Levantó a un bebé en volandas, y todos fueron pasándolo de mano en mano para acercarlo al mago.
El Encantador se dio la vuelta y elevó una mano.
—Más tarde. Ahora no. —Su voz rebosaba autoridad—. Ahora me dispongo a agrupar todos mis poderes. Voy a leer la mente. Estoy a punto de entrar en la muerte y volver a la vida.
Cerró los ojos.
Las antorchas volvieron a bajar de intensidad.
Solo en la oscuridad, el Encantador susurró:
—Percibo demasiado dolor. Percibo demasiado miedo.
Cuando levantó la vista hacia ellos, parecía abrumado por la cantidad de personas que lo observaban, casi temeroso de la gesta que se disponía a emprender. Lentamente, dijo:
—Quiero que tres personas se acerquen a mí. Pero deben ser únicamente quienes deseen que se desvelen sus temores más profundos. Sólo quienes deseen desnudar su alma ante mi mirada.
Unas cuantas manos surgieron entre las cabezas. Varias mujeres gritaron. Al cabo de un momento de duda, Attia también levantó la mano.
El Encantador se aproximó a la multitud.
—Aquella mujer —ordenó, y una de las mujeres fue empujada hacia él, abrumada y tambaleándose—. Y él.
Se refería a un hombre alto que ni siquiera se había prestado voluntario, pero que fue arrastrado por quienes lo rodeaban para que saliera al escenario. El hombre soltó una maldición y se quedó de pie en el escenario con expresión extraña, como si lo sobrecogiera el terror.
El Encantador se dio la vuelta. Su mirada se movía inexorablemente entre los rostros de la muchedumbre. Attia contuvo la respiración. Notaba la mirada inquietante del mago en su cara, como un soplo de calor. Se desplazó, volvió a mirarla. Los ojos de ambos se encontraron por un turbio segundo. Poco a poco, el mago levantó la mano y apuntó con un dedo largo en dirección a Attia, y la multitud gritó histérica al ver que, igual que a Sáfico, le faltaba el dedo índice de la mano derecha.
—Tú —susurró el Encantador.
Attia respiró hondo para recuperar la calma. El corazón le daba martillazos de terror. La muchacha tuvo que obligarse a avanzar hacia el espacio reservado como escenario, umbrío y lleno de humo. Pero era primordial mantener la tranquilidad, no manifestar el miedo. No demostrar que era diferente de los demás.
Los tres elegidos se pusieron en fila y Attia se percató de que la mujer que tenía al lado temblaba de la emoción. El Encantador se paseó entre ellos, escudriñando con los ojos las tres caras. Attia le aguantó la mirada con el mayor desafío que pudo expresar. Nunca conseguiría leerle la mente; estaba segura. Ella había visto y oído cosas que ese hombre no podía ni imaginar. Había visto el Exterior.
El mago tomó a la mujer de la mano. Al cabo de un momento, con mucha delicadeza, le dijo:
—Lo echas de menos.
La mujer se lo quedó mirando muy asombrada. Un mechón de pelo le cayó sobre la frente surcada de arrugas.
—¡Ay! Ya lo creo, Maestro. Ya lo creo.
El Encantador sonrió.
—No tengas miedo. Está a salvo en la paz de Incarceron. La Cárcel lo guarda en su memoria. Su cuerpo permanece intacto en una de las celdas blancas.
La mujer se estremeció y sollozó de alegría, le besó las manos.
—Gracias, Maestro. Gracias por revelármelo.
La multitud bramó su aprobación. Attia se permitió esbozar una sonrisa irónica. ¡Qué tontos eran! ¿Es que no se daban cuenta de que ese hombre que se hacía llamar mago no le había revelado nada nuevo a la mujer? Había probado suerte y había dicho unas cuantas palabras vacías, y se lo habían tragado de principio a fin.
El Encantador había elegido a sus víctimas a conciencia. El hombre alto tenía tanto miedo que habría dicho cualquier cosa; cuando el Encantador le preguntó cómo estaba su madre enferma, tartamudeó:
—Va mejorando, señor.
La multitud aplaudió.
—Claro que sí.
El Encantador sacudió la mano tullida para pedir silencio.
—Y ésta es mi profecía. Antes de Lucencendida, su fiebre habrá disminuido. Se sentará y te llamará, amigo mío. Vivirá otros diez años. Veo a tus nietos sentados en sus rodillas.
El hombre se quedó sin palabras. Attia sintió desprecio al ver lágrimas en sus ojos.
La multitud murmuró. Quizá su respuesta denotara cierto escepticismo esta vez, porque cuando se acercaba a Attia, el Encantador se dio la vuelta de forma repentina y se enfrentó a los ojos expectantes.
—¡Qué fácil es hablar sobre el futuro!, pensaréis algunos. —Levantó su rostro joven y se encaró con ellos—. ¿Cómo vamos a saber, estaréis pensando, si este hombre tiene razón o no? Y tenéis motivos para dudar. Sin embargo, el pasado, amigos míos, el pasado es otra cosa. Así que ahora os hablaré del pasado de esta chica.
Attia se puso tensa.
Tal vez él percibiera su miedo, porque una leve sonrisa curvó sus labios. Se la quedó mirando y sus ojos se vidriaron poco a poco, se volvieron distantes, oscuros como la noche. Luego, levantó la mano enguantada y le tocó la frente.
—Veo un viaje largo —susurró el mago—. Muchos kilómetros, muchos días de fatigante caminar. Te veo acurrucada como una bestia. Veo una cadena alrededor de tu cuello.
Attia tragó saliva. Le entraron ganas de apartarse bruscamente. En lugar de hacerlo, asintió, y la multitud permaneció en silencio.
El Encantador la tomó de la mano, la atrapó entre las suyas y Attia notó que los dedos enfundados en el guante eran largos y huesudos. La voz del hombre sonaba perpleja:
—Veo cosas extrañas dentro de tu mente, muchacha. Te veo trepando por una escalera muy alta, huyendo de una gran Bestia, volando en un barco de plata sobre ciudades y torres. Veo a un chico. Se llama Finn. Te ha traicionado. Te ha abandonado y, a pesar de que prometió volver a buscarte, temes que no lo haga nunca. Lo amas, y a la vez lo odias. ¿Acaso no es cierto?
A Attia le ardía la cara. Le temblaba la mano.
—Sí —contestó en un suspiro.
La multitud estaba anonadada.
El Encantador la observaba como si su alma fuese transparente; sabía que ella no era capaz de apartar la mirada. Attia notó que al mago le ocurría algo: una extrañeza se había apoderado de su rostro, por detrás de los ojos. Las lentejuelas de su túnica resplandecieron. El guante era como un témpano de hielo alrededor de los dedos de Attia.
—Estrellas —dijo él sin aliento—. Veo las estrellas. Y debajo, un palacio dorado, con las ventanas iluminadas por la luz de las velas. Lo veo a través del ojo de la cerradura de una puerta oscura. Está lejos, muy lejos. En el Exterior.
Asombrada, Attia lo miró fijamente. El mago la agarraba tan fuerte que le dolía la mano pero, aun así, era incapaz de moverse. La voz del hombre se convirtió en un susurro.
—Hay una forma de Escapar. ¡Sáfico la encontró! El ojo de la cerradura es diminuto, más pequeño incluso que un átomo. Y el águila y el cisne extienden sus alas para protegerlo.
Attia tenía que moverse, romper ese hechizo. Desvió la mirada. La multitud se apretujaba contra las vallas del escenario improvisado. El amaestrador del oso, siete malabaristas, los bailarines de la troupe, todos estaban igual de inmóviles que el público.
—Maestro —susurró Attia.
Los ojos del Encantador centellearon. Y dijo:
—Buscas a un Sapient que te muestre el camino hacia el Exterior. Yo soy ese hombre.
Su voz ganó vigor; se dirigió a la multitud:
—El camino que tomó Sáfico atraviesa la Puerta de la Muerte. ¡Yo conduciré allí a la muchacha y la devolveré a este lugar!
Los asistentes rugieron de emoción. El hechicero cogió a Attia de la mano y la condujo hasta el centro del espacio lleno de humo. Sólo una de las antorchas seguía ardiendo entre parpadeos. Había un diván. Le indicó con gestos que se tumbara en él.
Aterrada, Attia levantó las piernas.
Uno de los asistentes chilló, pero fue acallado al instante.
La gente estiraba el cuello para ver mejor; la rodeó un fuerte olor a sudor caliente.
El Encantador elevó la mano enfundada en el guante negro.
—La Muerte —dijo—. Le tenemos miedo. Haríamos cualquier cosa por evitarla. Y sin embargo, la Muerte es una puerta que se abre en ambos sentidos. Ahora veréis con vuestros propios ojos cómo reviven los muertos.
El diván era duro. Attia se agarró a los laterales. Para eso precisamente estaba allí.
—Observad —dijo el Encantador.
Se dio la vuelta y la multitud murmuró, porque en la mano llevaba una espada. La había hecho aparecer de la nada; poco a poco la desenfundó en la oscuridad y la hoja resplandeció con una fría luz azul. La levantó y, por increíble que parezca, kilómetros por encima de ellos, en el remoto techo de la Cárcel, centelleó un relámpago.
El Encantador levantó la mirada; Attia entrecerró los ojos.
El trueno retumbó como una carcajada.
Por un instante, todos prestaron atención al trueno, tensos por el miedo a que la Cárcel interviniese, temerosos de que las calles se desvanecieran, de que el cielo se derrumbase, de que el gas y las luces los acribillaran.
Pero Incarceron no intervino.
—Mi Padre, la Cárcel —dijo el Encantador sin tardanza—, nos observa y da su aprobación.
Se dio la vuelta.
Unos grilletes metálicos colgaban del diván; el mago los ajustó alrededor de las muñecas de Attia. Después le pasó una correa por el cuello y otra por la cintura.
—No te muevas ni un centímetro —le dijo. Sus brillantes ojos exploraron la cara de Attia—. O el peligro que correrás será extremo.
Se volvió hacia la multitud.
—Observad —les alentó—. La liberaré. ¡Y la haré regresar!
Levantó la espada, con ambas manos en la empuñadura y la punta del filo suspendida sobre el pecho de Attia. Ella quería gritar, suspirar, chillar «¡no!», pero su cuerpo permaneció inmóvil y mudo, toda su atención fija en la punta de la espada, resplandeciente y afilada como una cuchilla.
Antes de que pudiese tomar aliento, se la clavó en el corazón.
Eso era la muerte.
Era cálida y pegajosa, y llegaba a ella en oleadas, que la barrían como ráfagas de dolor. No había aire que respirar, ni palabras que pronunciar. Era algo que se le atragantaba en la garganta.
Y luego todo se volvió puro y azul, tan vacío como el cielo que había visto en el Exterior, y Finn estaba allí, junto con Claudia. Los vio sentados en tronos dorados y ambos se volvieron para mirarla.
Y Finn dijo:
—No me he olvidado de ti, Attia. Volveré a buscarte.
Ella sólo fue capaz de emitir una palabra y, cuando la pronunció, descubrió la sorpresa en los ojos de él.
—Mentiroso.
Abrió los ojos.
Notó como si se le destaparan los oídos, como si los sonidos regresasen desde un lugar muy lejano; la muchedumbre bramaba y vitoreaba con entusiasmo, y entonces fue liberada de las correas y los grilletes. El Encantador la ayudó a incorporarse. Bajó la mirada y vio que la sangre que manchaba su ropa se iba secando, desvaneciéndose, y que la espada que él aún sostenía en la mano estaba limpia; comprobó que era capaz de ponerse en pie. Respiró hondo y enfocó la vista; vio que había personas subidas a los edificios y los tejados, colgadas de los toldos, asomadas a las ventanas, notó que la tormenta de aplausos seguía y seguía, una avalancha de adoración y vítores.
Entonces, el Oscuro Encantador la agarró fuerte de la mano para obligarla a hacer una reverencia con él, y sus dedos enguantados sujetaron la espada por encima de todas las cabezas, y los malabaristas y bailarines se deslizaron con discreción para recoger la lluvia de monedas que empezó a caer como infinitas estrellas fugaces.
Cuando todo hubo terminado, cuando la multitud empezó a disgregarse, Attia se encontró de pie en un rincón de la plaza, arropándose el cuerpo con los brazos. Un dolor amortiguado le quemaba dentro del pecho. Unas cuantas mujeres se agruparon junto a la puerta por la que había entrado el Encantador, con sus niños enfermos en brazos.
Attia exhaló el aire lentamente. Se sentía agarrotada y tonta. Se sentía como si una gran explosión la hubiese ensordecido, dejándola aturdida.
Rápido, antes de que nadie se diese cuenta, giró sobre sus talones y se escabulló entre los toldos de los puestos ambulantes, pasó junto al lecho del oso, atravesó el maltrecho campamento de los feriantes. Uno de ellos la vio, pero continuó sentado junto a la hoguera que habían encendido, cocinando unos delgados filetes de carne.
Attia abrió una portezuela bajo un tejado con voladizo y se coló dentro.
La habitación estaba a oscuras.
Había un hombre sentado delante de un espejo con manchas iluminado por una única vela parpadeante. Levantó la cabeza para verla reflejada en él.
Mientras Attia lo observaba, el hombre se quitó la peluca negra, desdobló el dedo que supuestamente le faltaba, se limpió el maquillaje que disimulaba su rostro arrugado y arrojó la túnica harapienta al suelo.
Entonces el mago apoyó los codos en la mesa y le dedicó una sonrisa en la que faltaban algunos dientes.
—Una actuación excelente —dijo el hechicero.
Attia asintió:
—Ya te dije que podía hacerlo.
—Bueno, pues me has convencido, bonita. El trabajo es tuyo, si todavía lo quieres.
Se metió una bola de ket en la mejilla y empezó a masticar.
Attia miró alrededor. No vio ni rastro del Guante.
—Claro —contestó—. Por supuesto que lo quiero.
¿Cómo pudiste traicionarme, Incarceron?
¿Cómo pudiste dejarme caer?
Creía ser tu hijo, ya lo sabes,
y resulté ser tu títere, hay que ver.
Cantos de Sáfico
Finn arrojó los documentos contra la pared. Luego agarró el tintero y lo lanzó en la misma dirección. Explotó dibujando una estrella negra y chorreante.
—Señor —jadeó el chambelán—. ¡Por favor!
Finn hizo oídos sordos. Volcó la mesa, que cayó con gran estrépito. Papeles y pergaminos se precipitaron como una cascada por todas partes, acompañados del tintineo de sus sellos y lazos. Airado, Finn fue dando zancadas hasta la puerta.
—Señor. Todavía quedan otros dieciséis…
—Destrúyelos.
—¿Señor?
—Ya me has oído. Quémalos. Cómetelos. O dáselos a los perros.
—Hay invitaciones que requieren vuestra firma. Y las actas del Acuerdo Estigio, la solicitud de las túnicas para la Coronación.