a nadie. —Rix miró uno por uno a los integrantes de la pandilla de rufianes con ojos desafiantes—. Nos dejaréis pasar, saldremos tranquilamente de las colinas de los Dados y después romperé el hechizo. Si intentáis cualquier ardid, la ira de Sáfico lo abrasará por toda la eternidad.
Los ladrones se miraban unos a otros muy nerviosos.
—Hacedlo —gruñó Thar.
Era un momento peligroso. Attia sabía que todo dependía del miedo que los Carniceros tuvieran de su líder. Si uno de ellos hacía caso omiso de sus órdenes o lo mataba para tomar el mando, Rix estaría acabado. Pero todos parecían acobardados e incómodos. Primero retrocedió uno, y después, todos los demás lo imitaron.
Rix inclinó la cabeza.
—En marcha —susurró Quintus.
Attia agarró las riendas.
—¡Espera! —chilló Thar. Sacudió los dedos enguantados, como si notara descargas eléctricas corriendo por ellos—. Páralo de una vez. Manda que el guante deje de hacer esto.
—Yo no le mando que haga nada —dijo Rix con interés.
Los dedos negros se agarrotaron, luego tuvieron convulsiones. El medio hombre se tambaleó hacia delante, agarró una brocha de un cubo de pintura dorada que colgaba de los bajos del carromato. Las gotas de oro salpicaron el suelo del túnel.
—¿Y ahora qué? —murmuró Quintus.
Thar avanzó dando tumbos hasta la pared. Con un movimiento repentino que lo salpicó todo, su mano enguantada trazó cinco letras brillantes en el metal curvado.
ATTIA.
Todos se lo quedaron mirando anonadados. Rix miró a la chica. Entonces se dirigió a Thar.
—¿Qué hacéis?
—¡No lo hago yo! —El hombre estaba a punto de atragantarse de miedo y furia—. ¡Este asqueroso guante está vivo!
—¿Sabéis escribir?
—Claro que no sé escribir. ¡No sé lo que pone!
Attia se quedó sin aliento a causa de la fascinación. Bajó como pudo del carromato y corrió hacia la pared. Las letras goteaban y dejaban rastros largos y finos de color dorado.
—¿Qué? —jadeó—. ¿Qué más?
Con una sacudida, como si el Guante tirara de él, la mano de Thar volvió a levantar la brocha y escribió:
LAS ESTRELLAS EXISTEN, ATTIA. FINN LAS HA VISTO.
—Finn… —suspiró Attia.
PRONTO LAS VERÉ YO TAMBIÉN. MÁS ALLÁ DE LA NIEVE Y LA TORMENTA.
Algo le rozó la piel. Lo cogió; era un objeto pequeño y suave, que bajó planeando desde el techo oscuro.
Una pluma azul.
Y entonces empezaron a caer de todas partes, suaves como un cosquilleo. Una nevada de diminutas plumas azules, idénticas unas a otras, caía sobre los carromatos y sobre la panda de extorsionadores, además de sobre el camino. Una tormenta silenciosa e imposible, plumas que siseaban y crepitaban al tocar las llamas, que se arremolinaban cuando los bueyes resoplaban para apartarlas, que caían sobre los ojos y los hombros, en las fundas de lona, en las hojas de las hachas, que se pegaban a los chorretones de pintura.
—¡Es la Cárcel la que hace esto! —La voz de Rix sonó como un susurro de admiración. Agarró a Attia por el brazo—. Rápido. Antes de que…
Pero ya era demasiado tarde.
Con un bramido, la tempestad surgió de la oscuridad y aplastó al mago contra ella; Attia se tambaleó, pero él agarró a la muchacha para incorporarla. La ira de Incarceron atronaba; el grito de un huracán irrumpió en el túnel y destrozó las puertas. Los rufianes se desperdigaron; mientras Rix agarraba a Attia para estabilizarla, vio cómo se retorcía Thar, cómo el guante negro se apergaminaba y se rompía sobre su mano, disolviéndose en una maraña de agujeros, de hebras de sangre cruda y ensangrentada.
Para entonces Attia ya había subido a toda prisa al carromato; Rix chilló y azuzó al buey, que se puso en marcha, avanzando a ciegas en la tormenta. Attia se cubrió la cabeza con los brazos mientras las plumas caían como ráfagas junto a ella, y sobre sus cabezas vio las esferas de los malabaristas, que habían salido volando y flotaban en la etérea tormenta con sus colores verdes, rojos y morados.
El avance fue arduo. Los bueyes eran robustos, pero incluso ellos se tambaleaban con la fuerza del viento, bajaban la testa y daban pasos lentos. A su lado, Attia oyó un ataque de histeria, amortiguado por el viento; levantó la cabeza y vio que Rix se reía en voz baja, para sí mismo, mientras las plumas se le pegaban al pelo y a la ropa.
Costaba mucho hablar, pero por lo menos Attia consiguió volver la cabeza. No quedaba rastro de los Carniceros. Al cabo de veinte minutos, el túnel se iluminó un poco; el carromato tomó una curva larga y pronunciada, y Attia vio la luz ante ellos, una entrada recortada entre la tormenta de plumas.
Conforme avanzaban a trompicones hacia la salida, la tormenta amainó, tan repentinamente como había comenzado.
Poco a poco, Attia bajó los brazos y tomó aliento. Una vez en la entrada del túnel, Rix dijo:
—¿Nos sigue alguien?
Attia aguzó la vista.
—No. Quintus y sus hermanos cierran la marcha.
—Excelente. Unas cuantas bolas de humo impedirán que nos persigan.
A Attia le dolían los oídos por culpa del viento helador. Se arropó bien con el abrigo y se sacudió las plumas de las mangas, escupió plumas azules. Entonces añadió abrumada:
—¡El Guante se ha destruido!
Él se encogió de hombros.
—Vaya, qué lástima.
Sus crípticas palabras, esa sonrisilla petulante, hicieron que Attia lo mirase fijamente. Pero al momento paseó los ojos por el paisaje que había a su espalda.
Era un mundo de hielo.
Ante ellos, el camino discurría entre grandes montículos helados, que llegaban a la altura de la cabeza, y Attia se dio cuenta de que toda esa ala era una tundra abierta, abandonada y barrida por el viento, que se perdía en la penumbra de la Cárcel. Había un foso enorme que les impedía el paso con un puente fortificado encima, que terminaba en una puerta con un rastrillo de metal negro desgastado por los azotes del aguanieve. Alguien había forzado una entrada a través de los barrotes; la punta de las barras de acero estaba doblada. Un barro grasiento mostraba por dónde habían pasado otros vehículos, pero para Attia el frío repentino se tradujo en miedo.
—Había oído hablar de este lugar —susurró—. Es el Ala de Hielo.
—Qué lista eres, bonita. Así se llama, sí.
Mientras el buey que tiraba del carromato se deslizaba dando coces por la colina resbaladiza, Attia guardó silencio. Luego dijo:
—Entonces, ¿no era el Guante auténtico?