Con una furia salvaje, Finn se volvió hacia la delgada figura que rebuscaba entre los papeles.
—¿Cuántas veces tengo que repetirlo? ¡No habrá Coronación!
Dejó al hombre boquiabierto, volvió sobre sus talones y abrió las puertas de par en par. Los guardias apostados al otro lado se irguieron para cubrirle las espaldas, pero en cuanto se colocaron detrás de él, Finn les soltó un juramento. Entonces echó a correr por el pasillo forrado de madera, atravesó las cortinas y cruzó el Gran Salón, donde volcó los sofás tapizados, arremetió contra las primorosas sillas y dejó atrás a los guardias, jadeantes. Con agilidad saltó sobre la mesa, se deslizó por su superficie pulida, tiró los candelabros de plata, dio otro brinco hasta el amplio alféizar de la ventana, se coló entre las dos hojas abiertas y desapareció.
En la puerta de la sala, sin aliento, quedó el chambelán. Se introdujo discretamente en una habitación lateral, cerró la puerta y, con aire fatigado, se colocó la pila de papeles arrugados debajo del brazo. Miró con cautela alrededor, sacó el mini comunicador que ella le había dado y apretó el botón, con incomodidad, porque aborrecía romper el Protocolo de semejante forma. Pero no se atrevía a desobedecer sus órdenes, porque podía ser casi tan temible como el príncipe.
El artilugio crepitó.
—¿Qué pasa ahora? —espetó la voz de una chica.
El chambelán tragó saliva.
—Lo siento, lady Claudia, pero me pedisteis que os avisara si volvía a ocurrir. Bueno, pues realmente creo que acaba de hacerlo.
Finn aterrizó a cuatro patas en el suelo de grava del jardín, al que saltó desde la ventana, y se recompuso. Avanzó a toda prisa por el césped. Los grupos de cortesanos se disgregaban a su paso, las mujeres protegidas por sus endebles parasoles se apresuraban a hacerle reverencias, los hombres se inclinaban con afectación y se quitaban el sombrero ante él. Con los ojos fijos al frente, Finn pasó de largo. Pisoteó los caminos cuyas superficies habían sido allanadas con delicadeza, acortando en línea recta por encima de los parterres de flores, aplastando los lechos blancos con los pies. Un jardinero indignado salió entonces de detrás de un seto, pero en cuanto vio que se trataba de Finn, flexionó una rodilla. Finn se permitió esbozar una sonrisa fría. Ser el príncipe de ese hermoso Paraíso tenía ciertas ventajas.
El día era perfecto. Unas diminutas nubes de algodón avanzaban en la parte alta del cielo, ese cielo asombrosamente azul al que no lograba acostumbrarse. Una bandada de grajillas revoloteaban sobre los olmos, cerca del lago.
Era el lago lo que buscaba.
Esa suave extensión de agua azul lo atraía como un imán. Se aflojó el cuello rígido que le obligaban a llevar, lo abrió a tirones, y maldijo todo aquello una y otra vez: las ropas que lo constreñían, las aparatosas normas de etiqueta, el interminable Protocolo. De repente, se echó a correr a toda velocidad, pasó por delante de estatuas y urnas clásicas en las que había adornos florales, lo que provocó que un grupo de gansos que descansaban en la hierba graznaran y aletearan antes de huir despavoridos.
Empezaba a respirar con mayor libertad. Los centelleos y el dolor punzante detrás de los ojos iban apagándose. Había notado cómo se aproximaba otro ataque al sentirse encerrado en aquella habitación recargada e insoportable, detrás de aquel escritorio abarrotado. Había ido creciendo dentro de él como la ira. O tal vez «fuese» la ira. Quizá debiese haber permitido que ocurriera, haber caído agradecido en sus brazos, haber dejado que lo dominara ese ataque que siempre lo aguardaba en alguna parte, como un hoyo negro en medio del camino. Pues, independientemente de las visiones, independientemente del dolor que le provocasen, cuando remitía el ataque podía dormir, en un sueño profundo y abstraído, sin soñar con la Cárcel. Sin soñar con Keiro, el hermano de sangre que había abandonado allí.
El agua del lago ondeaba con la suave brisa. Sacudió la cabeza, furioso por reconocer lo perfecta que había sido la selección de la temperatura, lo sereno que parecía todo. Furioso por las barcas de remo ancladas en el embarcadero, que se bamboleaban y entrechocaban en el extremo de sus cuerdas, rodeadas de las hojas verdes y planas de los nenúfares, sobre los que danzaban unos diminutos mosquitos.
Ignoraba qué parte de todo aquello era real.
Por lo menos, en la Cárcel sí lo sabía.
Finn se sentó en la hierba. Se sentía abatido, y el enfado empezaba a volverse en su contra. El chambelán sólo intentaba cumplir con su obligación. Lo de arrojar el tintero había sido una tontería.
Se tumbó bocarriba y enterró la frente bajo los brazos, para dejar que el cálido sol lo consolara. Era tan ardiente, y brillaba tanto… Ahora ya era capaz de soportarlo, pero durante sus primeros días en el Exterior, se había quedado cegado, había tenido que ponerse unas gafas oscuras porque sus ojos no dejaban de llorar y humedecerse con la luz. Y luego todas esas semanas eternas hasta que su piel había perdido su palidez extrema, esos días de lavarse y despiojarse, y la interminable medicación que Jared le había obligado a tomar. Semanas de pacientes clases impartidas por Claudia acerca de cómo vestirse, cómo hablar, cómo comer con cuchillo y tenedor; los títulos, las reverencias, aprender a no gritar, a no escupir, a no maldecir, a no pelear.
Dos meses antes, Finn era un Preso sin esperanza, un ladrón hambriento y desarrapado, un mentiroso. Ahora era el príncipe del Paraíso.
Y a pesar de todo, jamás había sido tan infeliz.
Una sombra oscureció la luz roja que brillaba tras sus párpados cerrados.
Los mantuvo bien cerrados, pero el aroma del perfume que usaba ella le llegó de forma inconfundible; el roce de su vestido se oyó con nitidez cuando la chica se sentó cerca de él, en el parapeto de piedra.
Al cabo de un momento, Finn dijo:
—La Maestra me maldijo, ¿lo sabías?
Claudia respondió con frialdad:
—No.
—Pues lo hizo. La Maestra, la mujer que murió por mi culpa… Le arrebaté la Llave de cristal. Sus últimas palabras antes de morir fueron: «Espero que te destruya». Creo que su maldición se está cumpliendo, Claudia.
El silencio se prolongó tanto que Finn levantó la cabeza y la miró. Claudia había subido las rodillas y las había escondido debajo del vestido de seda de color melocotón; tenía los brazos entrelazados alrededor de las piernas. Lo observaba con esa mirada preocupada e irritada a la vez, que tan bien conocía Finn.
—Finn…
Él se incorporó.
—¡No! No me digas que debería olvidar el pasado. No vuelvas a decirme que la vida aquí es un juego, que cada palabra y cada sonrisa, cada graciosa reverencia, es un movimiento dentro de un juego. ¡Yo no puedo vivir así! Y no lo haré.
Claudia frunció el entrecejo. Vio la tensión en los ojos de Finn. Cuando tenía un ataque, siempre se le quedaba esa mirada. Le entraron ganas de abofetearlo, pero en lugar de eso, se obligó a decir con voz pausada:
—¿Te encuentras bien?
Finn se encogió de hombros.
—Ha llegado sin más. Pero ya ha pasado. Pensaba… Pensaba que cuando Escapase dejaría de tener ataques. Todos esos absurdos documentos…
Claudia negó con la cabeza.
—No es por eso. Vuelve a ser por Keiro, ¿verdad?
Finn miró al frente. Al cabo de un rato, preguntó:
—¿Siempre eres tan lista?
Ella se echó a reír.
—Soy la alumna de Jared Sapiens. Entrenada en la observación y el análisis. Y —añadió con amargura— soy la hija del Guardián de Incarceron. El mejor jugador de este juego.
A Finn le sorprendió que mencionara el nombre de su padre. Tiró de una brizna de hierba y empezó a separarla en hilillos.
—Bueno, tienes razón. No puedo dejar de pensar en Keiro. Es mi hermano de sangre, Claudia. Nos juramos lealtad el uno al otro, lealtad hasta la muerte y más allá. Es imposible que te quepa en la cabeza lo que eso significa. En la Cárcel nadie puede sobrevivir solo; él cuidó de mí cuando yo ni siquiera sabía quién era. Me cubrió las espaldas en cientos de peleas. Y aquella vez en la cueva de la Bestia, volvió para socorrerme, a pesar de que tenía la Llave, a pesar de que podía haberse marchado a cualquier parte.
Claudia siguió callada. Pero luego dijo:
—Yo le mandé que fuera a buscarte. ¿No te acuerdas?
—Lo habría hecho de todos modos.
—¿Ah sí? —Claudia miró en dirección al lago—. Por la impresión que me dio, Keiro era un chico arrogante, despiadado e increíblemente vanidoso. Tú eras el que corría todos los riesgos. Él sólo se preocupaba de sí mismo.
—No lo conoces. No viste cómo luchó contra el Señor del Ala. Lo que hizo ese día fue alucinante. Keiro es mi hermano. Y yo lo he abandonado en aquel infierno, después de prometer que lo sacaría de allí.
Un grupo de jóvenes de la Corte de Arqueros aparecieron pavoneándose. Claudia dijo:
—Son Caspar y sus amigotes. Vamos.
Se levantó de un brinco y tiró de una de las barcas para acercarla a la orilla; Finn se subió a la embarcación y tomó los remos, mientras ella se montaba detrás de él. Después de unas cuantas remadas, se pusieron a salvo en la quietud del lago, con la proa ondeando entre las hojas de nenúfar. Las mariposas bailaban en el aire cálido. Claudia se reclinó en los cojines y contempló el cielo.
—¿Nos ha visto?
—Sí.
—Bien.
Finn observó la pandilla de jóvenes escandalosos con desprecio. El pelo rojo de Caspar y su levita de color azul chillón se distinguían claramente desde allí. Se reía; levantó el arco y apuntó hacia el bote, tensando la cuerda vacía con una sonrisa burlona. Finn le devolvió la mirada con enojo.
—Entre Keiro y él, tengo claro con qué hermano me quedaría.
Claudia se encogió de hombros.
—Ya, en eso te doy la razón. ¿Recuerdas que estuve a punto de tener que casarme con él?
La muchacha dejó que el recuerdo de ese día volviera a su mente; el placer frío y deliberado que había sentido al hacer jirones el vestido de novia, al despedazar el encaje y la blanca perfección, como si hubiera sido su propia vida la que rompía en pedazos, o a sí misma y a su padre. A sí misma y a Caspar.
—Ahora ya no tienes que casarte con él —dijo Finn con voz pausada.
Entonces se quedaron en silencio, mientras los remos se zambullían en el agua y salpicaban al salir. Claudia sacó la mano por el lateral, sin mirarlo. Ambos sabían que de niña la habían comprometido con el príncipe Giles, y cuando se había extendido la noticia de su presunta muerte, su hermano Caspar, el príncipe más joven, había ocupado su puesto. Pero ahora Finn era Giles. Claudia frunció el entrecejo.
—Mira…
Lo dijeron los dos a la vez. Claudia fue la primera en echarse a reír.
—Tú primero.
Él se encogió de hombros, pero ni siquiera sonrió.
—Mira, Claudia, no sé quién soy. Si creías que sacándome de Incarceron ibas a lograr que recuperase la memoria, te equivocaste. No recuerdo nada más que antes… Sólo tengo destellos, visiones que me traen los ataques. Las pociones de Jared no han cambiado las cosas. —De pronto dejó de remar y el barco siguió a la deriva. Finn se inclinó hacia delante—. ¿Es que no lo ves? ¡Puede que no sea el verdadero príncipe! Puede que no sea Giles, a pesar de esto. —Le enseñó la muñeca; Claudia vio el tatuaje deslucido del águila con corona—. E incluso si lo fuera… he cambiado. —Luchaba por encontrar las palabras acertadas—. Incarceron me ha hecho cambiar. No encajo aquí. No me acostumbro. ¿Cómo es posible que una Escoria como yo sea lo que buscas? No dejo de mirar si tengo a alguien pisándome los talones. No dejo de pensar que un pequeño Ojo rojo me espía desde el cielo.
Desolada, Claudia lo miró. Tenía razón. Al principio, ella creía que sería fácil, esperaba tener un aliado, un amigo. No este ladrón callejero y atormentado que parecía odiarse a sí mismo y que se pasaba las horas muertas mirando las estrellas.
Finn tenía la cara abatida, y su voz sonó como un murmullo:
—No puedo ser rey.
Claudia se sentó erguida.
—Ya te lo he dicho. Tienes que hacerlo. Si quieres adquirir el poder que te permita sacar a Keiro de Incarceron, ¡tienes que hacerlo!
Enfadada, volvió la cara y observó los campos.
Vio que se formaba un grupo de cortesanos vestidos con ropa vistosa. Dos lacayos transportaban una pila de sillas doradas, otro iba cargado con cojines y con mazas de croquet. Una pandilla de sirvientes sudorosos montaba una enorme carpa con borlas de seda amarilla sobre varias mesas de caballete, y una procesión de camareros y criadas llevaban platos con flanes, dulces, guisos de capón frío, pastelillos suculentos y jarras de ponche con hielo en bandejas de plata.
Claudia soltó un bufido.
—El bufé de la reina. Se me había olvidado.
Finn miró hacia allí.
—No pienso ir.
—Sí que irás. Cambia el rumbo de la barca y volvamos. —Lo miró con severidad—. Tienes que mantener las apariencias, Finn. Me lo debes. No arriesgué mi vida para poner a un pícaro cualquiera en el trono. Jared trabaja día y noche en el Portal. Conseguiremos que funcione. Lograremos que Keiro salga de la Cárcel. Y esa despreciable Attia también, aunque me he dado cuenta de que te has esforzado por no mencionarla. ¡Pero tienes que cumplir con tu parte!
Finn arrugó la frente. Entonces cogió los remos y dirigió la barca hacia la orilla.
Cuando se aproximaban al muelle, Claudia vio a la reina. Sia llevaba un vestido de un color blanco cegador con recargados faldones de vuelo, como los de una pastora, que dejaban a la vista sus piececillos enfundados en manoletinas brillantes. Su pálida piel quedaba protegida del sol por un sombrero de ala ancha y un chal fino que le cubría los hombros. Parecía alguien de veinte años, cuando en realidad debía de tener cuatro veces esa edad, pensó Claudia con amargura. Y sus ojos eran extraños, con el iris pálido. Los ojos de una bruja.
La barca topó con el muelle.
Finn respiró hondo. Se ajustó el cuello de la camisa, trepó para salir de la embarcación y tendió la mano a Claudia. Con formalidad, ella la tomó y salió con suma elegancia apoyando el pie en los tablones de madera. Juntos caminaron hacia el grupo congregado.
—Recuerda —dijo ella en voz baja—. Emplea las servilletas, no los dedos. Y no maldigas ni pongas mala cara.
Él se encogió de hombros.
—¿Qué más da? Haga lo que haga, a la reina le gustaría vernos muertos…