—Nos vigila a todos —espetó ella.
Por detrás, una vocecilla chilló:
—¡Rápido, Rix!
La cabeza de una giganta asomaba por la tela estrellada.
—¿Y esa visión de un minúsculo ojo de cerradura? —Attia tenía que saberlo.
—¿A qué cerradura te refieres?
—Dijiste que eras capaz de ver el Exterior. Las estrellas, dijiste, y un gran palacio.
—¿Ah sí? —Sus ojos denotaron sorpresa. Attia ignoraba si era fingida o no—. No me acuerdo. Algunas veces, cuando llevo puesto el Guante, creo que hay algo que de verdad se apodera de mi mente.
Sacudió las riendas. Attia quería preguntarle más cosas, pero él dijo:
—Te propongo que bajes y estires las piernas. No tardaremos en llegar a los Dados, y entonces todos tendremos que mantener los ojos bien abiertos.
Era un desplante. Enfadada, Attia saltó del carro.
—¡Ya era hora! —espetó la giganta.
Rix sonrió con esa boca sin dientes.
—Gigantia, querida. Vuelve a dormir.
Azuzó al buey. Attia dejó que el carromato se le adelantara traqueteando; de hecho, dejó que pasaran todos, con sus laterales pintados de colores brillantes, con las ruedas de radios rojos y amarillos, con sartenes y cazuelas entrechocando en la parte inferior… Al final del grupo, caminaba un burro atado con una cuerda larga al que unos cuantos chiquillos seguían con desgana.
Anduvo tras ellos, con la cabeza gacha. Necesitaba tiempo para pensar. Su único plan, cuando había oído los rumores de un mago que aseguraba tener el Guante de Sáfico, había sido encontrarlo y robárselo. Si Finn la había abandonado, intentaría hacer cualquier cosa para encontrar la salida por sí misma. Por un instante, mientras sus pies avanzaban por el camino metálico, se permitió revivir la amarga tristeza de esas horas padecidas en la celda del Fin del Mundo, la burla de Keiro y su compasión, y su:
—No va a volver. Mentalízate.
En ese momento se había vuelto contra él:
—¡Lo prometió! ¡Es tu hermano!
Incluso ahora, dos meses más tarde, el desdén con el que se había encogido de hombros Keiro y su respuesta aún la sobrecogían.
—Ya no lo es. —Keiro se había detenido junto a la puerta—. Finn es un experto mentiroso. Su especialidad es conseguir que la gente sienta pena por él. No pierdas el tiempo. Ahora tiene a Claudia, y su precioso reino. No volveremos a verlo.
—¿Adónde vas a ir tú ahora?
Keiro había sonreído.
—A buscar mi propio reino. ¡Atrápame si puedes!
Entonces había desaparecido, corriendo por el pasadizo en ruinas.
Pero ella había esperado.
Había esperado sola en aquella celda silenciosa y llena de despojos durante tres días, hasta que la sed y el hambre habían podido con ella. Tres días de negarse a creer, de dudas, de rabia. Tres días imaginándose a Finn fuera, en el mundo en el que habitaban las estrellas, en algún palacio de mármol fantástico, con gente que se arrodillaba ante él. ¿Por qué no había regresado? Seguro que había sido culpa de Claudia. Seguro que ella lo había engatusado, lo había hechizado, le había hecho olvidar. O eso, o la Llave se había roto o se había perdido.
Sin embargo, ahora le costaba horrores seguir pensando de ese modo. Dos meses era mucho tiempo. Y había otro pensamiento que circulaba por su mente, que reptaba cuando Attia estaba cansada o deprimida. Que estaba muerto. Que sus enemigos del exterior lo habían asesinado.
Aunque la noche anterior, en ese momento de muerte fingida, lo había visto.
Alguien gritó delante de ella.
Attia levantó la mirada y vio, erigiéndose ante el grupo, los Dados.
Eran exactamente eso. Un cúmulo infinito de dados, más grandes que las montañas, con sus caras blancas que desprendían un brillo apagado, como si un gigante hubiese colocado un montoncito de terrones de azúcar en medio del camino, unos dados cuyos suaves agujeros podían confundirse con seises y cincos. En algunos puntos, matojos puntiagudos y raquíticos luchaban por crecer; y en las hondonadas y valles, un modesto musgo se aferraba al suelo como la hiedra. No había caminos que llevaran hasta allí. Las colinas cúbicas debían de ser tan duras como el mármol, y tan lisas que resultaba imposible escalarlas. Así pues, el sendero continuaba por un túnel excavado en la base.
Los carromatos se detuvieron. Rix se levantó y dijo:
—Oídme todos.
De repente, varias caras empezaron a asomar desde el interior de los carros, todos esos rostros deformados, grandones, arrugados, élficos, de los monstruos de feria. Los siete malabaristas se arracimaron. Incluso el cuidador del oso retrocedió.
—Corre el rumor de que la banda de forajidos que actúa por estos caminos es avariciosa, pero muy tonta. —Rix sacó una moneda del bolsillo y la lanzó al aire. Se desvaneció ante sus ojos—. Así que debería resultarnos fácil pasar por aquí. Si hay… algún obstáculo, ya sabéis todos qué tenéis que hacer. Abrid bien los ojos, amigos míos. Y recordad: el Arte de la Magia es el arte de la ilusión.
Hizo una reverencia muy marcada y volvió a sentarse. Asombrada, Attia vio cómo los siete malabaristas distribuían espadas y cuchillos, y unas bolas pequeñas de color azul y rojo. Luego, cada uno de ellos se montó junto a uno de los conductores. Los carromatos se apiñaron, en una apretada formación.
A regañadientes, Attia trepó detrás de Rix, su guardián.
—¿De verdad pensáis enfrentaros a una panda de Escoria con unos cuchillos retráctiles y unas espadas falsas?
Rix no contestó. Se limitó a sonreír con la boca desdentada.
Cuando vio la tenebrosa entrada del túnel, Attia desenvainó su cuchillo y se arrepintió tremendamente de no tener un trabuco de chispa a mano. Esos comediantes estaban locos, y ella no tenía intención de acompañarlos a la muerte.
La penumbra del túnel se fue incrementando ante el grupo de feriantes. Al cabo de un momento, una densa oscuridad se cernió sobre ellos.
Todo desapareció. No, no todo. Con una amarga sonrisa, Attia se dio cuenta de que, si alargaba el cuello hacia atrás, podía ver el letrero del carromato que seguía al suyo, y que destacaba gracias a la brillante pintura luminosa: «La única e inigualable Exquisitez Ambulante». Las ruedas desprendían chispas verdes. No se veía nada más. El túnel era angosto; desde el techo, el ruido de los ejes traqueteantes reverberaba formando un eco de truenos.
Cuanto más se adentraban en el túnel, más se preocupaba Attia. No existía sendero alguno sin dueño; y quien fuera que reinara en este túnel, sin duda les había tendido una emboscada. Levantó la mirada e intentó distinguir las formas del techo, para ver si alguno de sus atacantes estaba agazapado en una pasarela o colgado de una red, pero aparte de la tela de una araña gigante, no vio nada más.
Salvo, por supuesto, los Ojos.
Saltaban a la vista en la oscuridad. Los pequeños Ojos rojos de Incarceron la observaban a intervalos, como diminutos destellos de inquietud. Recordó los libros de imágenes que había visto, imaginó qué pensaría de ella la curiosa Cárcel, viéndola así, tan pequeña como un grano de arena, mirando a lo alto desde un carromato.
«Mírame —pensó con amargura—. ¿Te acuerdas de mí? Te he oído hablar. Sé que existe una manera de Escapar de ti.»
—Ahí están —murmuró Rix.
Attia se lo quedó mirando. Y entonces, con un estrépito que la hizo saltar, una reja cayó ante ellos en la oscuridad; y otra cayó por detrás. Se levantaron nubes de polvo; el buey bramó cuando Rix lo obligó a parar tirando de las riendas. Las ruedas de los carros crujieron al detenerse en una temblorosa fila.
—¡Saludos! —El grito provenía de la oscuridad que se cernía ante ellos—. Bienvenidos a la puerta del peaje de los Carniceros de Thar.
—Siéntate con la espalda erguida —musitó Rix—. Y haz lo que yo te mande.
El hechicero bajó de un salto, una sombra larguirucha en la oscuridad. Al instante, un rayo de luz lo iluminó. Se cubrió los ojos para protegerse.
—Estamos más que dispuestos a pagar al gran Thar lo que nos pida.
Una sonora carcajada. Attia levantó la vista. Estaba segura de que algunos de ellos los miraban desde arriba. Por instinto llevó la mano al cuchillo, al recordar cómo los Comitatus la habían capturado mediante una red voladora.
—Limitaos a decirnos, gran hombre, ¿cuál es el peaje? —Rix sonaba nervioso.
—Oro, mujeres o metales. Lo que prefieras, comediante.
Rix hizo una reverencia y dejó que el alivio se colara en su voz.
—Entonces, acercaos y coged lo que queráis, señores. Lo único que os pido es que nos dejéis los objetos necesarios para nuestro arte.
Attia susurró:
—Pero es que vas a dejarles que…
—Calla —le ordenó el Encantador. Y luego le preguntó al malabarista—: ¿Cuál de todos eres?
—Quintus.
—¿Y tus hermanos?
—Listos, jefe.
Alguien salió de la oscuridad ante el brillo rojo de los Ojos de Incarceron. Attia lo vio como un destello: una cabeza calva, hombros anchos, el brillo de metal que forraba todo su cuerpo… Tras él, formando una línea siniestra, otras siluetas.
A ambos lados, unas luces verdes centellearon con un siseo.
Attia fijó la mirada; incluso Rix perjuró.
El jefe de la banda era un medio hombre.
La mayor parte de su cráneo calvo era una placa de metal, una de sus orejas no era más que un ovillo de cables entremezclados con filamentos de piel.
En la mano sostenía un arma terrible, mitad hacha, mitad cuchilla de carnicero. Todos los hombres que tenía tras él iban rapados, como si ésa fuera la marca de la tribu.
Rix tragó saliva. Entonces alargó una mano y dijo:
—Somos gente pobre, Señor del Ala. Apenas tenemos unas monedillas de plata y unas cuantas piedras preciosas. Tomadlas. Tomad lo que queráis. Dejadnos únicamente nuestros patéticos artilugios.
El medio hombre extendió un brazo y agarró a Rix por la garganta.
—Hablas demasiado.
Sus secuaces ya estaban trepando por todos los carromatos, apartando a los malabaristas, metiendo la cabeza por las telas de lona. Algunos de ellos salieron en menos de un segundo.
—Por los dientes del demonio —murmuró uno—. Esto son bestias, no personas.
Rix sonrió con sumisión al Señor del Ala.
—La gente paga por ver cosas feas. Eso les hace sentir más humanos.
«Solemne tontería», pensó Attia, mientras observaba la cara mugrienta de Thar.
El Señor del Ala entrecerró los ojos.
—Entonces, nos pagarás con monedas.
—La cantidad que queráis.
—¿Y con mujeres?
—Por supuesto, señor.
—¿Incluso con vuestros hijos?
—Elegid los que prefiráis.
El Señor del Ala esbozó una sonrisita.
—Eres un cobarde apestoso.
La cara de Rix denotaba que estaba en apuros. El hombre lo soltó con asco. Dirigió una mirada a Attia:
—¿Y qué pasa contigo, chata?
—Tócame —dijo Attia sin inmutarse— y te arranco la cabeza.
Thar gruñó:
—Vaya, eso es lo que me gusta. Agallas. —Dio un paso al frente y tocó con el dedo el filo del cuchillo que blandía—. Bueno, cobarde, dime: ¿qué son esos… artilugios?
Rix palideció.
—Cosas que usamos en la actuación.
—¿Y por qué son tan valiosos?
—No lo son. A ver, me refiero a… —Rix tartamudeó—. Para nosotros, sí, pero…
El Señor del Ala pegó la cara contra la del mago.
—Entonces no te importará que les eche un vistazo, ¿no?
Rix parecía acongojado. «Él se lo ha buscado», pensó Attia con amargura.
El Señor del Ala lo empujó para abrirse paso. Alargó el brazo hacia el carro, arrancó la tapa de la cavidad que quedaba escondida debajo del reposapiés del conductor y sacó una caja.
—No. —Rix se mordió los labios agrietados—. ¡Señor, por favor! Llevaos todo lo que tenemos, ¡menos eso! Sin esa quincalla no podemos actuar…
—Me han contado —Thar hizo saltar el cerrojo de la caja con aire pensativo— más de una historia sobre ti. Algo sobre un Guante.
Rix se quedó callado. Parecía paralizado por el pánico.
El medio hombre quitó con violencia la tapa de la caja y miró dentro. Metió una mano y sacó un pequeño objeto negro.
Attia contuvo la respiración. El guante parecía diminuto en la pezuña de aquel hombre; estaba desgastado y tenía más de un remiendo, y en el dedo índice había unas marcas oscuras que en otra época podían haber sido manchas de sangre. Attia hizo un movimiento; el hombre la miró a la cara y ella se quedó petrificada.
—Vaya —dijo el rufián con avaricia—. El Guante de Sáfico.
—Por favor. —Rix había perdido todo su aplomo—. Cualquier cosa menos eso.
El Señor del Ala sonrió con sorna. Con una lentitud burlona, empezó a introducir sus dedos rollizos en el guante.
Hemos sido del todo meticulosos al sellar herméticamente la Cárcel. Nadie puede entrar ni salir de ella. El Guardián posee la única Llave que abre la compuerta. En caso de que muriese sin haber transmitido sus conocimientos, sería imprescindible abrir la Esotérica. Pero sólo su sucesor podría hacerlo. Pues ahora ese tipo de cosas están prohibidas.
Informe del proyecto, Martor Sapiens
—¿Jared?
Sin aliento, Claudia irrumpió en la habitación de su tutor y miró alrededor.
Estaba vacía.
La cama estaba bien hecha, las sencillas estanterías ordenadas con sus escasos libros. El suelo de madera estaba cubierto por unas esteras de junco extendidas, y sobre la mesa, en una bandeja, había un plato con migajas junto a una copa de vino vacía.
Cuando ya se daba la vuelta para marcharse, el vuelo de su falda levantó una hoja de papel.
La miró. Parecía una carta, escrita en grueso papel de vitela y sujeta bajo la copa de cristal. Desde donde se hallaba, Claudia era capaz de distinguir la insignia real en el reverso, el águila con corona de los Havaarna, con su garra en alto sujetando el mundo. Y la rosa blanca de la reina.
Tenía prisa por encontrar a Jared, pero aun así, no pudo evitar detenerse en la carta. Su tutor ya la había abierto y leído. La había dejado a la vista. No podía ser un secreto.
A pesar de todo, dudó un momento. No habría sentido el menor remordimiento por leer las cartas de cualquier otro; en la Corte, todos eran desconocidos, tal vez enemigos. Formaban parte del juego. Pero Jared era su único amigo. Más que eso. Su amor por él era duradero y firme.